CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Tornillos, clavos y alfileres

 Por Juan Sasturain

Ferretera tarde, la larga tarde de ayer, compañeros futboleros. Extraordinaria. Desde temprano, desde las cinco pasadas y a la expectativa, quedamos atornillados ante el espectáculo, frente al televisor (o los televisores, si cabía y era posible), durante las dos horas siguientes. No cabía un alfiler en los estadios: en el D. A. Maradona de Argentinos, en la Bombonera y en el reducto de Victoria; tampoco en los livings del país. Ambitos saturados de hinchas y de pasiones. Y todos pero todos, los hinchas de los tres punteros, cortando unánimes, democráticos clavos. Y también es cierto que a muchos, sobre todo al final, no nos cabía un alfiler...

El tornillo, el clavo, el alfiler... Es curioso cómo la emoción extrema, la incertidumbre, el cuasi pánico ante una circunstancia vivida como clave –en este caso puntual, el miedo a perder o a no ganar un partido de fútbol– se expresa, en el lenguaje popular, con referencias metafóricas que describen la acción y el efecto de un brusco fruncimiento anal ante la (amenaza de) penetración de un objeto que es siempre metálico e incisivo, flor de ferretería. El “hacer tornillo” que se aplica a circunstancias de frío extremo tiene la misma localización y expreso sentido, valga recordar.

Lo que siempre se enfatiza en estas expresiones populares es la fuerza del cierre compulsivo del esfínter ante el riesgo inminente –“cortar clavos” es de una brutalidad llamativa– o la hermeticidad inexpugnable que es su resultado: “No (me) cabía un alfiler”. Al respecto, siempre recuerdo los dichos de un paisano de Coronel Dorrego que cuando iba a la cancha los domingos y se tomaba unos vinos en el buffet, junto al alambrado, cada vez que se insinuaba peligro sobre el arco –un centro peligroso, un borbollón, un pelotazo en un palo– comenzaba a gritar, eufórico y a las risotadas: “¡Apriete la pestaña! ¡Apriete la pestaña!”. Nunca antes o después escuché la expresión, tan gráfica y pintoresca. Y no cabía duda de que todos los espectadores, entre risas nerviosas, la apretaban... Y no era precisamente un guiño amistoso sino un compulsivo cerrazón defensivo.

Es que ir al/ver fútbol como hincha es, en muchos sentidos, como ir a ver una de terror: buscar las emociones fuertes, exponerse, entregarse al sufrimiento seguro con el riesgo agregado –en el fútbol– de que puede que no haya un happy end. También, claro, con la posibilidad de una recompensa –la distensión explosiva y extraordinaria que dan el gol y la victoria– maravillosa, la que se merecen los enfermos que se entregan (nos entregamos) a estas ceremonias tan gratuitas y perversas como insoslayables.

Es que se corren riesgos terribles en el fútbol. Como para no “apretar la pestaña”, como decía el paisano.

Y vale un ejemplo de ayer y para los bosteros, ya que me cabe. Sobre los 35 del segundo tiempo en Boca-Colón, cuando un delantero santafesino que entraba por izquierda no tiró el centro atrás y le reventó las manos al pibe Javier García y “nos” salvamos, con mi hijo Diego nos miramos y dijimos casi al unísono: “Si nos llegan a empatar es para morirse...”. Y era cierto: ¿qué hubiera pasado si después de estar 3-0 arriba y de locales, con varias oportunidades de gol desperdiciadas, en la última fecha Boca empataba 3-3 y perdía la posibilidad de disputar el título, se quedaba afuera? Como se suele decir: ¿De qué nos disfrazábamos? Y pudo pasar, claro que sí.

Cuando pasan estas cosas, cuando –con resultados a favor y en contra– disfrutamos y/o padecemos partidos como éstos, y echamos mano a todo el repertorio metafórico de la ferretería para poner a prueba la elasticidad del sufrido, sintomático esfínter machista pretendidamente invulnerable, en algún lugar comprendemos (ciegamente), intuimos (inconscientes) el alevoso sentido heroico que atribuimos a ese riesgo (¿gratuito?) al que domingueramente nos exponemos, a esa exposición flagrante que nos coloca cada vez ante la posible humillación de “volver (a casa) con el culo roto”.

Los caminos del festejo y los vericuetos de la celebración son insondables.

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Imagen: Alejandro Leiva
 
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