CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Pascual

 Por Juan Sasturain

Cada vez que llegamos a Semana Santa, desembocamos en Pascua y se menciona al metafórico cordero pascual, paradigma del sacrificio del Salvador, me acuerdo –por extrañas pero no arbitrarias asociaciones– del Rusito Pascual, un amigo de la adolescencia del que no debo haber sabido jamás el nombre: Pascual era el apellido y Rusito el apelativo de uso. Todos teníamos sobrenombre entonces, y yo era –por ejemplo– el Negro Sasturain.

En realidad, el más amigo, por cercanías de edad –estábamos en el secundario: hablo de un pueblo, Coronel Dorrego, a principios de los ’60–, no era el Rusito sino su hermano el Gallego Pascual (o Angulo Pascual, por la vieja rima tradicional), un año mayor que yo. El Rusito era algo más chico que el Gallego. Que dos hermanos fueran apodados de tan diferente manera y con apelativos hoy considerados discriminatorios y políticamente incorrectos no nos escandalizaba, ni nos resultaba contradictorio: calificar de alemán, polaco o ruso en aquel entonces tenía muchas veces más que ver con la apariencia rubiona que con el origen racial o el apellido. Ejemplos varios y famosos: el Alemán Distéfano, el Polaco Goyeneche y –creo no errarle– el Ruso Verea.

Pero volvamos al Rusito Pascual, el contexto de Semana Santa y nuestra lejana adolescencia, ya que lo religioso tiene puntualmente que ver con esta historia. Primero cabe aclarar que me tocó por entonces –edad de primeras y aparatosas lealtades y militancias– ser católico ferviente y practicante. La consigna del apostolado debía ser puesta en práctica en todo tiempo y lugar y, con fervor de cruzado, no perdía oportunidad ni excusa para traer al rebaño de Cristo y a la santa Iglesia a las ovejas descarriadas o –mejor– a los borregos desorientados que eran multitud.

Así, en cierta oportunidad de la que no recuerdo los pormenores, me encontré trenzado con el Rusito Pascual en una discusión sin techo ni fondo en la que –como corresponde a nuestras edades y fervores– todo se ponía en juego, desde el mismísimo sentido de la vida a la existencia del Cielo y el Infierno, la idea del pecado y el papel de los curas, parando en todas.

Ese último punto –la cuestión de los frailes– era el habitualmente más difícil de defender, flanco débil por el que solían ser vulneradas mis éticas y piadosas argumentaciones. El habitual y descalificador “Yo creo en Dios, pero no en los curas” –engrosado con un profuso anecdotario de oscuras conductas humanas, demasiado humanas– era difícil de remontar.

Sin embargo, llegados a este punto, el Rusito Pascual argumentó de otra manera, no cayó en el recurso fácil y falaz de descalificar la doctrina por los ministros sino que siguió el camino inverso, utilizó un argumento y una cuestión –el celibato eclesiástico– y lo descalificó no puntualizando sus transgresiones sino apostando “a favor”, en una reductio ad absurdum (o como se diga) digna de las mejores exégesis borgeanas.

–Oíme, Negro –dijo sin sobrarme, con los pies en la tierra y las manos en los bolsillos–, si la elección de vida más perfecta y el modelo de comportamiento que aconsejan ustedes es lo que hacen los curas, que no la ponen, no se casan ni tienen hijos, si todos fuéramos como ellos, la humanidad desaparecería, porque no nacería nadie. Es una pelotudez: se acabaría la gente, ¿entendés? Hay algo que está mal pensado, Negro.

Nunca me pareció haber escuchado un argumento más falaz, tramposo, simplista, boludo y absurdo. Y sin embargo, acaso sin querer ni saberlo, groseramente, el Rusito Pascual ese día tocó algo, tuvo una intuición tan pedestre como genial, le dio un codazo a lo superfluo, colocó la cuestión en otra dimensión, fuera de la Historia y las Instituciones, derrumbó el equívoco tras el hueco celibato, cortó saludable y razonable camino en una cuestión que la propia, ciega e hipócrita Iglesia ha convertido en un barrial en el que vacila, padece y hace padecer; y está cada vez más empantanada.

Cada vez que llega la Pascua me acuerdo del Rusito Pascual, filósofo intuitivo, argumentador lapidario. Acaso valga la pena o el intento de ser simplistas como él, y demos un grosero paso más: tal vez el recomendado aborto, la programación genética de la descendencia y el compulsivo celibato no sean más que distintas formas –extremas, aparentemente diversas e incluso antagónicas– de una misma manera de empobrecer la vida, de achicarla a nuestra mezquina, enfermiza y poco confiable voluntad de torcer el fluir que –invisible– nos contiene.

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