CONTRATAPA

Toros

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Los días pasan, pero –en diarios y noticieros, testimonios de célebres y anónimos, en lágrimas de dolor de uno y de felicidad de otros– la noticia permanece y se niega a ser sacrificada en el ruedo. Matadores y público es lo que sobra. Ya saben: los toros, las corridas de toros, la prohibición de las corridas de toros en Cataluña y todo eso. La abolición parlamentaria de la fiesta brava (68 votos a favor, 55 en contra, nueve abstenciones) ha despertado todo tipo de dichos al respecto: Barcelona y alrededores versus Madrid y el resto de España, progres versus retros, salvajes de Coliseo versus franciscanos que hablan con los animales, tradición versus modernidad, los que citan a Hemingway y los que hasta ahora no han citado a J. M. Coetzee y a su alter ego Elizabeth Costello. Todo es sangre y arena y polémica y editoriales sobre la ley que entrará en vigencia el 1º de enero del 2012. Hasta entonces, hay tiempo de sobra para agitar capotes, cortar orejas, clavar banderillas y cuernos, y estrenar sombríos trajes de luces.

DOS Semanas atrás, Andrés Calamaro había ya había enseñado su capa roja cuando visitó el popular late-night show de Andreu Buenafuente y, sacando y desdoblando una hoja de papel del bolsillo de su saco, procedió a leer y rimar lo que sigue: “Con solemnidad y no sin cierto pesar, renuncio –con el Estado Televidente Español de testigo– a mi status de progre sospechado de rojo y librepensador. Renuncio a la progresía porque quiero corridas de toros en Cataluña, quiero correrme en una fiesta de arte y muerte, verte correrte de buena suerte. Y es más: quiero que vuelva José Tomás a Barcelona. Y no me muevo de mi respeto a las tradiciones... y por si acaso no quedó claro, aclaro que hago culto por la libertad de culto y si prohibir es progresía y el progre es rabioso antirrojo, mi antojo es renunciar al progresismo ahora mismo”. Y –mientras era ovacionado por el público presente– Calamaro cerró con un “Libertad de expresión no siempre es expresión de libertad”. Y José Tomás –para los que no lo saben– es una especie de magno torero-kamikaze. El –para muchos– más arriesgado y bestial y elegante de todos los tiempos. Alguien que –cada vez que entra en ese círculo de gritos y bramidos– sale, en andas o en brazos, sonriendo y cubierto de sangre. La suya, casi siempre.

TRES Y ahora que lo pienso, nunca fui a una corrida de toros aunque sí seguí durante varias temporadas esa especie de corrida catódica en la que los toritos y vaquillonas acaban temblando como corderos y sacrificados ante miles que es Gran Hermano. ¿Debo ir a una? Ahí está el bonito edificio de La Monumental (la otra plaza, la de Las Arenas, en proceso de reconversión cortesía de arquitecto-top internacional, va camino de ser el centro comercial que más demorará en abrir sus puertas en toda la historia). Sí me corrieron los toros. En Pamplona. Hace veintisiete sanfermines, cuando todavía tenía inconciencia y –sobre todo– piernas para correr. Ahora, las piernas me sirven para ir de la cama al living, al baño, a la cocina, al estudio, al cine y a la plaza. A esos lugares a los que uno va no a correr sino a sentarse.

CUATRO ¿Cómo se llamaba aquel bondadoso y pacifista toro marca Disney?

¿Ferdinand? En la televisión, ahora mismo, mientras escribo esto, alguien hace memoria y explica que, digan lo que digan, Cataluña toda es muy taurina –Barcelona es especial– y presenta como evidencia el frío dato de que Manolete toreó más veces en la Monumental de Barcelona que en Las Ventas de Madrid. Y, a continuación, se emiten imágenes del correbous de esa misma noche –fiesta de pueblo en la que se le enganchan dos antorchas a las astas del toro– para que éste, despidiendo llamaradas, persiga mozos encantados de impresionar a sus chicas. Se defiende y se explica todo el asunto argumentando que “no se mata al toro”. De acuerdo, pero ¿a ustedes les gustaría andar dando vueltas por ahí con un sombrerito en llamas? En cualquier caso, acabo de enterarme de que uno de estos toros inflamables ha matado a un hombre en una de esas juergas de pueblo. Te invito a mi fiestita.

Traer extintor.

CINCO El diario del domingo viene con encuesta donde se revela que al 60 por ciento de los españoles no les gustan las corridas, pero que el 57 por ciento no comparte la idea de prohibirlas. Por supuesto, el españolísimo Partido Popular recoge el sombrerito torero de este asunto, saluda a la concurrencia y vuelve a predicar sobre el mal ánimo catalán buscando siempre la fragmentación del país. Otros advierten –dada la primera puntilla– sobre la posibilidad de un efecto prohibicionista dominó (en Canarias ya las prohibieron en 1991) que podría extenderse por territorios poco taurinos como las Baleares, Melilla y Galicia. Muchos explican que la fiesta ha sobrevivido en las regiones autonómicas casi por inercia y que –a no olvidarlo– no existe memoria política de Felipe González, José María Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero saludando desde las gradas algún domingo de sol y sombra. Leo en El País a Joseph Ramoneda: “Que la tauromaquia es un fenómeno cultural es indudable, pero esto no la redime: la cultura no es garantía contra la crueldad... La protección de los animales me parece una dignísima causa, aunque, como todas, abierta a la demagogia (y a veces al cinismo). En la medida en que los toros son un espectáculo en vías de extinción, preferiría que, como el boxeo, acabara muriendo por inanición, sin necesidad de decretar la siempre antipática sentencia de muerte”. Y algunos preguntan cuándo se cierra el zoológico y se descuelgan los grabados taurinos de Goya y de Picasso y esos pocos toros de metal que van quedando y que alguna vez publicitaron a los toneles de los Osborne al costado del camino.

SEIS Los más cautos –los que parecen observar la lidia desde afuera– apuntan que, de acuerdo, el tema es interesante pero más propio de países pasando por un buen momento y con sus cuentas vigorosas como mihura en celo. Y que siempre es peligroso abrirles la tranquera a las ganas de prohibir porque se sabe por dónde empiezan, pero jamás dónde pueden llegar a terminar, si es que terminan. Lo cierto es que mucha gente se va a quedar –además de sin toros– sin trabajo en los toros. Y, sin trabajo, no hay dinero para ir a los toros. No es que la procesión vaya por dentro sino que la estampida pasa por encima cada vez que se abre la heladera un poco más vacía y fría y olé. Y todo lo de los toros (luego de una seguidilla esquizofrénica catalana con marcha soberanista contra las enmiendas al Estatut y, veinticuatro horas después, festejos por la victoria de la Roja en el Mundial de Fútbol) comparte tiempo y lugar con la aprobación en el Congreso de una reforma de la ley laboral que facilita el despido de los empleados, alivia a los patrones y unos y otros. Es decir: se habla mucho de las plazas de toros; pero, superado este largo y ardiente verano, se va a hablar más (a finales de septiembre llegará la primera huelga general contra Zapatero) de los mataderos. Mientras tanto y hasta entonces, volvió a bajar el paro. Pero no de toreros.

SIETE Y Fidel Castro vuelve a vestirse de verde torero y anuncia la salida (quiero dos de cada uno) de un par de libros apasionantes: La victoria estratégica y La contraofensiva estratégica final. Y Dios Armando Maradona vuelve a decir que lo traicionaron y se sube otra vez a su cruz (que es la nuestra) para poder resucitar. Y Hugo Chávez –cada vez más involuntariamente cercano a una versión del Dr. Strangelove, de Stanley Kubrick– se pregunta si todo el asunto con Colombia no podría derivar en el inicio de Tercera Guerra Mundial y ve rojo y busca el botón rojo.

Pocas cosas más locas –aún más locas, más locas todavía– que un toro que se cree torero o un torero que ve toros en todas partes.

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