CONTRATAPA

Muchos/Uno

 Por Noé Jitrik

No es necesario demasiado para percibir la potente respiración de la ciudad de México, una de las más populosas, abigarradas, convulsivas, conmovedoras, del mundo. Eso durante el día: durante la noche parece abandonada, sólo atravesada por las luces de los automóviles que se dirigen vaya uno a saber a qué destinos. Pero, durante el día, su monumentalidad estremece a quien no tiene los ojos acostumbrados a las grandezas. Crece cada día más, los edificios se estiran hacia el cielo sin temer las traiciones de la tierra, pareciera que el universo de pirámides que sellan su pasado regresa en las moles que apesantan las calles y les quitan la sencillez barrial que tenían hasta no hace mucho.

Cuesta distinguirlas, pero en su interior palpitan realidades menos aplastantes, circulan personas, se celebran ceremonias incesantes, un baile de fantasmas, una concertación de sombras como las que animan el sorprendente Museo de la Memoria y la Tolerancia, con sus cinco pisos, custodiado por atrás y a los costados por brutales construcciones de cemento que intentan hacer olvidar lo que ahí mismo el terremoto de 1985 destruyó.

En el Museo, creado por la iniciativa de dos jóvenes de un empuje equivalente a su imaginación, se exhiben documentos de diversos horrores perpetrados durante el siglo XX y que, se supone, continúan en el XXI: el genocidio armenio, el nazismo, Ruanda, Bosnia, la dictadura argentina, Guatemala, Camboya, la lista de las atrocidades sigue abierta y las que están ahí las sugiere, no se puede no pensar en eso mientras se ve todo lo expuesto con un emocionante didactismo.

La parte más fuerte es la del nazismo. Muchos documentos son conocidos, pero no por sabidos carecen de impacto: de un vagón de Auschwitz, imponente, callado, parece emanar de ahí un concierto de aullidos, la anhelante respiración de los desdichados allí apretujados, los terribles olores a descomposición. Lo sabíamos, ciertamente, lo estamos viendo ahora, gran parte de lo que se puede ver proviene de los archivos que los nazis no alcanzaron a eliminar, y no terminamos de comprender cómo esos seres humanos pudieron registrar todo lo que destruían.

Dos fotografías dieron la vuelta al mundo; en una se ve una pala mecánica que empuja cadáveres a una fosa recién abierta. Son muchos, unos restos de cuerpos, no se los puede contar ni distinguir algo humano en esos huesos pelados por el infortunio. En la otra, un orgulloso desfile de tropas, incontables filas de uniformados perfectamente alineados, con las orejas abiertas sólo para escuchar los aullidos del demente que habla, no sus propias voces internas ni menos los rumores del angustiado mundo al que intentarán acercarse para apropiarse de lo que hay dentro y destruir lo que el demente quiere destruir.

Algo vincula ambas fotos: lo “mucho”, que no es presentado como exceso sino como lo más natural, como si se hubiera convertido en manera de entender la realidad, por oposición a lo individual tal como, al menos, lo postulaba el Romanticismo. Lo “mucho”, porque es ferozmente real y se ha impuesto en todos los órdenes de la existencia, derrota a lo “poco” o, también la masa, que absorbe al individuo, lo anula. Y, en otra vuelta de tuerca, eso que resultó del humanismo en el siglo XVI, el descubrimiento del “hombre” y sus “derechos”, caduca, lo “mucho” en esas imágenes es un retorno a la horda, a las densas sombras en las que vivían, sin nombre ni identidad, innumerables seres durante siglos.

No se puede regresar a un existencialismo y mucho menos a un reducido subjetivismo, pero tampoco hacer la del avestruz y negar lo que más allá del nazismo parece estar por todas partes, en las formas de vida que, por las malas –los genocidios– o por las buenas –el pueblo generoso y solidario– mueve la vida de las sociedades. Hay diferencia entre unas y otras: una cosa es lo mucho como manipulación de la vida y otra cómo viven los muchos. ¿Sabe alguien cómo viven?

Pero entonces, dejando de lado el concepto de pueblo, de colectividad, de nación, de etnia inclusive, ¿qué sería lo “mucho” en su negatividad? Quizá menos una demasía que una amenaza pero, en todo caso, y la historia reciente lo demuestra, es una exageración de la maldad, tal como lo evidencian estas tumultuosas cifras: nuestros 30.000 desaparecidos parecen poca cosa frente a los millones exterminados en Camboya o en Yugoslavia o los soviéticos que murieron en los campos siberianos o, más secretamente, los chinos en la construcción del Canal de Panamá, o los trabajadores migrantes, en todas partes esclavizados, por no recordar a los esclavos propiamente dichos.

Así como la imagen de lo “mucho” es aplastante la cantidad de episodios de lo mucho malo, como si la cantidad, que encarna en la lógica más elemental la idea inaprensible del infinito, hiciera más comprensible la vida humana. Pero lo mucho no lo es de entrada ni de buenas a primeras: alguien comienza, hace algo que empieza a crecer y que termina por tener una forma que llega a ser aterrador: el demente en una cervecería, el general en su cuartel, el déspota en su despacho, las figuras son innumerables, en ellas descansa el desencadenante, empieza la multiplicación, el sistema se derrumba y comienza otro sistema, tan perverso como irracional. Es, metáfora harto conocida, la piedrita que cae de lo alto de la montaña y va arrastrando a otras hasta que se convierte en avalancha y que en su desarrollo monstruoso es incomprensible. Se cumple la elemental ley marxista: la cantidad deviene calidad y la calidad se instala como un supuesto o un sobre entendido o una condensación ideológica que hace actuar como si la oleada de lo mucho no pudiera pararse. ¿No es también así con el dinero? Si inicialmente su llegada es una salvación cuando se acumula deviene perverso, lo mucho tiene la forma de una boca insaciable, los malos olores de lo ahíto oscurecen la atmósfera y sofocan la respiración de los que tienen poco.

Es claro que hay lo “mucho bueno”, el saber, la imaginación, las bibliotecas, las imágenes, la obra de Juan Sebastián Bach, la memoria, las multitudes que celebran, los muchos solidarios, los que resisten la opresión y el miedo, los sembrados que se prodigan, los animales que se reproducen, los mares que alimentan, las lluvias que fertilizan, los muchos que piensan y sueñan, los que escriben y pintan o hacen música. ¿Neutralizan estos muchos a los muchos malos, como el colesterol fasto al nefasto?

Se trata tal vez de un combate: si vence el bueno la especie respira, si se impone el otro la especie tiembla, se retira, se esconde; ese combate es el de la historia misma y su escritura ha dado lugar a los muchos textos que intentan comprender por qué gana uno u otro y qué resulta de ello o, también, por qué vivimos en uno u otro y no agradecemos el triunfo de lo mucho bueno ni nos resistimos al otro ni nos preguntamos por qué de uno se pasa al otro, cansados de pronto del bueno y dejamos crecer al otro aunque también el otro se fatiga, languidece y muere y entonces la especie vuelve a respirar y a creer, otra vez, que todo es comprensible y que no hay nada en qué pensar.

No se entiende bien en dónde está el individuo en ese juego, ni tampoco si quienes escriben la historia lo rescatan. El individuo ausente, incomprensible, incognoscible, lo mucho presente, imponente, determinando los sentimientos y los pensamientos, entre “los muchos que no viven”, y los aullidos triunfales de la televisión.

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