CONTRATAPA

Medianoche en un monoblock de San Petersburgo

 Por Juan Forn

Las últimas fotos que se conocen de él se las sacaron con un celular en un vagón del metro de Petersburgo. Se está quedando pelado pero las mechas largas y desgreñadas le llegan a los hombros, va en zapatillas sucias, un traje arrugado que le queda corto, sin corbata y con la camisa enteramente desprendida, flaco como un Cristo, la barba igual, la mirada perdida, las uñas largas y sucias y curvadas hacia adentro como garras. El vagón va en dirección sur, a Kúpchino, un barrio de monoblocks donde muere el metro. Todos los vecinos de Kúpchino saben quién es Grisha Perelman y cuál es la puerta del ínfimo departamento que comparte con su madre. Pero ninguno va a decírselo a los periodistas y a los fanáticos de la matemática que cada tanto merodean por ahí.

Grisha Perelman resolvió, en el año 2002, la Conjetura de Poincaré, el problema insoluble por antonomasia del mundo de la matemática. Venía de esas mismas calles, hijo de madre sola y padre emigrado a Israel, acceso vedado a la universidad por ser judío (increíble pero cierto: en 1983 seguía rigiendo en la Rusia soviética el numerus clausus del zar: sólo dos plazas cada diez mil estudiantes), la única chance que tenía Grisha Perelman de estudiar en la Universidad de Leningrado era entrando en el equipo soviético para las Olimpíadas Matemáticas. Preparado por su madre y un ex presidiario de 19 años, Grisha lo hizo. Viajó con el equipo soviético a Budapest, resolvió todos los problemas que le pusieron delante, ganó con puntaje perfecto la medalla dorada, entró en la Universidad, brilló también ahí, se lo disputaron el Instituto Matemático Steklov de su país y la NYU de Nueva York, que al final lo convenció de aceptar al menos una estadía de un año con ellos. Grisha fue, conoció el parnaso de la matemática, incluso tuvo ocasión de tratar a las dos luminarias de su rubro (el americano Richard Hamilton y el chino Shing Tung Yau), pero prefirió volver a Rusia, dijo que pensaba mejor allá, se trajo cinco mil dólares de ese año viviendo a leche y pan negro en Nueva York, según sus cálculos le darían para mantenerse con su madre unos doce años, en el Instituto Steklov le pagaban cien dólares al mes, ya no había Estado soviético, la Rusia de Yeltsin no tenía presupuesto para gastar en matemáticos.

Fundido a negro, placa con el año 2002. Perelman cuelga en Internet, en tres entregas, cada una más corta que la anterior, su resolución de la Conjetura de Poincaré. Ha ignorado el protocolo de la matemática: no se amparó en un padrino, no trabajó en equipo, no mandó su trabajo a una revista seria, no esperó pacientemente que se lo revisaran y aprobaran y le dieran turno de publicación, y se discutiera después en otros artículos. Simplemente lo colgó en Internet. Había sido tan endiabladamente sintético en su formulación (no tenía tiempo de chequear ciertos desarrollos, trabajaba solo) que dos equipos distintos, uno europeo y otro yanqui, estuvieron dos años enteros chequeando cada paso de la resolución y luego sometieron sus resultados a las luminarias Hamilton y Yau, que llevaban décadas rompiéndose la cabeza con ese tema sin encontrarle la vuelta, y al fin todos llegaron a la misma conclusión: Grisha Perelman había resuelto la Conjetura de Poincaré.

El venerable Sir John Ball, presidente de la Unión Matemática Internacional, vuela a Petersburgo a anunciarle a Grisha que se le va a entregar la Medalla Fields, el equivalente del Premio Nobel en el mundo de la matemática, en un magno evento en Madrid al que concurrirán los tres mil matemáticos más importantes del mundo (la medalla se la entregará el rey de España), además del Premio Clay, de un millón de dólares, por resolver el más difícil de los “siete enigmas del milenio”. Ball se espera una entrevista protocolar con el premiado, sonrisa de ambos a las cámaras, apretón de manos y de vuelta a Cambridge. En cambio, después de dos agotadoras jornadas de diez horas seguidas sentado frente a frente con Grisha en una de-sangelada oficina del Instituto Steklov, no logra convencerlo de que acepte los honores.

En esos cuatro años, Grisha tuvo que comerse varios sapos. Primero, el chino Yau presentó junto a dos discípulos un paper que desarrollaba ideas de Perelman como propias (lo anunció con bombos y platillos en un megacongreso en Beijing auspiciado por empresarios de Hong Kong), después Hamilton se hizo el oso para no leer el trabajo de Grisha hasta que no le quedó más remedio (estaba esperando que le saliera un fondo fiduciario de cinco millones de dólares para investigar con su equipo lo que Perelman ya había demostrado solo). En nombre de la comunidad matemática internacional, Ball intenta hacerle entender a Grisha que veía transgresiones al código moral donde no las había. Dicen que Grisha le contestó que podía soportar que el mundo fuera imperfecto, pero no por eso debía aceptar que el mundo de la matemática lo fuera también.

“Cuando no me conocía nadie, tenía la opción de callar. Ahora no puedo, soy demasiado conspicuo. Sé que la gran mayoría de los matemáticos son más o menos honestos. Pero también son conformistas. Tienden a tolerar a los que son menos honestos. De manera que prefiero renunciar a la comunidad matemática”, dicen que le dijo a Ball hacia el fin de aquellas dos agotadoras jornadas. Y rechazó la medalla Fields (el primer matemático de la historia en hacerlo) y rechazó el millón de dólares del Premio Clay, y ahí sí le dio la mano a Ball, pero sin cámaras delante, y se fue del Instituto por una puerta lateral y caminó hasta la boca del metro y se volvió a su casa en la línea sur que va a morir en los monoblocks de Kúpchino, tal como en esa foto que le sacaron hace poco por celular. Dicen los que lo conocen que Grisha toma seguido esa línea, pero ya no para dirigirse al Instituto Steklov, sino para ir al teatro Mariínski (ex Kirov) adonde le gusta escuchar ópera desde el gallinero: no le importa no ver el escenario, dice que ahí arriba la acústica es mejor y que lo que le interesa a él son las voces. Cuando vuelve, prepara el samovar y se sienta a contarle a su anciana madre la función a la que asistió. Dicen los vecinos que la luz queda encendida hasta tarde. Dicen que se los oye cantar y beber y hablar en lenguas o rezar, o quizá sea simplemente que se están recitando uno a otro parágrafos de teoremas como si fuesen poemas.

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