CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

El caso del Carabela

 Por Juan Sasturain

No siempre las disciplinas académicas, con toda su parafernalia metodológica, logran dar cuenta de la complejidad o de los pormenores significativos de los fenómenos que analizan. El instrumental utilizado opera muchas veces como una red muy abierta o demasiado fina que o desdibuja particularidades o se queda en detalles sin percibir el sentido general de los sucesos. En ese orden de cosas, suele ser revelador el uso que se hace de casos puntuales para ejemplificar/justificar tesis o postulados previos, llegándose a forzar, tergiversar (inconscientemente) los hechos.

En un reciente y documentado estudio sobre la mal llamada “mala vida” en la costa atlántica, durante la consolidación de Mar del Plata como capital del ocio veraniego en general y del turismo social en particular –Rufianismo y vacaciones pagas: desgraciadas en la Feliz, de Adela Ferroni y Juan C. Peluffo, publicado por Nueva Misión–, se hace un interesante análisis de la interrelación de ambos procesos durante los años ’50, década prodigiosa que tiene por centro la (peor) llamada Revolución Libertadora.

Los minuciosos sociólogos establecen, con invalorable acopio estadístico y con perspicacia no demasiado frecuente entre muchos de sus pares al abordar ciertos temas, que existió una clara correlación entre ciertos efectos de la notable expansión/explosión demográfica marplatense en el período, y el incremento –sobre todo estacional, pero no sólo– del comercio ilegal de sexo en todas su formas.

Ferroni y Peluffo califican técnicamente a Mar del Plata como “polo prostituyente” o consumidor dominante durante el período, y analizan –como correlato– las diferentes “periferias prostitutivas” o proveedoras de “personal” más o menos idóneo: un triple anillo concéntrico que abarca zonas de corta, mediana y larga distancia (de Quequén a San Pablo, digamos). Esta exhaustiva cartografía les permite llegar a determinar –además– cuántas y qué tan expertas o principiantes (según zonas, edades, etc.) fueron las integrantes de este populoso contingente que acompañó desde su oscuro, penoso lugar, el desarrollo inédito de una sociedad y una región que en pocos años pasó de la placidez provinciana a los tumultos de la multitudinaria concentración diurna y el agridulce vértigo nocturno.

Hasta aquí, todo muy bien e incluso muy útil como retrato de época, con sus aspectos sórdidos y sus costados pintorescos. El motivo de algún modo personal de estas consideraciones tiene que ver con la impertinencia (literal) de una extensa nota al pie de la Página/121 –Capítulo III: “La organización del negocio”– que, aunque parezca una mera cuestión de detalle, puede ser reveladora de ciertas pifias básicas. Y es la referencia a Virgilio Marafioti, conocido y reconocido cafishio de la época “artesanal” del negocio –antes de las aceitadas organizaciones de trata– sobre cuya vida y equívocos milagros he tenido el inocultable placer de referirme en varias oportunidades.

La cita de Ferroni y Peluffo dice textualmente: “Un ejemplo de la diversidad de origen de las profesionales que actuaban en el período se puede constatar en los primitivos establecimientos conocidos como El Infierno y El Purgatorio –los más famosos por entonces–, con un número de alternadoras que oscilaba en la media docena: las mujeres, bajo la mano férrea del tenebroso Virgilio ‘Calavera’ (sic) Marafioti, amo y señor de vidas y destinos, provenían –según censo informal de 1957– de San Fernando, Buenos Aires (2), Formosa, San Miguel de Tucumán y Curitiba (Brasil). Según la leyenda, el siniestro Calavera (sic) reclutaba su personal femenino personalmente, en raídes ruteros de seducción que solían llevarlo muy lejos, siempre con su indumentaria de campera de cuero, tachas y el ominoso símbolo mortuorio” (fin de la cita).

Más allá del alarde de exactitud del dato respecto del origen de las mujeres, que resulta ejemplar a los efectos de la tesis que se quiere demostrar, el resto de las consideraciones son por lo menos inexactas. Y aquí se ve en qué medida un error en el punto de partida (en este caso, un apodo tergiversado) genera toda una serie de asociaciones poco “científicas” que terminan desfigurando los hechos y el perfil del personaje.

Porque a Virgilio Marafioti lo llamaban (en vida) el “Carabela” y no el “Calavera”, como en algún momento comenzó a aparecer equívocamente en las crónicas tardías de la época. Es que los apodos muchas veces se deforman con el uso y la pérdida o el extravío del sentido originario. En este caso, en algún momento, Calavera debió parecer que se adecuaba mejor a la condición nochera y prostibularia del personaje: viene de los “muchachos calaveras” del tango, o del personaje que puso en pantalla Enrique Serrano. E incluso después –como debe suceder generacionalmente con los empeñosos sociólogos– la Calavera ya cristalizada recupera un sentido original siniestro, icónico, y se lo adecua a un tipo de personaje que es posterior, necesariamente otro: el oscuro vagabundo solitario de carretera. Claro que sin moto, pero sobre ruedas. El detalle es revelador del sincretismo, porque algo del apodo originario ha quedado residualmente en el posterior. Cabe hacer la historia, entonces, del genuino Carabela Marafioti.

El sobrenombre está muy acotado por la época. Viene precisamente de los tiempos de Frondizi, a fines de los ’50, cuando Industrias Káiser Argentina, la fábrica de autos de Córdoba que todavía no era IKA-Renault, empezó a producir los primeros autos hechos enteramente acá. Aún el mago de Alta Gracia, Oreste Berta, no había armado el fantástico Torino con motor Tornado, leyenda patria años después, en Nürburgring. Todavía no. En realidad, los primeros modelos que aparecieron fueron la Estanciera y el Jeep IKA, altos, fuertes y gastadores vehículos multiuso, sobre todo para zonas rurales. Muchos todavía andan por ahí, con la chapa picada, pero con un ronquido bien redondo.

Después aparecieron los coches de calle, en tres tamaños: los dos Renault franceses chicos, un poco maricones con el motor trasero, el Dauphine y el Gordini, igualitos de carrocería, pero con motores diferentes; un raro engendro mediano de diseño original pero soso, el Bergantín –que no anduvo mucho–, y finalmente la joya de la corona: el inolvidable Káiser Carabela, un bote aparatoso y coludo, con parrilla y faros vistosísimos.

Una concesionaria de la calle Salta trajo a Mar del Plata toda la línea IKA. Los exhibía iluminados como piezas de joyería tras los cristales hasta el piso, para el escepticismo, la admiración y el babeo de transeúntes ocasionales o espectadores del cercano cine Gran Mar, el que tenía una torrecita giratoria a modo de vistoso faro. Precisamente ahí, un lunes a la noche, después de ver Anatomía de un asesinato –con el flaco James Stewart haciendo de abogado que mostraba una bombachita en el juicio–, el agrandado cafishio Virgilio Marafioti, que disfrutaba del cine norteamericano y de las películas en Cinemascope, descubrió el flamante Carabela. Y se enamoró.

Siempre le habían gustado los autos. O los fierros, mejor. Por esa época había fantaseado, incluso, con competir con un Turismo Carretera en la zona. Junto a un obstinado corredor de la Feliz al que había acompañado de copiloto en alguna Mar y Sierras, Jorge Orloqui, desarrollaron en el tallercito del delirante mecánico un prototipo de TC con motor Ford V8 y una carrocería inspirada en el diseño de los tinteros escolares Pelikan, al que llamaban el Involcable. No funcionó. Probándolo a 140 por la ruta costera a la altura de Barranca de los Lobos, el revolucionario Involcable casi levanta vuelo y termina en el mar. Zafaron, pero Marafioti siguió –ya sin delirios de competición– manejando coches con el mismo criterio exhibicionista con que elegía las pilchas.

Primero tuvo un Chevrolet 51 de segunda mano y después compró el único Cadillac de la oscura flota a la funeraria Lafossa Hnos., cuando la empresa se fundió tras el papelón de Bertoldo, el chofer, que no encontró el cementerio del Puerto y tuvo a la comitiva media mañana dando vueltas por la ciudad hasta que se quedó sin nafta. Marafioti compró ese lúgubre Cadillac y lo pintó de rojo fuego. Con los cromados impecables y el tapizado leopardo, más que un auto era un exhibidor, un mensaje subrayado pegado al cordón de la vereda. Intimidaba. El Cadillac era parte de su atuendo y su personalidad, y sólo el deslumbramiento que le produjo el Carabela verde tras los cristales de la agencia IKA pudo apartarlo del pesado carromato tras largos años de romance.

Así que de Calavera, nada: Carabela. Fue el primero que se compró uno en Mar del Plata, o al menos el primero que se paseó con él para mostrarlo, como si fuera una de las mejores minas de su elenco estable. Le duró más, incluso, que varias de ellas. Hasta bien entrados los ‘60, cuando se había dejado de fabricar y costaba conseguir repuestos. De cómo reclutaba sus chicas Marafioti, hay otras y diversas versiones. Se decía que al Carabela lo único que le duraban eran los autos y los rencores.

Supongo que no hubiera olvidado el equívoco de los jóvenes sociólogos.

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