CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Usos del hambre

 Por Juan Sasturain

No hace mucho me convocaron para sumarme a un lindísimo proyecto de creación colectiva en que artistas plásticos, músicos y escritores trabajarían cada uno por separado y en paralelo a partir de una palabra común, generadora, para confluir finalmente en un encuentro en que expondrían / comentarían sus obras respectivas. Así se hizo y fue muy estimulante. Pero aclaro que no me resultó fácil el comienzo. Sobre todo porque la palabra motivadora que me / nos correspondió –“hambre”– venía, obviamente, demasiado sesgada o connotada. Al menos para mí: no es de las que habría elegido, seguro. Pero supongo que ahí estaba la gracia. Así que me puse a laburar: era un texto breve, tampoco había por qué morir en el intento.

Y ahí corroboré, una vez más, que uno de mis modos casi mecánicos de encarar laburos de esta naturaleza es pegarme / apegarme a las palabras para arrancar. Rastrear “hambre” en la literatura fue el primer gesto. En el camino a la biblioteca y la operación de rastreo tuve suerte y memoria: me acordé de / reencontré con el eficaz Paul Auster –mejor y más atento lector de literatura europea del siglo veinte que la mayoría de sus colegas yanquis–, que en los ensayos reunidos precisamente en el tomito El arte del hambre se había ocupado de desmenuzar las sagaces aproximaciones del hoy poco transitado Knut Hamsun y del nunca demasiado transitado Franz Kafka. Tanto en el caso de la novela del Nobel noruego, Hambre, precisamente, como en el del memorable cuento del checo –“Un artista del hambre”– la privación de alimento va asociada directamente a la condición / vocación artística. No (querer) comer es en ambos casos resultado de cierta elección de vida. Un gesto explícitamente voluntario (el patético ayunador circense kafkiano) y, en el caso de la primera novela de Hamsun, una vuelta de tuerca al mito romántico del escritor como genio absoluto que asocia obra y existencia: debe escribir porque es su vida. Pero no come porque no escribe y no escribe porque no come: “No es un oprimido por la sociedad sino un monstruo de arrogancia intelectual”, precisa Auster. En ambos casos, se abraza el hambre (se “hace” hambre) como forma de expresión individual desesperada, negativa absoluta de concederle derechos a la necesidad externa (lo social) de un Yo que se piensa y concibe libre y absoluto, no condicionado.

Entonces me acordé de otros relatos memorables, pero ya fuera de la literatura. En Chaplin, en las películas de Carlitos, el tema del hambre y del comer o no es una constante. Su vagabundo siempre alerta suele oír los ruidos intestinales menos como sirena de alarma que como melodía conocida. En la extraordinaria obra maestra de los años veinte que es La quimera del oro (The gold rush), el hambre extrema entre los buscadores de oro en el ártico genera algunas de las mejores escenas del cine mudo: la alucinación del gordo que ve a Carlitos como un apetitoso pollo gigante y lo persigue cuchillo en mano por toda la cabaña y la filosófica comida de Carlitos de sus hervidos zapatones, con los largos cordones como indóciles spaguetti. La culminación del tema se da en la sátira feroz de Tiempos modernos (Modern Times), de 1936, plena Depresión, cuando el alienado Carlitos, tragado literalmente por los engranajes de la producción en serie, es objeto de martirio por la máquina automática de alimentar que sólo lo tortura sin dejarlo probar bocado. Después, en solidaridad con la bellísima Paulette Godard, la huérfana ladrona callejera, Carlitos elegirá la cárcel por ella, y cuando sobre el final le toque pintar un futuro venturoso para ambos, la construirá un sueño perfecto en que la vaca se arrima a la puerta de la casita para ser ordeñada y basta con sacar la mano por la ventana para servirse los frutos de los árboles...

De la referencia a Chaplin pasé a los poemas de Miguel Hernández de la época de la Guerra Civil Española –las conmovedoras “Nanas de la cebolla”, por ejemplo– en los que el hambre carece de atenuantes compensatorios y se asocia a las secuelas devastadoras del conflicto y descubrí, además, que en ciertos casos la ruptura iba más allá del orden moral convencional cuando el hambre y su necesidad traspasaban incluso tabúes ancestrales. Ahí apelé a “El hambre”, primer cuento de Misteriosa Buenos Aires, el libro de Manuel Mujica Lainez que recorre los avatares de la ciudad desde sus orígenes, y en el que la deshumanización culmina en antropofagia; y a la obra maestra absoluta de la sátira y el humor negro universales del implacable Jonathan Swift, quien enunciaba sin parpadear –en el siglo XVII– Una modesta proposición para solucionar el problema del hambre en Irlanda: que los irlandeses hambreados por el torniquete británico se comiesen a sus propios bebés, con lo que no sólo se nutrirían muy bien ellos sino que reducirían así el número de bocas competidoras...

Claro que el inventario de referencias literarias no pasaba de ser eso. Necesitaba otra cosa. Y la encontré –o creí encontrarla, una vez más– en los usos cotidianos de la lengua. Es que, según el viejo dicho popular, cuando se acoplan, se encuentran, se descubren o alían dos carenciados extremos de cualquier tipo –de capital, de afecto o de inteligencia– el sentido común suele nombrarlos, condescendiente, con la penosa dupla formada por el hambre y las ganas de comer. La pretensión sobradora es señalar la equiparación de sus carencias respectivas, como si fueran lo mismo. Pero no lo son.

Haciéndolo simple: el hambre tiene que ver con la necesidad; las ganas de comer, con el deseo. Decimos “el problema del hambre en el mundo”, no “las ganas de comer en el mundo”. El hambre nombra la urgencia imperiosa, primaria e indiscriminada de alimentarse que, si no se satisface, compromete la subsistencia y sus variables asociadas. Las ganas de comer, en cambio, se refieren al deseo, a la satisfacción de un gusto y se supone que se expresan dentro de un marco de elección posible. El hambre es indiscriminada; las ganas de comer, selectivas.

Y ahí descubrí (o no) una culposa boludez: en todos esos casos y momentos de la literatura contemporánea, el hambre –vergüenza de la sociedad contemporánea– ha sido motivo o pretexto de relato realista o simbólico, poesía desgarrada, reflexión trágica, sarcástica o grotesca. En ningún momento o coyuntura histórica, sin embargo, se ha dado con mayor claridad que hoy –patética, obscena– la aparente desaparición del hambre generalizado como cuestión universal, y –por el contrario– la vigencia mediática del frívolo tema de las ganas de comer. Nadie en los medios habla del espantoso problema del hambre. Muchos, en cambio, viven del grosero negocio construido alrededor del seudoproblema de las ganas de comer.

Quiero decir: el escándalo moral que significa la multitudinaria muerte y degradación universales por simple inanición (léase: hambre liso y llano) no parece ser un tema importante ante la imbecilidad comercialmente dirigida que medra con el despliegue, cada vez mayor, de temas como la obesidad como enfermedad preocupante y digna de obsesiva atención, y de las extremas afecciones de bulimia y anorexia como noticias recurrentes de primera plana y saturada pantalla. La sustitución, sobre todo en los medios masivos, como eje de reflexión y preocupación, de la mera necesidad de ser por el deseo de parecer es sintomática de lo peor de una sociedad corrompida por una ideología estúpida, salvaje y decadente en que la simple hambre ha sido sustituida y legitimada por sus perversas metáforas y degradaciones: la ambición sin escrúpulos, el beneficio sin límites, la competencia sin reglas.

Más groseramente, lo puse así: el día que desterremos el hambre (la necesidad) hablaremos sin pudor de las ganas de comer (el deseo). Nunca ha sido tan alevosa la manipulación. Se soslaya el problema fundamental de la nutrición básica para todos, para sustituirlo por el negocio –basado en la mala fe y el psicopateo más flagrante– de la “alimentación sana” y los supuestos valores de la buena apariencia. Lo único real y comprobable es el gigantesco negocio que se despliega a nivel universal cuando en lugar de combatir el hambre se combaten las ganas de comer.

Dicho y escrito esto, fue el momento en que –con la solidaridad de anoréxicos y bulímicos, y con el perdón de los verdaderos hambrientos– pedí permiso para vomitar.

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