CONTRATAPA

El granadero petiso

 Por Juan Sasturain

No es grave. Pero puede ser sintomático. La cosa es que sucedió. Hacía tiempo, veinte años justitos, que el Presidente, cualquiera fuese (y la verdad que fue cualquiera), al entrar cada matina a la Casa Rosada se sentía, además de emperador, forro o técnico de un equipo matemáticamente descendido, algo más que eso; el Presidente de turno o de guardia se sentía –digo– por lo menos dos cosas: bien custodiado y petiso. Quiero decirles que esto también se acabó.
Hasta ahora o hasta ayer nomás, el par de granaderos a caballo apeados para la ocasión que con sus rectos sables apoyados sobre oportunos taquitos de madera –no se puede joder la punta del acero, no se puede mellar el mosaico de la entrada protocolar– saludaban al Primer Mandatario con el ángulo obtuso de la venia geométricamente calculado en 135 grados a medir entre el índice enguantado de la derecha y el borde exterior de la ceja del mismo lado; ese par ejemplar de ejemplares del regimiento más famoso inaugurado cuando San Lorenzo era sólo un convento –ni siquiera un combate– y ni hablar de un equipo de fútbol en una patria llena de potreros pero sin una sola cancha todavía...
Quiero decir, finalmente: hasta ayer los granaderos marciales saludaban atentos al Presidente, bien dispuestos, amistosos en su rigidez respetuosa pero sin cruzarse con su mirada. Lo pasaban literalmente por arriba. Y no se busquen connotaciones de un gestuario de presunta supremacía castrense en la referencia: era exactamente así, lo pasaban por arriba porque, cual haces de rayos láser, las miradas fijas y recíprocas –pupila contra pupila encendida y sin pestañear– de los altos y enhiestos uniformados se cruzaban algunos centímetros por encima de su presidencial cabeza: la abatida de Alfonsín, la cobijada de Menem, la amenazada de De la Rúa, la insoslayable de Duhalde. Lo dicho: el Presidente al entrar a la Rosada se sentía bien custodiado y petiso.
Ya no más. Las cosas han cambiado. Cuando ayer el Presidente nuevo se cruzó tempranito con sus porteros de morrión azul y penacho rojo y espada apoyada en el consabido taquito de madera, no se sintió petiso –casi nunca le sucede– porque las miradas fijas de ambos lados lo encontraron (no es fácil) en el medio y no pasaron por encima de su despeinada cabellera: el granadero de la derecha era petiso.
Pero hay más. El Presidente –y es grave en esta coyuntura de relevo de mandos y castrenses patadas bajo la mesa– no se sintió protegido: no por la presencia del petiso en sí sino por el estado del petiso. El granadero Gómez –llamémoslo así– tenía un párpado negro y una curita a la moda presidencial en el pómulo hinchado que le entrecerraba el ojo avizor. Eso sí: pese a su estado, el machucado granadero petiso portaba un riguroso ceño fruncido que no se distendió ni siquiera ante el paso veloz y optimista, y el saludito amistoso del Primer Mandatario.
El Presidente notó la anomalía y no tardó –con la celeridad que por lo que se ve lo caracteriza– en ocuparse de lo que presumía eran las secuelas de un problema que afectaba a uno de sus simbólicos colaboradores en la nueva casa.
Contra lo que se supone, los edecanes no sólo están vivos sino que hablan. No están dibujados como parte de la escenografía montada cada vez que el Presidente se sienta en el Salón Blanco para lamentarse en público y en cadena. Y fue el edecán quien le contó la historia del granadero petiso que llamaremos Gómez y merecerá nuestro respeto.
La cosa –contó el locuaz edecán– fue al atardecer, cuando, como cada tarde, un montoncito prolijo y enfilado de granaderos cruzaba la Plaza de Mayo entre palomas y bancarios ya en retirada y público al pedo y creciente –turistas, jubilados, chicos– para la ceremonia de arriar la bandera del mástil adyacente a la estatua de Belgrano: ahí enfrente, Presidente. Y Gómez iba entre ellos. Los granaderos petisos suelen realizar estas tareas peripatéticas, marginados por estúpidas cuestiones de imagen de la custodia decorativa de la Casa.
Y Gómez iba contento además, porque esa rutinaria salida del atardecer, aunque programada y marcial, no dejaba de ser una salida al fin y la única oportunidad entre semana que tenía de encontrarse, de lejos y en mudo contacto visual, con su extrañada novia y futura prometida. Esos días de la bandera, la vistosa Delia –llamémosla así– salía un rato antes, a las seis menos cuarto, de lo de la señora, y se tomaba el subte D para llegar justo y verlo pasar apenas, tirarle un beso, alcanzarle o recibir algún papelito, carta escueta de amor. Eso era todo.
Pero esta vez para Gómez y su apretada enamorada la cita se convirtió en pesadilla. En principio había mucha gente y una vez formados ante el mástil al granadero petiso le costó, de reojo, localizarla. Y enseguida vio que algo pasaba. No por ella, más linda que nunca con el pelo suelto, las botas altas, el vaquero nevado y la campera de jean. Sino por el tipo, un grosero cazador de plaza, un lungo trajeado de anteojos negros, un nabo que la conversaba, la acosaba a sus espaldas. Gómez sintió la sonrisa forzada de su novia hacia él, tratando de disimular la situación; intuyó la disputa sorda con el langa. Pero le tocaba a él bajar la enseña patria y el minuto largo que tardó en recibir en sus manos el paño blanquiceleste fue interminable. El ruidito de la roldana en el atardecer no le impidió oír el reproche primero y el insulto después:
–Qué hacés degenerado...–se quejó Delia.
Fue todo muy rápido: Gómez giró marcialmente sobre sus talones, entregó la bandera al uniformado más cercano y dijo:
–Permiso, oficial.
Entonces el granadero petiso salió de fila, de reglamento, de todo protocolo y en pleno arrebato, mientras le tiraba dos piñas terribles, abiertas e ineficaces al sorprendido infraganti gritaba:
–Le tocaste el culo a mi novia, hijo de puta...
Rodaron por el pasto entre insultos, Gómez perdió el morrión pero sacó el sable y estaba a punto de hacer terrible justicia cuando los separaron.
El Presidente escuchaba admirado el relato del elocuente edecán. Los detalles últimos –el castigo de arresto conmutado por turnos sucesivos de guardia en la Casa y la suspensión de francos hasta nuevo aviso– no hicieron más que agigantar la figura del granadero petiso a los ojos del Primer Mandatario.
Por eso no dijo nada, pero cuando salió a la noche y Gómez todavía estaba ahí, como seguiría estando en días sucesivos, se detuvo un momento y antes de arrancar para la Plaza le hizo un levísimo gestito de idea.

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