CONTRATAPA

Yo lo vi

 Por Eva Giberti

Lo traían, arrastrándolo, sujetándolo desde las axilas. Los pies apenas rozaban el suelo, a pesar de su estatura, pero las rodillas no podían sostenerlo. Habían logrado cubrirlo con una camisa y el pantalón. La cabeza caída sobre el pecho, sin cara que me permitiera reconocerlo. Era Hernán, mi hijo. Acababan de interrumpir la sesión de tortura, sin que aquel que diera la orden “¡Traigan a Invernizzi!” se imaginara que lo habían dejado en ese estado.

El oficial no ignoraba que eso estaba sucediendo, pero el teniente coronel se descuidó. Pretendió ser gentil, aun sabiendo que ese detenido era “su” detenido y debían garantizar su vida y su estado. Por lo tanto, no ignoraba las torturas.

Cuando ese oficial me reconoció en el ingreso/admisión del Regimiento 1º de Patricios, lugar donde yo sabía que lo habían trasladado –si bien la información oficial era: “No se sabe dónde está. Seguramente fugado”– detuvo su auto. “¡Señora! ¿Qué necesita?...”, me preguntó.

Me acompañaba mi abogada, experta en haber ensayado habeas corpus de otros detenidos, quien rápidamente se presentó con nombre y apellido. Entonces el oficial nos invitó a subir a su automóvil, mientras comentaba: “Qué barbaridad, ¿cómo pudo pasarle esto a usted? Yo eduqué a mis hijos leyendo su Escuela para Padres...” No le creí. Yo sabía lo que durante décadas había escrito acerca del despotismo. Pero fue la cortesía que se le ocurrió.

Sinteticé: “Vengo a ver a mi hijo, porque yo sé que está aquí... Y le traigo ropa y productos para la higiene...”. Absolutamente segura de que allí estaba él. Cuando hayan transcurrido otros veinte años, alguien contará cómo lo supe y por qué no dudaba.

Atravesamos los jardines, llegamos a Policía Militar 101 (que tenía entrada por Cerviño) e ingresamos por un portón. El oficial, un teniente coronel, continuaba conversando con nosotras. Hasta que ingresamos a un gran patio, seco y marrón con algunos bancos contra las paredes y un par de puertas que conducían a la zona de los calabozos. Algunos conscriptos soldados caminaban en silencio y repentinamente dejaron de estar.

Allí el teniente coronel me dijo: “Ahora lo van a buscar para que usted lo vea y converse con él. Unos minutos, porque está incomunicado...”.

Me demostraba el favor que me estaba haciendo porque yo había escrito Escuela para Padres, texto reconocido por la comunidad.

Mientras nos sentábamos, mi abogada, mucho más alerta y veloz que yo, comprendió que sería preciso entretenerlo y comenzó a darle conversación acerca de temas políticos. Hasta que se abrió una puerta y yo lo vi, ingresando, llevado a rastras, en ese patio seco y marrón.

Me puse de pie e intenté abrazarlo. Inútil, se le vencían las piernas. Me senté, se arrodilló como pudo y apenas balbuceó: “Me habían dicho que estabas gravemente herida, en el hospital, que confesara antes de que te murieras...”. Y sollozó.

Un hedor a alcohol lo rodeaba. “¿Qué te están dando?”, atine a preguntar. Casi sin poder articular las palabras contestó: “Me dan vino con pastillas, no sé de qué, dicen que para que hable”.

Recién entonces, apenas separada del inverosímil abrazo de medio cuerpo puede mirarle la cara, negra por los moretones que los trompazos habían marcado.

El teniente coronel, que no esperaba esa escena, ni el brutal testimonio de la tortura, intentó acercarse, pensando que estaríamos transmitiéndonos mensajes en clave.

Con tono militar: “Señora, ya no puede permanecer más...”.

Mi abogada, que no se apartaba de él, volvió al diálogo y llego a decirle: “Pero si él no puede hablar.... La madre tiene derechos...”.

“Pero no –gritó el oficial–, ¡si está incomunicado!” Esa voz me llegó de costado, yo sólo quería escucharlo a Hernán, que me acariciaba, como podía porque no lograba levantar los brazos, para decirme “estás bien, estás bien...”.

Dos tipos aparecieron en una de las puertas del patio, uniformados de fajina: venían a buscarlo para retomar la tortura que la imprudencia del teniente coronel les había arrancado de la picana, de los culatazos con fal y de la intoxicación con drogas estimulantes y alcohol.

¿Qué me dijo y qué le dije al teniente coronel? No tiene importancia. Habíamos transcurrido, de manera insólita e imprevista, veinte minutos juntos en ese patio entre balbuceos, sangre y un cuerpo dislocado, mientras yo apretaba dentro de mi cartera un cepillo de dientes y un pan de jabón de tocador.

El teniente coronel se quedó en el interior de la Policía Militar –predio que hace años fue vendido y allí funcionan ahora una sede de Easy y de Jumbo– y nos mandó de vuelta en otro auto.

Transcurrieron muchos años. Durante ese tiempo, miles de madres podían haber imaginado esta misma escena. Todas ellas sabían qué es la tortura, todos los torturados y torturadas lo cuentan. El Nunca Más fue explícito en todos los horrores posibles.

Pero es preciso refinar los testimonios porque los medios publican de la Causa ESMA, la Causa La Perla, narran cómo las mujeres parieron sus hijos en cautiverio esposadas a una camilla, describen los Vuelos de la Muerte en la esfera pública y aprenden quienes quieren aprender. Los que no precisan recordar y los que recuerdan forman parte de ese universo de “aquellos años”, que algunos –cómplices actualmente conocidos– pretenden se inscriban en la reconciliación. O bien nos dicen que los derechos humanos son muchos y que no hay razón para ocuparse específicamente de lo ocurrido durante el terrorismo de Estado porque esos recuerdos fracturan a la comunidad y sumergirlos es lo prudente. Negándose a reconocer el conflicto de valores que este gobierno instituyó como presencia ética e insoslayable, como una lógica dominante en la historia de los derechos humanos.

Por eso el testimonio de lo que se presenció busca rescatar una escena paradojal donde alguien vio lo que no debía ver, mientras otros hacían lo que no debían hacer y otro en representación pretendidamente cordial buscaba insertar la excepción para ser evaluado como uno de los que se considerarían más tarde derechos y humanos.

La perversidad del modelo que generó la paradoja siniestra (un oficial fingiendo ser cordial con la madre de un detenido y errando en su cálculo al mostrar lo que no debía ser conocido) sirve para anticipar que lo que vino después ya formaba parte de la organización mental de quienes luego diseñaron La Perla, la ESMA, la Cacha y todo lo demás.

Porque, a Hernán, yo lo vi en septiembre de 1973, en el embrión del terrorismo de Estado.

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