CONTRATAPA

Adictos a lo no dicho

 Por Sandra Russo

La palabra adicción lo dice todo. En su interior late, precisamente, aquello que no se dice. Adicción es la falta de palabra, y aquellos –casi todos, más o menos, en algún momento de nuestras vidas– que padecieron alguna adicción saben que, si se puede salir de ellas, es porque, seguramente con ayuda, se pudo acceder a la instancia en la que eso que estaba mudo, habló. La adicción a las drogas legales o ilegales siempre delata un dolor. Un dolor por lo que encubre, por lo que disfraza o disimula. Las adicciones –a las drogas, a una persona, al trabajo, a la comida, al shopping, al juego– tapan algo impronunciable. Las adicciones cubren vacíos y ponen sobre la mesa una verdad que los que han gambeteado ése o cualquier otro vicio no quieren escuchar, porque aunque se sea una intachable madre de familia o un impecable corredor de bolsa, esa verdad nos roe a todos: la vida cuesta. Afuera de las propagandas de galletitas o de las teleseries de amor, la vida duele. En este sentido, los adictos de cualquier especie funcionan como los locos de una familia. Son espejos en los que nadie quiere verse. Recuerdan, a los cuerdos, que la locura les camina al lado.
Esta semana despertó polémica la iniciativa de algunos jueces y ex jueces para despenalizar la tenencia de drogas para consumo personal. Esa iniciativa provocó escozor en una sociedad férreamente adicta a lo no dicho. En ese marco, la figura del consumidor social u ocasional de drogas es incómoda. Esa sociedad preferiría que nadie fuera consumidor social u ocasional de drogas, porque si las drogas no llevan, por definición o inevitablemente, a las adicciones, abren una puerta que esa sociedad repele con fuerzas sobrehumanas. La del placer.
Más allá de los convincentes argumentos jurídicos de ese grupo de especialistas en Derecho, más allá de que en esa polémica se menee todo el tiempo el personaje del “pibe que es encontrado con un porro en el bolsillo”, el tema –que involucra a miles y miles de adultos responsables de sus actos– es urticante porque desnuda una de esas realidades que siempre se ha preferido mantener en silencio: hay muchísimos consumidores sociales u ocasionales de drogas que no le hacen mal a nadie, y que ni siquiera se hacen mal a sí mismos. Todo lo contrario, experimentan momentos placenteros, y para colmo no pagan ese placer con el sufrimiento que deviene de una adicción. El placer que no se paga es uno de los tabúes más fuertes que nos dominan. Después del placer está ordenado el escarmiento.
Hasta parir, que es uno de los verbos más sacralizados, está asociado con dolor. El mandamiento de parir con dolor cumple el mandato de pagar el presunto disfrute sexual que dio lugar al embarazo. Las organizaciones “provida”, que en estos días siguen intentando por todos los medios detener el Programa de Salud Reproductiva y que han hecho de la patria potestad sobre las adolescentes su caballito de batalla, en realidad se espantan ante la posibilidad de que el Estado facilite a las chicas el sexo seguro, que es el único sexo placentero. Saben perfectamente que aun sin métodos anticonceptivos las chicas ejercerán su sexualidad, como lo han hecho siempre en todas las épocas. Pero, ¿cómo ejercer control sobre el placer allí donde desaparezcan los fantasmas? ¿Cómo hacer para que al placer sexual siga imponiéndosele el miedo? Las miles de mujeres que mueren anualmente por abortos mal hechos y las miles de adolescentes madres son, en realidad, para esa sociedad adicta a lo no dicho, tan funcionales y útiles como los muertos por sobredosis. Esas tragedias indican que las drogas y el sexo son peligrosos, y que todo placer implica riesgos lo suficientemente intolerables como para tolerar la abstinencia de placer.
Entrelazando una cosa con la otra –el placer sexual femenino y el consumo ocasional de drogas livianas–, leí hace un tiempo el libro de la periodista científica norteamericana Natalie Angier Mujer, una geografía íntima. En el capítulo dedicado al clítoris, Angier –ganadora del Premio Pulitzer– analiza la naturaleza ingobernable de ese órgano femenino dedicado exclusivamente al placer. Las mujeres sabrán de lo que hablo: el clítoris, ese reino minúsculo y majestuoso que alberga 8000 terminales nerviosas, no obedece órdenes. Jamás sabremos cuándo habrá de funcionar como un motor casi autónomo o cuándo nos dejará sin combustible a la mitad de camino. Angier observa que el clítoris no entabla relación con la voluntad ni el intelecto, sino con el “verdadero” estado de ánimo de sus dueñas, convirtiendo al orgasmo femenino en una fiesta esquiva. En mujeres anorgásmicas, Angier afirma que es recomendable el uso de ciertas drogas, por ejemplo la marihuana. “Puede ser un buen mentor sexual y un electricista sublime, que lleve las luces de Broadway a mujeres que han pasado años en frígida penumbra. Todas las mujeres de mi familia aprendieron a llegar al clímax fumando marihuana –mi madre, cuando ya pasaba los cuarenta años y tenía cuatro hijos–. Sin embargo, nunca he visto la anorgasmia en la lista de indicaciones de la marihuana para uso médico. Por el contrario, se nos dice que algunas mujeres no necesitan tener orgasmos para que su vida sexual sea satisfactoria, un argumento tan convincente como decir que a mucha gente que no tiene casa le gusta vivir en la calle.”
Desde que lo leí me pareció una provocación fenomenal: juntar el disfrute del porro con el del polvo. ¿Provocación a qué? Nada menos que al aparato de poder y de control que ha invadido desde hace siglos los resortes más íntimos de cada uno, desconectándonos de nuestros núcleos. ¿Y provocación para qué? Bueno, para ser más libres.

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