CONTRATAPA

Los tres hombres de Kate

Por Maruja Torres *

A Katharine Hepburn le gustaban los hombres atormentados y difíciles. Y así los tuvo, excepto el primero, Ludlow Stevens, que era fácil y amigo de su familia, el único con quien se casó, aunque por breve tiempo. Ya estaba divorciada cuando conoció, en 1935, a uno de los ejemplares masculinos más caprichosos de Estados Unidos y, posiblemente, del planeta: el magnate y aventurero Howard Hughes, que por aquel entonces estaba revolucionando el mundo de la aviación, y que décadas más tarde, en 1974, moriría solo, aislado, víctima de la paranoia, desaseado y con las uñas tan largas como para arañar, desde su último refugio, la frontera con Canadá.
Se conocieron gracias a los tenaces intentos de Cary Grant, amigo de ambos, y fue en el transcurso de un almuerzo en la hierba que Hepburn sirvió en el césped, “mientras su doncella sacaba las tazas y los platillos de porcelana necesarios para un té con todas las de la ley”. Según Peter Brown y Pat Broeske narran en su biografía del millonario (La historia secreta de Howard Hughes), la llegada de H. H. al almuerzo, en medio del rodaje de La última aventura de Silvia, resultó espectacular: aterrizó a pocos metros del mantel, piloteando su refulgente Boeing Scout.
Su idilio duró cuatro años, con altibajos. Sobre todo, con altura. La arrogante y arriesgada Hepburn, hija de una buena, ilustrada y algo pedante familia de Connecticut (su padre, una eminencia en urología; su madre, una sufragista de fuste), se volvió loca por aquel larguirucho que, al igual que ella (no hay como haber nacido rico), desdeñaba el lujo y carecía de un traje de fiesta. Pero diseñaba aviones y los piloteaba, y a menudo la llevaba con él a probar sus prototipos, en una época en que ser aviador era bastante más arriesgado que ejercer de torero.
Del combustible de la aventura se alimentó el amor entre Kate y Howard, y falleció debido a las infidelidades de él y a que ella, en aquel tiempo, acababa de ser proclamada “veneno para la taquilla” por la necedad de los productores. “Si no me estuviera partiendo de la risa, tal vez me echase a llorar”, parece que comentó Hepburn cuando le comunicaron el veredicto de la industria. Sabía que tenía por delante una larga estela de éxitos, y que tenía que trabajársela.
Pero estaba claro que, amorosamente, le iba la marcha. Su siguiente amor importante fue el inmenso director de cine norteamericano, de origen irlandés, John Ford, un maníaco-depresivo que cada día bebía como si celebrara la fiesta de San Patricio y que estaba casado con una verdadera arpía que se las había arreglado para infundirle inseguridad y culpa católica a partes iguales. Tuvieron una relación intensa y clandestina, que Ford no se atrevió a convertir en matrimonio, aunque al final de su vida lo lamentó.
Ya era tarde. Por entonces, Katharine Hepburn estaba entregada en cuerpo y alma, tanto que incluso perdió grandes oportunidades profesionales, al cuidado de su último y definitivo amante, el actor Spencer Tracy, todo un mito de Hollywood. Tracy era como un calco de Ford, pero se daba menos alegrías. Era putañero y bebedor hasta el desvanecimiento, pero además era igual de paranoico que Hughes y, como tenía un hijo disminuido mental, también se culpaba de ello, pues quizá le había transmitido alguna enfermedad venérea a causa de su afición a frecuentar burdeles, o tal vez todo fuera culpa del alcohol... Suficiente tormento como para enamorar a la masoquista latente que había en Hepburn, y a quien los antecedentes de sufragismo por vía femenina de su familia, y de suicidios depresivos por vía masculina, habían convertido en una complicada mujer.
De hecho, en su vida le pasaba lo mismo que en su carrera. Después de haber sido la inteligente y recia Jo de la primera versión de Mujercitas, y la sofisticada niña rica que imponía su voluntad en La fiera de mi niña, Kate empezó a parecerse a las heroínas que interpretó varias veces junto asu amado Spencer Tracy: la mujer independiente que al final ocupa el lugar que le corresponde. Es decir, un par de peldaños más abajo que el hombre cuya vida comparte. En este sentido, La mujer del año es una película completamente reveladora.
Spencer Tracy nunca se casó con ella, ni se lo pidió. Muchos años después, en sus memorias, Katharine Hepburn confesó que nunca había sabido los verdaderos sentimientos que experimentó hacia ella el hombre con el que estuvo involucrada durante casi treinta años, y a quien dio más de lo que recibió, aunque eso no parece importarle.

* Escritora y periodista española. De El País. Especial para Página/12.

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