CONTRATAPA

El amigo Julio

 Por Mempo Giardinelli

Desde Final de juego y Bestiario hasta 62/Modelo para armar, que leo a la par de Rayuela durante el servicio militar, mi juventud está dominada por la literatura de Julio Cortázar. Lo imito, lo contrarío, lo reescribo, lo desdeño, me propongo superarlo, me rindo ante su maestría y todo sin saber que en cada texto me está dando cátedra.

Mi primer encuentro con él se produce en Chile en algún mes de 1970 o 71. Creo que es septiembre del ’70, cuando Salvador Allende asume la presidencia. O quizá meses más tarde, cuando la visita de Fidel Castro a Chile. Lo cierto es que hay en Santiago un clima de fiesta latinoamericana y el joven periodista que soy tiene la suerte de ser enviado a cubrir el acontecimiento para un conocido semanario porteño: la revista Siete Días.

Me alojo en un hotel cuyo nombre no recuerdo, cerca del Palacio de La Moneda, y la primera noche, en el ascensor que me lleva al restaurante me topo, en el octavo piso, con Julio Cortázar en persona.

Es joven y alto, de larga barba y cabellera negras, y viste una guayabera crema que le cae como una túnica de la que asoman, abajo, los pantalones negros y unos enormes zapatos de suela Gomicuer. Me abatato por completo, según decimos acá, pero como por unos pocos segundos estamos solos él, yo y el fotógrafo que me acompaña, le pido entrevistarlo en algún momento, quizá mañana a la mañana después del desayuno.

Cortázar impide que el fotógrafo disponga su equipo y pregunta de qué medio somos. Se lo digo y me responde que no, que lo siente pero no piensa hablar con ningún hebdomadario argentino porque todos son colaboracionistas con el gobierno militar. En eso se abren las puertas y él sale primero, sin saludar y dejándonos petrificados. Y yo sin saber qué quiso decirnos, lo cual dilucido un rato después, cuando pregunto a colegas veteranos y me explican que “hebdomadario” es una palabra francesa que significa revista semanal.

Los días subsiguientes, cada vez que nos vemos, Cortázar me elude. Veo con dolor cómo concede entrevistas a colegas de otros medios, incluso argentinos, y al final de la semana, cuando debemos partir de regreso, le escribo una carta que deslizo bajo la puerta de su habitación. Allí le digo, adolorida y simplemente, que lo he admirado toda mi corta vida pero ahora me ha decepcionado por ese costado prejuicioso que mostró en el elevador. Soy sólo un joven escritor que se gana la vida como periodista y sin dudas seguiré siendo su devoto lector, pero no puedo dejar de advertirle que el medio que me ha enviado no es gubernamental ni responde a la dictadura argentina, y mucho menos los que allí trabajamos merecemos ser condenados ligeramente y en conjunto como “colaboracionistas”.

Un mes después, por correo aéreo ordinario, me llega una carta de él desde París, en la que me pide disculpas por su prejuicio y me ruega que lo comprenda: no quería que palabra alguna por él pronunciada en Chile pudiese ser funcional al régimen militar argentino, y por eso su fuerte decisión, la cual, por supuesto, no debo tomar como algo personal. Me propone, incluso, que lo llame y lo visite cuando pase por París, y se despide amistosamente.

No volvemos a coincidir sino hasta 1977, en la plaza de Coyoacán. Ha venido a México y ofrece un diálogo público, y en medio de la multitud que lo rodea logro acercarme a saludarlo. Me identifico y él sonríe y me dice que lo busque después, que es consciente de que me debe una entrevista. La que sin embargo no se produce jamás.

En 1982 y en la Universidad de Oklahoma, en Stillwater, pronuncio una conferencia que es en realidad un cuento en el que imagino un encuentro con Morelli. Se lo envío a París a la vieja dirección, pero no sé si le llega; él no responde y yo después me entero de que por esos años se ha separado de su mujer lituana, Ugné Karvelis –a la que conoceré años después–, y se ha enamorado de una joven escritora norteamericana: Carol Dunlop.

Sólo responde, podría decirse, el 14 de febrero de 1984. Estoy en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México ante un público numeroso que asiste a la presentación de mi novela Luna Caliente, con la que he recibido meses antes el Premio Nacional de Novela del año anterior. Me acompañan Juan Rulfo, Noé Jitrik y Agustín Monsreal. Al inicio mismo del acto toma el micrófono Juanito y, con un temblor emocionado en su voz pastosa, como jamás antes le he escuchado, dice: “Me acaban de informar que ha muerto Julio Cortázar en París”. Y se pone de pie e inicia un largo aplauso que todos en la sala, sorprendidos, conmovidos y llorosos, prolongamos durante varios minutos.

Casi veinte años después, en París, con mi mujer nos extraviamos buscando su tumba en el cementerio de Montparnasse. Bajo una lluvia implacable, ella deja su sombrerito negro sobre el mármol de la lápida tallada, mientras yo evoco todo esto como si fuera un sueño y pienso cuánto me hubiese gustado ser su amigo.

En 2014, ahora que se cumplen 30 años de su partida y puesto que esta contratapa es casi un espacio íntimo, sirva este texto como modesto homenaje al Maestro.

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