CONTRATAPA

Villancicos

 Por Rodrigo Fresán

UNO Se supo, se confirmó lo que todos sospechábamos: los villancicos hacen mal. Los villancicos te vuelven loco. Al menos así lo decidió el sindicato alemán de vendedores de tiendas que días atrás exigió a los dueños de los grandes almacenes de Berlín que les dieran quince minutos extra de descanso a los vendedores –algunos, más prácticos, reclaman directamente un aumento de sueldo– para así compensar y reponerse de la “crueldad mental” que significa trabajar ocho horas al día escuchando ininterrumpidamente esas vocecitas de ardillas anfetamínicas y esas campanitas resonando sin cesar. El género musical en cuestión fue etiquetado por los demandantes como de “factor añadido de stress” que “anula toda la alegría de la Navidad” a los trabajadores y que provoca “dolores de cabeza, mareos, transtornos del sueño y náuseas entre otras molestias”. Semejante oficialización de un evidente espanto que venimos sufriendo desde el principio de nuestros días –esos niños desafinados, esas mujeres terribles que los dirigen con dramáticos movimientos de brazos– no es más que un tibio consuelo, una justicia poética, una inofensiva recompensa. Porque los villancicos seguirán sonando y nosotros seguiremos pensando que el Scrooge de A Christmas Carol de Charles Dickens –según G. K. Chesterton el inventor de la Navidad moderna tal y como la conocemos– era muchísimo más interesante como personaje cuando era antipático, antes de reblandecerse al descubrir la magia de esta época donde se nos obliga a pensar una y otra vez en la felicidad y en las felicidades.

DOS Porque la cosa es complicada desde el vamos. Desde los últimos días de noviembre, cuando las vidrieras de los negocios son las primeras en sucumbir a una histeria que pronto padeceremos todos y cada uno de nosotros. Camino hacia esa mágica semana trágica que se abre con la celebración de una fiesta religiosa e imprecisa (el nacimiento de un mesías –que, hasta sus propagandistas lo admiten, nació en marzo– erigida sobre los oscuros terrenos de una fiesta pagana) y culmina en el descorche serial de una fiesta supersticiosa cuyas doce campanadas repican sobre la inasible sombra de una abstracción temporal. Una semana rara donde, sí, nadie es el que era y donde todos queremos sentirnos un poco más o menos como James Stewart en ¡Qué bello es vivir!: posiblemente la película más triste y feliz con el final más feliz y más triste en toda la historia del cine. Porque así es la Navidad: ciclotímica, inquieta, hormonal y por siempre adolescente. Si la Navidad fuera una de las edades del hombre, sería –a no dudarlo, coherentemente– la Edad del Pavo. El pavo que a veces comemos, que a veces no comemos (como los soldados norteamericanos en Irak, que apenas pudieron oler el ave preparada à la se mira y no se toca con que se fotografió Bush en su papanoelesco viaje relámpago desde el Norte de Todas las Cosas) y el pavo que –siempre– acaba comiéndonos a nosotros.
TRES Lo más terrible de la Navidad & Co. no es la obligación de reunirnos con gente a la que optamos por no ver el resto del año; tampoco la demencial crecida de nuestro presupuesto en nombre de unas noches largas. No, lo terrible de la Navidad es que no sólo nos obliga a repasar una y otra vez nuestra idea de la felicidad (en la que pensamos de reojo durante once meses y tres semanas) sino que, además, la pluraliza. Eso de, ya saben, ah, “Felicidades”. De pronto es como si no bastara –no fuera suficiente– con la inalcanzable y singular y esquiva felicidad. Ahora, además, se impone la idea de varias felicidades, de muchas formas de alegría, del gozo automático y reflejo. La sonrisa como mueca. Y no es por aguarle la fiesta a nadie, pero siempre me resultó curioso el hecho de que Dios le hubiera dado vida y nombre a todos los seres vivos, pero que de toda la Creación –si dejamos de lado lo que sucede en las películas de Walt Disney– sea el hombre el único que festeje desesperadamente estas fechas misteriosas y que se enferme de tanto escuchar villancicos.

CUATRO Escribo esto mientras se intenta conformar un gobierno de izquierdas en Cataluña por primera vez en casi un cuarto de siglo; mientras se intenta redactar la cada vez más compleja Constitución europea; mientras los periódicos de Europa se refieren a la “recuperación argentina”; mientras se desean tantas cosas y se cumplen tan pocas. Insisto, que se entienda: no escribo esto para tachar la ilusión de nadie. Después de todo es mucho más lícito y redituable creer en Papá Noel durante una noche que creer en un presidente durante cuatro años (o lo que vaya a durar) o en un Creador que (todo parece indicarlo) salió a almorzar y no volvió nunca. Pero algo de raro tiene que haber en el hecho de que entre tanta felicidad y felicidades se tomen las decisiones más desesperadas, se caiga en los ridículos más profundos y aumenten vertiginosamente los porcentajes de suicidios. Hasta ahora, claro –invoco otra vez el navideño espíritu de la ya mencionada película de Frank Capra–, se tendía a pensar que la súbita necesidad de quitarse la vida en estas fechas tenía que ver con la también súbita conciencia de que la felicidad y las felicidades eran algo inalcanzable, algo que no habían colgado en el arbolito y, por lo tanto, algo había que colgar y, hey, me voy a colgar yo. Ahora, por suerte, alcanzamos el descubrimiento y la certeza de que todo eso es culpa de los villancicos. De su acción ejemplar y repetitiva y demoledora. Un loop que nos hunde –mientras emprendemos el terrible ascenso de diciembre– en la más superficial y permitida de las locuras y nos induce a conductas aberrantes como las de comer cantidades imposibles de digerir de alimentos megacalóricos en climas cálidos o de salir a cantar a las calles con varios grados bajo cero y varios centímetros de nieve. Y lo peor de todo: entre la resaca del 24 y la reválida del 31 se alzan –negros y rojos en el almanaque de nuestro festivo espanto– esos siete días terribles donde nuestra cabeza se llena del muzak de promesas celestiales. Pero por suerte dura poco y enseguida, frente a nosotros, vuelve a resplandecer la singular felicidad de todo un año para no cumplirlas, para olvidarlas, para festejar que se acabaron los villancicos.

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