CONTRATAPA

Un hijo de su tiempo

 Por Susana Viau

Tal vez Kinshasa no vuelva a reunir nunca en tan pocos metros cuadrados semejante grupo humano: George Foreman, el retador Muhammad Alí, Joe Frazier en el ringside, el joven Don King en la organización del espectáculo, Archie Moore en el rincón de Foreman, Angelo Dundee en el del hombre que aspira a recuperar la corona que le han quitado por negarse a ir a Vietnam, una empresa mucho menos honrosa que las que lo llevaron a ser el número uno de los pesados, el número uno a secas. La noche del 30 de octubre de 1974, cuando la historia empieza a darle la razón y el ejército americano empaca sus pertrechos, las apuestas se cuentan 3 a 1 a la mano de Foreman, 25 años, 9 menos que el desafiante. Contra las predicciones, el favorito cae por K.O., atontado, la cara tumefacta, en el octavo round de la pelea a 15, aunque estaba claro que Foreman había empezado a perder mucho antes, la primera de las veces en que su corpachón quedó desmadejado, como un muñeco de trapo, entre las cuerdas.
Alí había combatido con Foreman como lo hace un hombre con un niño: lo dejaba castigar a gusto los brazos y los flancos mientras él se cubría, lo tomaba de la cabeza y lo empujaba lejos con suavidad, piadosamente. Muy de tanto en tanto, el Varishnikov de los cuadriláteros volvía a bailotear, sacaba un golpe fulminante a la cabeza y al rostro de Foreman poniendo las cosas en su lugar, marcando quién era el rey allí arriba. Frazier observó todo desde la platea. Igual, hechizado, sometido a la fatalidad, al año siguiente, el 30 de setiembre del ‘75, en Filipinas, repitió paso a paso la estrategia de impotencia de Foreman. Alí había desarrollado con puntillosidad la suya, la que sólo puede llevar adelante un tipo convencido de su supremacía. No había tirado golpes inútiles al cuerpo de Foreman y tampoco los hubo sobre el de Frazier: todos a la cabeza, de a uno o en vendaval. Frazier alcanzó a escuchar la campana del asalto 15 pero ya estaba destruido, sangraba, las cejas se abultaban en la misma proporción en que se le achicaban los ojos, su hermoso rostro era irreconocible y el árbitro dio por terminado el combate. El regreso de Alí había reducido a Foreman y Frazier al tamaño de un bravucón callejero.
Estos meses, la revista dominical de un gran periódico europeo lo fotografió en guardia frente a la bolsa de arena, con una sonrisa involuntaria en la boca; después, un canal de cable emitió sus dos grandes momentos. Los comentaristas deportivos y los escritores lo han explicado todo: la inteligencia guiando a la fuerza, la gracia natural de sus movimientos, la voluntad de vencer. De cualquier modo, ¿qué cosa irrepetible tiene este Muhammad Alí que pone en presente continuo lo que ocurrió hace treinta años? Se sabe que en el boxeo hay un costado bestial, el que derrochaban en esas embestidas de elefante Lovell (el hijo del otro Lovell, el que por pegar terminó pegando a los presos en la comisaría octava, la “especial”) y Corletti y también un ángulo dramático y lumpen que Martin Scorsese reflejó en la historia de Jake La Motta, en blanco y negro porque, dijo, la televisión y el cine de su niñez le habían hecho creer que los pantalones y los guantes eran así, blancos y negros. Pobreza, promiscuidad, rubias platinadas, alcohol, pendencias, excesos, la de los boxeadores (lo mostró Robert Wise con el Rocky Graziano que encarnó Paul Newman en Somebody up There Likes Me) es casi siempre una batalla contra la adversidad y en ella la mayoría –dicho sea en el lenguaje ocasionalmente feliz de los relatores– besa la lona. Alí ubicó la suya un punto más arriba: fue la lucha contra el destino. El relato de ese hombre magnífico que hizo de su superioridad moral el arma más poderosa contenía los atributos de la épica; él no estaba hecho de la pasta del boxeador sino de la del héroe. La vida le puso delante una oportunidad y Muhammad Alí, Cassius Clay como se empecinan en seguir llamándolo algunos, el coloso rígido, el grande a quien el Parkinson ha convertido en su propia estatua, se sirvió de ella para ser ni más ni menos que lo mejor: un hijo de su tiempo.

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