CONTRATAPA

¡Y encima poco democráticos!

Por José Nun

En los últimos años, algunos medios de comunicación destacan periódicamente que, puestos a elegir, casi la mitad de los argentinos y, más en general, de los latinoamericanos, optan por el desarrollo económico y no por la democracia. Peor aun: prefieren un gobierno autoritario si éste les asegura el bienestar (ver, por ejemplo, Clarín, 7/12/03 y 21/4/04). Casi siempre, los datos provienen de estudios realizados por organismos serios y descuento que con las mejores intenciones. Pero, una vez más, opera la ley de las consecuencias no queridas de la acción social. Ocurre que los “no democráticos” tienden a provenir con mayor frecuencia de los sectores de menores ingresos, educación y perspectivas de movilidad, con lo cual (y contra lo que seguramente hubieran deseado sus autores) esos resultados alimentan los prejuicios de la “gente decente” acerca del “pobrerío” y fortalecen a quienes explotan sus miedos para promover políticas represivas. Si no, ya ve, cualquier día nos encontramos otra vez con un dictador demagogo y populista seguido ciegamente por las masas y quién sabe adónde vamos a parar.
Por eso me interesa cuestionar el valor científico de esos hallazgos. A menudo (y es aquí el caso), las encuestas de opinión operan con una teoría idealista del lenguaje según la cual las palabras tienen idéntico significado para todo hablante racional. De ahí que le formulen la misma pregunta a miles de personas de edad, educación, ocupación y recursos muy desiguales tanto en Argentina como en países de América latina que son bastante distintos entre sí. Después sumen los datos como si éstos constituyeran respuestas homogéneas a estímulos unívocos. Se supone que todos (villeros, doctores, argentinos, hondureños, etcétera) entienden lo mismo cuando se les habla de democracia, desarrollo económico o autoritarismo.
(Aclaro que no se trata de un problema inherente al método de encuestas porque existen diversos y sofisticados procedimientos que permiten controlar el sentido de las informaciones que se obtienen. Sin embargo, el equívoco es inescapable cuando simplemente se adiciona el conjunto de las contestaciones a preguntas aisladas, como sucede en las instancias que menciono y, habitualmente, con la mayoría de los datos de encuestas que difunden los medios. En lenguaje más técnico, la cuestión se suscita cuando sólo se comunican las distribuciones de frecuencia de las respuestas a una o varias preguntas individuales no sometidas a otros análisis.)
Pero si ya esto vuelve muy discutibles las conclusiones empíricas a las que presuntamente se llega, hay una distorsión específica que se superpone a la anterior: el significado que le atribuyen esas encuestas a la palabra democracia cuando la emplean en sus cuestionarios. Invariablemente dan por supuesto que será entendida por los entrevistados de acuerdo a su uso más difundido. Para no complicar el argumento, dejemos de lado mi crítica anterior –que, desde luego, mantengo– y consideremos válida tal conjetura. Pero, ¿cuál es entonces ese uso más difundido? Le ruego al lector que se detenga por un momento y responda por sí mismo a esta pregunta. Estoy seguro de que dirá que las interpretaciones corrientes de la democracia tienen que ver, en el mejor de los casos, con el derecho a elegir y a ser elegido; con la celebración de elecciones periódicas, libres y limpias para cubrir los principales cargos públicos; y con el respeto a la constitución y a la ley. Tal vez algunos agreguen la existencia de partidos políticos y la división de poderes pero poco más.
Sólo que si esto es así, democracia y buen gobierno no son la misma cosa. A esta altura de la historia, la democracia concebida en esta forma es una condición necesaria pero no suficiente para que haya buen gobierno: hace falta también que estén asegurados los derechos humanos, el desarrollo económico y la justicia social. (No es casual que, cualquiera sea el vocabulario que empleen y la manera en que definan tales componentes, aun los políticos de derecha prometan hoy durante sus campañas que van a garantizar el cumplimiento de estos objetivos. Que uno les crea o no, es harina de otro costal).
Con lo que llego a la falacia que quiero subrayar. Los estudios a los cuales me refiero no le preguntan a los entrevistados qué prefieren, si un buen gobierno (defensor de los derechos humanos, del desarrollo económico y de la justicia social) que sea democrático o un buen gobierno que sea autoritario. En este caso sí, se estaría extrayendo un elemento de la definición de buen gobierno para examinarlo más de cerca y verificar si la mayoría de los encuestados tiene o no una conciencia más o menos clara de su importancia. En cambio, se pretende que opten entre los componentes propios de un buen gobierno y los resultados que se logran son casi obvios o, peor, dicen poco y nada. Para ponerlo en términos gruesos, ¿por qué tendría la gente que decidir entre poder votar y poder comer? Hasta Don Perogrullo imaginaría que los que comen bien se inclinarán más que los que comen mal por poder votar.
Como doy por cierta la buena fe con la que han sido realizados la mayor parte de los estudios, quiero avanzar en una hipótesis: confunden democracia y buen gobierno, como hacía Alfonsín cuando sostenía que con la democracia se come, se cura y se educa sin advertir que estaba mezclando niveles y que, en todo caso, sucede a la inversa, esto es, que las necesidades básicas satisfechas son la precondición de una democracia de ciudadanos plenos. Lo curioso es que esos estudios no perciban que la propia definición de sentido común del término democracia con que operan en sus encuestas no la hacen asimilable en sí misma al buen gobierno.
Ya es hora de que, después de todo lo sufrido en los últimos veinte años, nos demos cuenta de algo que debió ser evidente desde el principio. En la década del 80, lo que comenzó a jugarse en América latina no fue meramente la transición desde el autoritarismo hacia la democracia sino hacia el buen gobierno. A sabiendas o no, limitarse a aceptar lo primero ha implicado aceptar también dos cosas: una, la importación acrítica de conceptos producidos en países capitalistas avanzados cuyas tradiciones y estadios de desarrollo poco tienen que ver con los nuestros; y otra no menos grave, la falsa separación entre la política y la economía que con tanta furia y provecho defienden los neoliberales del lugar. Por desgracia, abundan los sociólogos y politólogos que, queriéndolo o no, han contribuido a perpetuar la confusión, con las consecuencias que están a la vista.

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