CONTRATAPA

De la vanguardia a la prehistoria

Por José Pablo Feinmann

Durante algunos años (hace tiempo) se decía algo impecable en esta Buenos Aires del psicoanálisis. Era un modo de ayudar a algunos congéneres desesperados. Se solía decir: cuando uno está muy mal, cuando la desesperación lo agarró fuertemente, no tiene que perder las esperanzas. Cuanto más pronto uno se hunda, más pronto llegará al “fondo del pozo”. Una vez ahí podrá pisar suelo firmar y pegar el salto hacia la superficie. Era una esperanza. El pozo tenía un fondo. Uno se hundía, pero en busca de un piso. El infierno tenía un límite, el dolor lo tenía. Apretar los dientes, aguantar, llegar al piso (caer lo más bajo posible) y ahí estaba la solución. Ese piso permitía el salto a la superficie. O el inicio del retorno.
Se acabó. La certeza actual es otra: el pozo no tiene piso. No hay “fondo del pozo”. El pozo es infinito. Como es infinita la degradación de la condición humana. En Sumatra, en Tailandia se roban a los niños sobrevivientes del desastre para venderlos a la mafia de la prostitución infantil. La paidofilia es una característica esencial de la catástrofe civilizatoria que atravesamos. No ejercen ese negocio solamente quienes se roban niñitos que dejó el tsunami y los venden a viejos millonarios o a mafias de los países desarrollados. No: todo este universo vive consagrado a la exaltación de “lo joven”. Lo “joven” es lo “nuevo”. Lo joven es lo que atrae, lo que excita, lo que despierta las pulsiones libidinosas de un mundo cada vez más adormecido. Hay lolitas y hay lolitos. Ya no hay casi infancia, ni hay adolescencia. Una piba de catorce años puede ser cover girl de cualquier revista y reventarle la cabeza a la gilada poniendo cara de mujer fatal. De las lolitas de los desfiles de modas y las tapas de los magazines onanistas al negocio de la prostitución infantil hay un paso. O ni siquiera eso: son facetas de un mismo negocio.
Entre las ruinas que dejó el tsunami, las hienas buscan niños huérfanos. No se trata de una tarea de rescate. De una búsqueda humanitaria. Los buscan para prostituirlos. Los prostituyen porque hay un mercado que los reclama. Tan culpable es el mercado de consumo como los vampiros de la recolección. De la producción de materias primas. Nadie estaría rastreando niños entre los restos del tsunami si no hubiera un mercado que reclama niños, si no hubiera seres humanos que los ultrajan sexualmente, gozando en medio de la perversión, o gozando precisamente por ella, por la perversión, ya que ahí encuentran el goce.
El tsunami argentino también fue despiadado. Creo que fui a Cemento a mediados de los ochenta. Nos había invitado un joven que a mi mujer y a mí nos importaba mucho, porque era mucho lo que lo queríamos y nos importaba. Era (es) su hijo, era (es) –por consiguiente– el mío. Fue una experiencia fuerte y positiva. Estaba la “Organización negra”. Alguien me había dicho: “No te la pierdas. Es el modo en que los pibes están elaborando el horror de la dictadura”. A mí, en principio, me pareció muy semejante al tren fantasma de mi infancia. Todos los pibes corrían asustados por los de la “Organización”, que andaban con sopletes y echaban chispas alegres y temibles. De pronto, me empujan, caigo sobre unas cajas y en las cajas hay talco, mucho talco. (En serio, era talco.) Me levanto blanco pero divertido. Qué locos, che. Ni intento sacudirme, sacarme el talco, para qué, todo es muy divertido. Es la vanguardia de los ochenta. Hay tipos valiosos. Pibes llenos de talento. Está Batato. Hay varios de los mejores escritores todavía jóvenes de hoy. Nos fuimos bien, esa noche, con mi mujer. Lindo lugar, ¿no? El Di Tella de los ochenta. Pero más divertido, claro.
En menos de dos décadas (en bastante menos que eso), Cemento se desliza de la vanguardia a la prehistoria: se transforma en República Cromañón. Los pibes que ahora van son los expulsados por el sistema de –precisamente–exclusión que empezó a implementarse a fines de los ochenta. Este sistema no puede integrarlos. Los expulsa. Los escupe. No les da trabajo. No les da educación. Los abandona en la calle. Ahí los deja, tirados. Los pibes se aturden y participan de un ejercicio semimístico en el que sienten que algo comparten.
No hace mucho escribí una nota de alarma. Se llamaba “Fiesta”. Cito un párrafo: “Buenos Aires, a tres años de las borrascas de diciembre del 2001, es una fiesta. ‘¡La ciudad es un infierno!’, suele escucharse. Todo es excesivo. Ver comer a los porteño-turistas es asistir al exceso sustancial. Los bares, confiterías, pizzerías y restaurantes están llenos y si uno mira a quienes los llenan no sólo los verá comer, los verá, en grado descomedido, hablar. ¡Cuánto se habla en esta ciudad! ¿Tanto hay para decir? ¿Qué se dice la gente? ¿Cómo es posible que se hable tanto en un mundo en el que todo parece estar dicho? ¿O en un mundo en el que nadie sabe qué decir? ¿En el que no hay una palabra, un sentido, un horizonte medianamente abierto y claro esperando a la humanidad, sino la tragedia inminente encarnada en gobernantes locos, en bloques irracionales, en mercados explosivos, en terroristas y contraterroristas que, escasamente o no, se diferencian? Hablar, sin embargo, se habla. Las palabras llegan a uno porque nadie habla bajo. No, el clima festivo eleva las voces. Lo que todos celebran es la actividad. ‘Qué activo está todo.’ ‘Vea, mi amigo, hace treinta años que tengo este negocio. Nunca trabajé como este fin de año.’ O el vaticinio seguro de la cima de la batahola: ‘Usted ni se imagina lo que va a ser este verano’. ‘Ya no queda un lugar en ninguna parte.’ ‘Digamé, ¿quién se va a quedar en Buenos Aires? Los muy ratas nada más. Todo el mundo se va’.”
Estas líneas expresaban (inconscientemente sin duda) un presentimiento de la tragedia. Releo algunas frases: “¡La ciudad es un infierno!”. “Tragedia inminente”. “¿Quién se va a quedar en Buenos Aires? Los muy ratas nada más?”. Era demasiado pronto para tanto festejo. Para colmo, el “Año Nuevo” exige la alegría, exige el desborde. Exige la bengala. En Cemento eran pibes de vanguardia. Cromañón se asume como el retorno a las cavernas, a lo prehistórico, a la prerracional. Si ésta es una metáfora de la sociedad argentina... es terrorífica. No se puede haber retrocedido más. Hay culpables. Ya se sabe: los empresarios, la seguridad y el gobierno que debía controlar a fondo esa seguridad. Pero no hay inocentes. Una sociedad es también responsable por las cosas que no puede evitar. Y más aún: por los proyectos políticos de exclusión y marginación y embrutecimiento que apoyó durante años, demasiados años. Los “pibes cromañones” son una creación perfecta de diez años de menemismo. El menemismo, a su vez, es una creación de la sociedad argentina. Cada vez que usted votó a Menem (lamento mi franqueza) encendió la bengala de Cromañón. Y yo (que no pude impedir que usted hiciera eso) también. Van a rodar cabezas. Van a aparecer “culpables” por todas partes. Serán convocados los “duros”. Nada de eso nos tranquilizará. Somos sobrevivientes. La tragedia de un sobreviviente es que tiene que ser feliz sobre montañas de cadáveres. Y eso no es fácil.
Sólo algo más. Durante la dictadura de Videla, a las diez de la noche, una voz, desde el televisor, preguntaba: “¿Usted sabe dónde está su hijo ahora?”. Era la voz del Orden. De la seguridad. Era la voz del terror. Porque muchos, demasiados, no sabían dónde estaba su hijo. Ni podían saberlo. No por “malos padres”, sino porque el régimen de la seguridad y del orden se los había secuestrado.

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