CONTRATAPA

Clave de cónclave

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO:
Durante las largas noches de la todavía más larga agonía del Papa, tuve dos sueños pesadillescos –por qué no llamarlos visiones– que me llenaron de un horror sacro.
Cabeceando frente al televisor –mitad sonámbulo, mitad zombie– la primera de las alucinaciones era del tipo paranoide: allí, yo descubría que en realidad el estado del Papa lejos estaba de ser tan desesperado; y que todo lo de los últimos días no había sido otra cosa que una farsa y conjura vaticana para, en cualquier momento, exhibir a un pontífice súbitamente recuperado y ¡milagro!
El segundo de mis delirios era todavía peor: Juan Pablo II moría, el cónclave se reunía, y era elegido un argentino como nuevo vicario de Cristo Y obispo de Roma (¿el tal Bergoglio?). Y, al salir al balcón de la catedral y comunicar el santo y nuevo alias escogido para su mandato, aullaba –con un acento más cercano al de Alberto Olmedo que a ese susurro sinuoso que les enseñan a los religiosos en los seminarios– el Papa, triunfal, proclamaba: “Seré conocido como Dieguito I y seré la Mano de Dios en la Tierra”.
Ahí mismo, me despabilé con mi propio alarido.

DOS:
Más allá de todo esto, la duda y la intriga pasa por si el siguiente inquilino de San Pedro será una mano que acaricia o una garra que aprieta. Se sabe, sí, que el entorno de Juan Pablo II –así como su doctrina– se fue más que endureciendo con los años y ahí al ladito estaba y seguirá estando ese personaje digno de Shakespeare que es el conservador alemán Joseph Ratzinger, titular de la poderosa Congregación de la Doctrina de la Fe y considerado “candidato secreto”. Lo que equivale a: ¿para qué llevar el peso de la corona cuando se puede gobernar desde la sombra? Se sospecha también que el Papa ha dejado la casa en orden y el paquete preparado y durante su largo adiós se hizo un ratito para ordenar 16 prelados de esos que harán bulto en las inminentes negociaciones para conseguir humo blanco y flamante embajador más o menos divino.
Y, claro, ante el aguante de Juan Pablo II, los diarios que iban del viernes al pasado sábado –especulando con un seguro deceso después del deadline en sus redacciones– ofrecieron páginas y páginas contando cómo serían los procedimientos a seguir para armar el nuevo modelo. Escribo esto durante el domingo y ahora los noticieros y periódicos se ven obligados a repetir una y otra vez la misma misa, pero con el saludable agregado de una buena dosis crítica a un pontificado tan cosmético como retrógrado: prehistoria polaca, vida mundial, atentado, enfermedades, condenas varias, y disposición del cuerpo y cómo pesará su espíritu en las intrigantes reuniones cuyo objetivo es el de conseguir al menos las dos terceras partes de las papeletas. Cosas raras y rituales y antiguas. Como que el cardenal camarlengo golpeó tres veces –con un martillo de plata– la frente del Papa muerto y lo llamó por su nombre terreno. “Karol”, dijo y bang bang bang. El mismo martillo fue utilizado para destruir el anillo papal. Confirmada la muerte, los presentes besaron la mano cada vez más fría, se encendieron cirios, la Guardia Suiza cerró la habitación, sonaron campanas, se trasladó del cadáver y tres féretros (ciprés, cedro y plomo; encajando de menor a mayor, a la usanza faraónica) y velatorio y misas y cripta y, tras veinte días de duelo, los deudos se encerrarán en la Capilla Sixtina y que gane: a) el mejor relacionado, b) el más capaz, c) el más piadoso, d) el elegido por la divina inspiración del Espíritu Santo.

TRES:
Y una frase se repite una y otra vez como un rezo mientras se explican fórmulas y reglamentos: “En el más absoluto secreto y bajo juramento”. Lo que –a esta altura de los acontecimientos– se me hace un tanto absurdo. No entiendo: durante las últimas semanas los responsables de marketing del Vaticano nos han obligado en sucesivas ocasiones a ver cómo un pobre anciano enfermo se ahogaba frente a las cámaras así como a esperar partes médicos cada vez más epifánicos e inverosímiles consignando las siempre sospechosas “últimas palabras” de rigor. Y ahora nos prohíben la mejor parte luego de insistir tanto con eso de Juan Pablo II como “El Mediático” o “El Carismático”. Si vimos al Papa en el momento del atentado, en todos sus viajes (hizo más giras que Los Rolling Stones), sufriendo dolores y angustias varias, adentro de una ambulancia, ¿por qué no mostraron lo del martillito? Hubiera sido interesante, pienso. Lo mismo que el desarrollo del cónclave y las transas varias que siempre nos hemos visto obligados a imaginar a partir de los thrillers eclesiásticos de Thomas Gifford y Valachi Martin. Desde ya que el asunto tiene muchas posibilidades. Se lo podría presentar como concurso de belleza –desde los jardines y piscina de Castel Gandolfo–, donde los aspirantes desfilarían luciendo diferentes galas, demostrarían la potencia y afinación de su voz para canturrear bendiciones y, claro, repetirían ese clásico mantra de las misses: “Deseo que reinen la paz y el amor en el mundo”. O en plan Polémica en la Sixtina, todos tomando café a los gritos. O mejor todavía: Big Papa. 24 horas transmitiendo desde adentro de la Sixtina donde los papables entablarán alianzas; se traicionarán unos a otros y realizarán diferentes pruebas como conducción y estacionamiento del Papamóvil, sometimiento y tortura psicológica a un artista para que les pinte colosales frescos dedicados a su gloria eterna, convencer a la audiencia que la súbita muerte del breve Juan Pablo I en 1978 fue “por voluntad de Dios”, probar quién canoniza más rápido, o –asignatura decisiva– demostrarán que son capaces de vadear “dilemas existenciales” (como el Tercer Reich o el Proceso) sin necesidad de jugarse. Y, por supuesto, oirán aquello de “Geraldo: estás nominado” o “Dionigi, debes abandonar la capilla”. Y, por supuesto, seríamos nosotros quienes elegiríamos desde casa. Y a la hora de comunicar el nombre del vencedor no estarían mal algunos efectos especiales. Ya saben: coros angelicales, rayo de luz descendiendo de cielos que se abren, estigmas, cura de enfermos terminales, todo dirigido por Mel Gibson.
Y al día siguiente a trabajar que –si mal no recuerdo– las profecías auguran que el que viene es el último Papa y después se termina todo. Así que a rezar que se acaba el reino de este mundo. Y vamo’ Dieguito I todavía.

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