CONTRATAPA

Juicio del Mono, segunda edición

 Por Leonardo Moledo

Una historia más de los Estados Unidos cristianos y bondadosos de Bush: la Oficina de Educación de Kansas, Estados Unidos, desarrollará, a partir de mañana, seis días de audiencias públicas en las que se discutirá –¡otra vez!– si corresponde dictar o no en las escuelas la teoría de la evolución, con asistencia de testigos y declarantes, entre los que hay una mayoría partidaria de suprimirla.
De haberse realizado en Irak, el cuestionamiento de la teoría de la evolución de Darwin (que es más o menos como cuestionar la redondez de la Tierra) habría sido utilizado para mostrar el retraso de los árabes y justificar la necesidad de invadirlos, bombardearlos y liberarlos, pero ya que se produce en la potencia que los libera y coloniza, en el país que más científicos tiene y que es, probablemente, la gran locomotora de la ciencia mundial, merece unas líneas.
Siempre pareció haber cierta sorda pendencia entre los norteamericanos y Darwin (como todo el mundo sabe, un inglés) desde los tiempos de Richard Owen en el siglo XIX, hasta las corrientes creacionistas y de ciencia cristiana actuales: es posible que las raíces estén en la vieja tradición puritana, pionera y protestante que fundó los Estados Unidos. Al fin y al cabo, el darwinismo propone cierta concupiscencia entre las especies, que puede ofender la mentalidad puritana. Los mismos tribunales que actuaron en los juicios de Salem se reencarnan ahora en estos fundamentalistas. Y no olvidemos, además, que los Estados Unidos albergan toda clase de sectas y etcéteras. Así como existe un club del rifle (que retoma la antigua reivindicación de poder llevar armas), existen grupos que pretenden imponer sus teorías medievales que asombrarían a la no muy progresista jerarquía vaticana.
Digamos que, en rigor de verdad, la teoría de la evolución es bastante espinosa para cualquier espíritu medianamente religioso. Su enunciado fue más molesto aún que el desplazamiento de la Tierra del centro del universo al sitio de daño colateral. Aceptar el reordenamiento de la ingeniería astronómica es, conceptualmente, un trago más simple que reconocer que la especie humana es mucho menos exitosa que las cucarachas, y que en un mundo ordenado según los valores que premian la supervivencia deberíamos estar subordinados a ellas, en vez de sentirnos autorizados a exterminarlas mediante una inmensa gama de medios que van, como decía García Márquez, de los insecticidas al zapatillazo.
Si el copernicanismo barre con la centralidad, esa argucia puramente bíblico-astronómica, la evolución, con su largo y gradual encadenamiento que va desde el ADN primigenio a nosotros o a los hipopótamos, pone en la picota lo “específicamente humano”, puesto que si el hombre evolucionó gradualmente, es natural que en ningún momento pudo recibir ni una chispa divina ni nada que se le parezca (y desde ya que ninguna chispa aparece en el registro fósil, desprovisto de luces). Y, peor, puede evolucionar aún hacia transformarse en una especie diferente. Y si hay algo particularmente humano, no es más específico que lo gatuno o lo ratonil. (Lo cual nos llevaría a la siguiente paradoja: estos modernos monjes civiles de contextura medieval serían los verdaderos humanistas de nuestro tiempo, ya que oponen al mero desorden, a la informe estupidez del azar, la chispa divina que nos identifica. Parece tentador, pero siempre fue más fácil atribuir las cosas difíciles a un dios de cualquier calaña que avanzar en el vacío y fabricar una teoría de lo humano, suponiendo que exista tal cosa, en un universo hostil e indiferente.)
Naturalmente, nadie se anima ahora a cuestionar al darwinismo en la forma ingenua en que lo hizo el obispo de Oxford en 1860, cuando en un debate público le preguntó a T. H. Huxley –discípulo y amigo de Darwin– si descendía de mono por parte de padre o de madre (a lo cual, Huxley respondió que prefería descender del mono por ambas partes antes que sertan imbécil e ignorante). Ni los argumentos de William Bryant durante el llamado “Juicio del Mono” en 1928, cuando en Dayton, Tennessee, se juzgó al maestro John Scopes por haber enseñado la teoría de la evolución (de paso sea dicho, las próximas audiencias de Kansas parecen ser una reedición de aquel celebérrimo juicio, y así lo están propagando los medios norteamericanos).
Ahora la cosa es más sutil: no se hace un planteo sobre la literalidad de la Biblia (mal se podría hacer, con la sonda Cassini rondando Saturno), sino en la variante del “diseño”: la vida es tan compleja y tan maravillosamente adaptada, que sólo puede ser resultado de una inteligencia que la diseñó. Naturalmente, la vida ni es compleja ni está maravillosamente adaptada, es un mero fenómeno químico desprovisto de componentes espirituales o adjetivos calificativos, a menos que alguien quiera ponérselos.
El darwinismo, a partir de 1859 (año de publicación de El origen de las especies), fue inmediatamente cooptado por la derecha social, que inmediatamente sostuvo que la selección natural y la supervivencia del más apto justificaban el dominio de unos grupos sociales por otros que podían, ya exterminarlos, ya ponerlos a su servicio para civilizarlos (al fin y al cabo, no fue otra la justificación del colonialismo del siglo XIX). El darwinismo social (no sin dos guerras mundiales de por medio y la muerte de millones de personas) cayó en desuso y en el descrédito más espantoso. La teoría de la evolución aproxima a las distintas variantes de la cultura humana (pequeñas variaciones acumuladas durante escasos cincuenta mil años) y ya no sirve como argumento de dominación. Pero la chispa creacionista, o el diseño, tal vez: a fin de cuentas, dios, así como eligió a una especie entre todas las demás, podría perfectamente haber ungido a una parte de esa especie para que se erija en policía universal. Tal vez sea eso lo que se vaya a debatir en Kansas.

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