CONTRATAPA

Algo sobre mi madre

Por Rafael A. Bielsa

Cuando a los veintisiete o veintiocho años escribí la letra de “Señalada por el índice de sol”, canción que tuvo la fortuna de deambular por las gargantas de Juan Baglietto y de Julia Zenko, no intenté describir a mi madre sino a la madre de mi madre, la nonna Marina, mirada a través de los ojos de la mía.
Acababa de descubrir que mi madre también tenía una madre, que mi madre tenía tres hijos e inclusive hasta un marido, mi padre, y que, además de mirarnos nosotros en ella, ella también debería de mirarnos. Entonces, mortecinamente, apareció la pregunta: ¿cómo mirará mi madre a la suya? Y a continuación, ¿cómo nos mirará a cada uno de nosotros?
“La recuerdo a mi madre algunas tardes / cuando cedo a la costumbre de la siesta; / de chicos era penado no dormirlas / con pasmosas temporadas sin vereda.” Así comienza la canción, así hice que mi madre mirara a la suya por primera vez en mí.
Mi madre era imperiosamente generosa, inclusive más generosa que justa. Quiero decir, no es que la justicia le fuera indiferente, pero era incapaz de mantener a raya los ímpetus de su briosa generosidad. Alguien dijo que debemos ser justos antes que generosos, así como tenemos camisas antes que corbatas. Ahí está, si ella tenía corbatas, era capaz de dártelas sin esperar a que llegara el momento de tener camisas. Ante la más mínima sospecha de que carecieras de algo, prefería arrancarte una sonrisa de gratitud a golpes de corbata.
Su generosidad empedernida traspasaba toda ley y se acomodaba a las formas de su amor. Era capaz de sacarse la comida de la boca no para alimentar al más necesitado, sino al que fuera capaz de transmitirle más necesidad; al extorsionador, en efecto.
Pero no se trataba sólo de sus íntimos, lo que permitiría minimizar su generosidad, se trataba del universo: un conocido, un desconocido, un sauce. Para ser generosa, sólo necesitaba estar bien situada como para poder serlo.
Sus necesidades jamás estaban presentes, y creo que es por eso que tardé tanto en darme cuenta de que ella también tenía una mirada sobre su madre, lo que vale decir que antes que nada tenía la necesidad de ser generosa. No era una cuestión de tranquilidad moral, era que jamás le faltaba la voluntad de hacer lo mejor, y necesitaba hacerlo para generarse dicha y sentirse libre.
Debería de tener alguna conciencia de la situación, porque a veces trataba de vestirse de justa, pero su virtud primordial exterminaba cualquier maquillaje.
Creo que mi tía Ana, la hermana de mi padre, conocía el secreto del método. Ana era una criatura sufriente. Antes pensaba que había confiado exageradamente en su belleza, desdeñando su notable inteligencia, y que cuando necesitó recurrir a ella ya era tarde. Ahora creo que deliberadamente puso toda la distancia que pudo de su espíritu porque le producía horror, tanto que cuando –por fin– la alcanzó, cometió suicidio.
Pero ella conocía el secreto de mi madre: que la generosidad era un deseo, y por lo tanto una utilidad cuya satisfacción debía precintarse.
Durante años festejamos la Navidad en la casa de mi abuela paterna, la madre de Ana, y el fin de año en la nuestra. Cuando mi abuela envejeció, paulatinamente coamenzamos a celebrar ambos eventos en nuestra casa. Una vez le dije a Ana que vieja era su madre, no ella, y que bien podría hacerse cargo. Me miró con aquellos ojos violetas, siempre anegados de una humedad infausta: “Rafael –me contestó–, pero si a tu madre le encanta...”. En aquel entonces me enojó, pero ahora sé que tenía razón. En eso las virtudes se parecen a los pecados: según cómo se las presente, puede llegar a ser necesario disimularlas.Como ya lo he dicho, creo que en ocasiones se proponía poner límite a su naturaleza; eso era claramente perceptible en lo que refiere a la dulzura. Mi madre, una mujer naturalmente dulce, luchaba contra esa dulzura, escamoteándonosla. Una noche, siendo niño, discutimos agriamente y me fui a la cama alterado. Esperé que viniera a confortarme, como otras veces lo había hecho, llorando a medida que pasaban las horas. No vino. Creo que si hubiese sabido que aquella dulzura que se negó iba a quedar en mi memoria hasta el día de hoy, me la hubiese consentido.
Sea porque un prodigio repetido adquiere el carácter desabrido de un derecho, sea porque lo que se da por descontado no se toma en cuenta, lo cierto es que el modo más concluyente que tenía su generosidad para manifestarse era brillando por su ausencia. Aquellos eran momentos en los que todos nos preguntábamos qué habríamos hecho, o podíamos ser capaces de pensar que era una criatura de la creación, que tenía una madre, a la que miraba con sus propios ojos.
Escribo esto en Roma, mientras veo a través de la ventana del hotel las últimas estribaciones de Villa Borghese. Roma, cuya lectura de derecha a izquierda arroja “amor”. Desde una ciudad amada, un hombre ya mayor escribe sobre una madre que ama. Lo que hacemos por obligación, dice Kant, no lo hacemos por amor. Y viceversa, añado.
La generosidad de mi madre empobrecía gozosamente todo juicio sobre ella. Ahora, tantos años después, descubro un secreto arcaico que muchos conocen: unida a la dulzura, a la generosidad la llamamos bondad.

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