CONTRATAPA

Queso & dulce

 Por Juan Sasturain

Hubo un tiempo sui generis –que no necesariamente fue hermoso pero que en general lo era– en el que uno fue un chico de clase media y se jugaba en la calle y se comía en casa. Había una hora de comer, una hora de cenar y lugares fijos en la mesa familiar con sifón y panera. En ese mundo reglado y subrayado con regla, la ceremonia de la comida estaba generalmente pautada por un rígido menú que no sabía su nombre, enmarcado a su vez por apertura y cierre inevitables: la sopa iniciática y el postrero postre, instancias que tendían al contrapeso.
Asignatura obligatoria en aquellos tiempos AM –antes de Mafalda–, la sopa se vendía maternalmente como vehículo insoslayable de la nutrición y el crecimiento infantiles. Opcional gratificante, el postre aparecía a menudo como posibilidad compensatoria, el placer tras la obligación de “terminar” la comida, lo dulce tras lo salado. En la ética alimentaria sui generis de aquel tiempo ídem, había un orden rígido que no admitía per saltum alguno e incluso un sistema de premios y castigos: “Si no tomás la sopa te quedás sin postre”.
Si los dedalitos, el cabello de ángel y otros anodinos fideos navegaban la rutina del caldo, el postre que se comía en casa no ofrecía tampoco demasiadas variantes: fruta o queso y dulce eran habitualmente la primera opción, la única casi siempre, acaso porque no requerían elaboración alguna. Estaban ahí, pertenecían a la dotación estable de la heladera. El arroz con leche y el budín de pan no dejaban de ser, como las compotas y el dulce de zapallo, excepcionales. Y ni hablar de los panqueques o el flan, maravillas propias de días festivos.
Como sucedía con el glorioso pan con manteca, esa condición familiar y accesible del queso y dulce (nunca en otro orden, siempre el lácteo primero) lo hacía impensable/indeseable extramuros, alternativa vulgar que no asomaba siquiera a las listas de los postres del restaurante, territorio sólo apto para los helados o los arrebatos complejos con cremas y chocolates: “No vas a comer lo que tenés en casa...”.
Pero así era antes. Esa situación ha cambiado. Hoy el queso y dulce ha abandonado la generalidad de las mesas hogareñas de clase media corrido por la pésima prensa, las sectarias dietas sin calorías y los precios recalentados. Y a la inversa, por cierta extraña lógica, el queso y dulce se ha hecho definitivamente habitué de los listados de bares y bodegones que repiten las opciones caseras de minutas y guisos –pero peor–, mientras irrumpe también por sorpresa en contextos chetos: ya dio toda la vuelta y no es más cosa “de vigilante”, o lo es más que nunca.
Así, instituido postre nac & pop, el queso y dulce se cristaliza en opciones, pares dobles primordiales que vienen de lejos: fresco y batata, Mar del Plata y membrillo. Esa divisoria de gustos, texturas y colores marca una pauta que va de lo suave homogéneo a la aspereza contrastada. Porque mientras la relación entre el queso fresco y el dulce de batata es amable y propone un continuum soft de sensaciones blandas; el membrillo y el “de cáscara colorada” –como decía mi viejo– se apoyan en el choque y el contraste. Con sus variantes y combinatorias abiertas, claro, porque las parejas básicas se cruzan de vereda y de plato, se forman matrimonios mixtos, se incorporan terceros, se tensan los sabores.
Yendo por partes, el espectro del lado dulce se agota en pocas variedades cada vez más amaneradas del abatatado, contaminándolo de chocolate y algún otro exabrupto colorido, pelajes veteados de los que el criollo desconfía. El membrillo, en cambio, es clásico por naturaleza y sólo admite grados de opacidad y transparencia. Ambos, sin embargo, participan de una misma gloriosa oscuridad de origen, soberbio perfil bajo. A diferencia de los dulces que provienen de frutas –y que son, en realidad, mermeladas–, estos sólidos pero accesibles bloques dulces enlatados y encajonados no son la prolongación natural de un gusto famoso o reconocido sino el resultado de una milagrosa metamorfosis: la tuberculosa batata que aterriza en el puchero, se dora junto a la papa o colorea el puré no tiene nada que ver con la dorada masa que sonríe debajo de La Gioconda; y ni hablar del ignoto membrillo, anónimo en el árbol, irreconocible en la verdulería, escondedor por naturaleza, hijo duro del rigor y del hervor, puro dulce avatar impensado.
Si los dulces son así de acotados, los quesos ofrecen un espectro más amplio que desborda por derecha al fresco en el mantecoso y por izquierda al Mar del Plata hacia el “de rallar” o incluso el roquefort con todas las escalas y agujeros intermedios. En ese abanico de posibilidades de bar y restaurante, sólo descalifica el incalificable “queso de máquina”, anónimo neutro, espécimen acartonado, ladrillo pálido a menudo de corazón helado. Incapaz de acompañar con dignidad, tirar una pared de gusto, el “queso de máquina” sin máquina, cortado grueso es una grosería sólo equiparable a una tostada fría, un crónico mal estacionado que pide una boleta definitiva que lo saque de postrera circulación.
Más allá de orígenes y descalificaciones, lo más rico del queso y dulce es el análisis de sus posibilidades combinatorias. Hay que diferenciar, como siempre, la sujeción a las previsibles variaciones que supone el menú de restaurante de los usos no reglamentados de la mesa familiar. En el primer caso, pedir queso y dulce es elegir el lugar plebeyo de la lista, y tanto puede ser el gesto coherente para coronar una jornada de descontrol, último permiso –“Para hacerla completa...”–; el sorpresivo ademán populista en un contexto sofisticado o el guiño a la pareja, tanteo de un terreno aún sin alisar en la primera salida: “¿Compartimos un queso y dulce?”. Ella jamás se animaría a pedir sola el fresco y batata –las chicas suelen elegir esa variante soft–, pero puede aceptar un par de cortes bicolores con tenedor compartido de por medio. No es tiempo aún de confesar que por las noches suele atacar el dulce de leche con cuchara.
Finalmente, están las prácticas a menudo salvajes de entrecasa. La generosa presencia in situ de los elementos a segmentar y combinar –que están ahí, en vísperas del café, sobre la mesa y entre miguitas– suele provocar desbordes de gula inusitados, cuchillos personales que van impunemente de una a otra fuente dejando huellas de su último destino –dulce en el queso, sobre todo–, detalle que marca el índice del disfrute y el límite del bochorno. A la inversa, la escasez, el rastreo laborioso de sobrantes, puchos y residuos de heladera derivan en las mayores aberraciones combinatorias pero también ciertos hallazgos creativos: el roquefort con membrillo que suele ir acompañado por la última botella de tinto, y el batata con una imperdonable cucharada de queso crema colindante con el lemoncello son ademanes extremos, lugares de los que no se vuelve fácilmente.

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