CONTRATAPA

La batalla cultural

Hace unos años, existían los homofóbicos pero la palabra homofóbico no era conocida. Esa palabra casi no se pronunciaba, pero la homofobia se practicaba libremente. Días atrás, sin embargo, en la tele, algunos conductores de programas de rating alto se defendían de ser homofóbicos: la prueba de que no lo eran, decían, era que se lo pasan llevando homosexuales como invitados. No importa, en estas líneas, si lo son o no. Lo que sí importa es que la palabra “homofóbico” se ha internado en el lenguaje cotidiano, y que hay quienes necesitan, por cuestiones que sería, creo, positivo desentrañar, defenderse de tal acusación.
Hace unos años, existían los abortos, pero la palabra aborto era evitada. Las que abortaban eran mujeres, pero las revistas femeninas ignoraban el tema, si hasta ignoraban otros temas mucho menos espinosos, como el de la planificación familiar. Primero se designó así al derecho a usar anticonceptivos, a decidir cuántos hijos tener, y en qué momento. Después, eso mismo fue ganando otros nombres más exactos, que ampliaron y precisaron los conceptos que laten detrás de semejantes decisiones: “derechos reproductivos”, en una segunda instancia, y más recientemente, “derechos sexuales”: tener a mano y gratis la información y las herramientas para decidir los propios embarazos envía directamente a las mujeres al derecho a una sexualidad en igualdad de condiciones con la sexualidad masculina.
Hace unos años, existían muchas otras cosas: por ejemplo, militares agazapados para dar el zarpazo cuando la gente agachara el lomo y se agotara de las instituciones democráticas. La gente, efectivamente, no sólo se agotó de estas instituciones: las repudia, las acusa y las cuestiona en su piel más profunda, pero el tiempo no ha pasado en vano y ésta es ahora una sociedad mucho más destruida pero también mucho más compleja y más rica intelectualmente que aquella que, simplificando sus diagnósticos y sirviendo de anzuelo a los trescientos poderosos de siempre, pedía orden. Ahora la gente pide comida, trabajo y decencia, pero no pone en tela de juicio, al menos no todavía, la democracia.
Algunos piden orden, claro, basta sintonizar América a las once para agobiarse con tanto torpe y escatológico pedido de orden, que en este contexto es un eufemismo para no decir pedido de sangre. Y emergen, por su parte, sectores como el que lidera con fruición y voz firme Ricardo López Murphy. En la presentación de su proyecto político, esta semana, el diálogo entre el candidato y un ex ejecutivo del Grupo Soldati, Jorge Romero Vagni, no fue suficientemente subrayado en todo su insólito y descarnado patetismo: el empresario le preguntó a su flamante referente político “¿Cómo hacemos para lavarle el cerebro a esa gente que piensa que la culpa de la crisis es del FMI o de las empresas privatizadas?”, y, lejos de advertir el fallido, que en realidad no fue más que la cruel verdad completamente desvestida, López Murphy respondió: “Yo me he hecho esa pregunta muchas veces”.
¿Así que el gran problema que enfrenta la derecha es que ya no es tan fácil lavar tantos cerebros? Ellos mismos lo dicen y ellos mismos se disponen a “pelear mediáticamente”. En el Club del Petróleo, el propio López Murphy, redondeando su estrategia ante los doscientos empresarios que buscan desesperadamente rearmar no sólo sus posiciones de poder material sino sobre todo sus posiciones de poder simbólico y discursivo, dijo que “si perdemos la batalla cultural y se instala en la sociedad la idea de que lo que fracasó es la economía de mercado, todo lo demás está perdido”. Habría que tomar cuidadosa nota, apuntes prolijos sobre estas preocupaciones que afligen a la derecha. 1) Ya no saben cómo seguir lavando cerebros y 2) Están preocupados por la posibilidad de perder la batalla cultural, que obviamente no implica que se vendan menos libros o se vaya menos al cine, sino que en la Argentina de hoy se piense mucho más críticamente que en la Argentina dócil que ellos preferirían. Desde la otra punta del espectro político, podemos recitar de memoria nuestras debilidades. El progresismo ha perdido sus oportunidades, ha rifado sus votos de confianza, ha recaído en sus torpezas estratégicas, ha puesto en evidencia sus inseguridades ideológicas y ha visto ahogarse a casi todos sus líderes en el fárrago de sus actos, que se dieron de patadas con sus palabras. Pero por un momento, congelemos la escena: este país ya no es el país de antes, esos cerebros difíciles de lavar son aquellos que han logrado escapar de la hegemonía que pretendió reducirlos a souvenirs. No les será tan fácil como siempre sumir a la gente en la meseta mental necesaria para hacerla suponer que las solución de la crisis la tienen los que la generaron y tal vez hoy tengan que vender algunos cuadros, pero cuyo patrimonio personal ha quedado perfectamente a salvo.
Lo que pasó en estos años es que el sentido común argentino, presa de caza de la derecha, trofeo de guerra de baja intensidad, se le ha escapado de las manos. El progresismo caló y sembró semillas en ese sentido común, que hoy rebasa los ámbitos estrictamente culturales y se extiende a hombres y mujeres de cierta y rotunda manera mucho más dueños de sí mismos que antes. La gente no se deja comer el coco así nomás. Se ha desnudado el entrecruzamiento de variables que siempre hicieron suponer a la clase media que su suerte mejoraría si se vestía de traje, o si no salía a la calle, o si acataba cualquier cosa que dijeran los de arriba. Hoy los de arriba se preguntan, con impunidad histórica: “¿Cómo hacemos para lavarles el cerebro?”.
El progresismo es tan sordo, a veces, que ni siquiera tiene oídos para escuchar el relato de sus propias conquistas. No es menor, si se lo aprecia bien, el hecho de haber despertado conciencias, de haber contribuido a rebajar resacas fascistoides. Es una conquista y una responsabilidad.

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