CONTRATAPA

Stanislav Lem, el invencible

 Por Leonardo Moledo

En cierta ocasión, el constructor Trurl fabricó una máquina que sabía hacer todas las cosas cuyo nombre empezara con ene. Cuando estuvo lista, le ordenó fabricar navajas, que las metiera en necesers de nácar y que las tirara en una nansa rodeada de neblina y llena de nenúfares, nécoras y nísperos. La máquina cumplió el encargo sin titubear, fabricó nimbos, neutrones, néctares, narices, narigueras, ninfas (...) y una nebulosa, no muy grande, pero muy nebular. (Stanislav Lem, Cómo se salvó el mundo, Ciberíada.)

¿Es Stanislav Lem, por cierto, un grande de la literatura, un escritor de ciencia-ficción? Difícil saberlo porque, por cierto, no es fácil de encuadrar. En 1976 fue expulsado de la Sociedad norteamericana de escritores de ciencia ficción y fantasía por sostener que el género norteamericano era de mediocre para abajo. Y en realidad lo que ocurría es que el enfoque de Lem y el “enfoque standard” son completamente incompatibles: la ciencia ficción standard según el modelo norteamericano, con sus robots y sus naves espaciales, sus viajes en el tiempo, sus aliens y sus guerras de las galaxias y viajes a las estrellas antropomorfiza absolutamente todo, anclada en la ilusión de plantear lo no humano en el plano de lo humano: no hay problema existencial ni metafísico ni mágico ni científico que no tenga su realización antropomórfica, y con el cual, por lo tanto, podemos dialogar (y eventualmente vencer). Así son los robots y las fundaciones de Asimov, o las dudosas construcciones de Philip K. Dick.

Trurl invitó a su casa a Klapaucius y le mostró la máquina. Klapaucius, transado de envidia, pidió permiso para hacer él también algún encargo a la máquina.
–Con mucho gusto –dijo Trurl–, pero la cosa tiene que empezar con n.
–Bueno –dijo Klapaucius displicente– ¡Máquina! ¡Tienes que hacer Nada!
(Stanislav Lem, Cómo se salvó el mundo, Ciberíada.)


Stanislav Lem, por el contrario: coloca ese mismo problema existencial, metafísico o lo que sea en el centro mismo, en el nudo de su literatura, y construye sobre él un conjunto de peripecias (de importancia secundaria, en verdad, es por eso que la suya no es una escritura de género) que palidecen necesariamente y no hacen sino mostrar que la ruptura entre el mundo humano o de la conciencia humana es absoluta y que los personajes (y naturalmente el lector) deben enfrentarse a lo indecible, a lo que es irreductible al pensamiento o a esa forma no muy clara de la conciencia que es el lenguaje.

(...) La máquina estaba haciendo en verdad la Nada, eliminando sucesivamente del mundo una serie de cosas, que dejaban de existir tan definitivamente como si no hubieran existido nunca. Suprimió natagüas, nupaidas, nervorias, nadolas, nelucas, nopieles y nedasas. Hubo momentos en que se podía pensar que en vez de reducir, añadía, ya que liquidó sucesivamente los negativos de mal gusto, mediocridad, fe y avidez. Sin embargo, se veía alrededor de la máquina y de los dos constructores un vacío cada vez más pronunciado. (Stanislav Lem, Cómo se salvó el mundo, Ciberíada.)

A veces se aproxima al cuento de hadas, como en Ciberíada, en la que Trurl y Klapaucius compiten a ver quién construye la máquina más extravagante; pero aún en este terreno se aparta del modelo standard del cuento de hadas occidental: Trurl y Klapaucius no son inmortales sino atemporales, metatemporales, mejor (como el Qwertyuiop de Calvino, y fabrican máquinas que hacen no lo extrapolable o lo representable: sino lo no imaginable; son verdaderamente, metamáquinas).

–¡Para! ¡Para! ¡Anulo mi orden! –balbuceó Klapaucius asustado, pero, antes de que la máquina se detuviera, desaparecieron todavía grisacos, plucvas, filidrones y zamras. Luego la máquina se detuvo por fin. El mundo tenía un aspecto aterrador. Lo que más sufrió fue el cielo: apenas se veían en él unos pocos puntitos de estrellas. ¡Ni rastro de las preciosas grismacas y guadolizas que hasta entonces habían adornado el firmamento (Stanislav Lem, Cómo se salvó el mundo, Ciberíada.)
Porque “el” problema que Lem acomete es el de la otredad: no la otredad hoy tan en boga (que hace hincapié en algunas costumbres o en vestuarios o dietas y aún religiones ligeramente diferentes), sino la otredad radical en serio, que es por definición indecible: en El invencible, los exploradores encuentran que los restos de un cohete que se estrelló han evolucionado fabricando a su vez máquinas que obedecen al principio de la selección natural y han dado, transcurriendo los siglos, minúsculos avioncitos de metal, que viajan en bandadas y son capaces de reproducirse... y justamente ahí está la cosa: los avioncitos no son seres vivos en el sentido que conocemos, y sin embargo, responden a la ley básica de la evolución de la vida. ¿Qué son? ¿Piensan? ¿Pueden evolucionar hasta pensar? Y en ese caso ¿qué clase de cosas serían? ¿Robots? No, porque el robot (el de Asimov, por ejemplo) ha sido fabricado por humanos; el eventual robot que nacería de los restos del invencible sería natural y moldeado por las fuerzas de la naturaleza, mucho más alejado de nosotros que cualquier ameba.

¿Dónde están las cambucelas? –exclamó Klapaucius–. ¿Dónde mis queridísimas murquías y suaves pimas?

Lem no intenta contestar a esas preguntas, entre otras razones porque obviamente no puede (no “se” puede); bastante difícil (y ya es mucho) es plantearlas claramente en su radicalidad. Y por eso en cierta forma tiene más parentesco conceptual con Kafka (y la manera en que Kafka trata lo fantástico) que con sus colegas que lo expulsaron de la Asociación de CF norteamericana. La verdad es que bien expulsado estaba; se lo merecía, era demasiado para semejante Asociación.

–Hazme el favor de echar una ojeada al universo –dijo la máquina–. ¿Ves que está lleno de enormes agujeros negros? Es la Nada que colma los abismos sin fondo entre las estrellas, penetra todas las cosas y acecha, agazapada, cada jirón de la existencia. ¡Es obra tuya! No creo que las generaciones venideras te lo agradezcan...

Ahora bien: es en Solaris (llevado al cine por nada menos que Andrej Tarkowski, desparejamente) donde Lem consigue plasmar la otredad radical, en la forma de un océano vivo e inteligente, pero indecible, a duras penas descriptible, y ni siquiera pensable, que no es ni un hombre ni un dios ni está en ningún lugar de la línea que une esas dos figuras y en la cual suele moverse la CF clásica, y aun la literatura fantástica. Concebir algo verdaderamente no-humano e inteligente, sin rastros de antropomorfismo es una hazaña literaria y filosófica. En eso, Stanislav Lem era invencible.

Y el mundo sigue hasta hoy día todo agujereado por la Nada, tal como quedó cuando Klapaucius detuvo la aniquilación que había encargado. Y como no se logró construir una máquina que trabajara con otras letras, es de temer que nunca más volverá a haber cosas tan maravillosas como las pimas y las murquías.

Stanislav Lem había nacido en 1921 Lwów, Polonia, y murió esta semana.

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