CONTRATAPA › UN CUENTO DE NAVIDAD

Roby, en el O’Sullivans

 Por Mempo Giardinelli

Fue la noche del 24 de diciembre pasado en el O’Sullivans, que es uno de los trescientos mil bares que hay en Dublín. Está sobre la calle O’Connell a una cuadra del puente, justo donde empieza Temple Bar, que es la única región del mundo donde la cerveza es más importante que el aire. Uno entra y hay una barra siempre llena de bebedores pelirrojos, que de tan eternos parecen figuras de cartón. Se atraviesa el bar y, al fondo, una escalera conduce a los sótanos, que son enormes y ocupan media manzana. Allí hay otra larguísima barra, medio centenar de mesas y a toda hora una cantidad impresionante de hombres y mujeres cuyo único interés en la vida es beber. Hay también algunos turistas, aquí un grupito de japoneses bebiendo a la par, allá tres con turbantes que parecen hindúes, o pakistaníes, en una esquina unas mujeres grandotas que podrían ser alemanas o rusas, y en una mesa del fondo un argentino que en Buenos Aires se llamaba Beto y aquí Roby.

Cuarentón y deslavado por la falta de sol, tiene dibujada en la cara una tristeza tan profunda que parece un personaje de Marguerite Duras. Su vida es un desastre. Ha perdido todos los proyectos, todos los sueños y todas las apuestas que hizo y rehízo cada vez, y todas esas derrotas se le notan en la mirada oscura, en esa arruga que le cruza la frente. Me saluda alzando un enorme florero en el que aún queda medio litro de Guinnes, la cerveza negra local que es como el Toro Viejo de los irlandeses. Con el meñique señala a una pelirroja flaca y fea que está acodada en la barra y hace un cuatro con la pierna flexionada.

–Noche de fracasar en lo que sea –dice Roby, impiadoso consigo mismo–. Ni una mina como ésa me daría bola.

Me siento y le entrego la carta que unos parientes de San Isidro me dieron para él. Ordeno un chocolate espeso a una gordita que habla en gaélico y sonríe como una calavera de jálogüin. Lo bebo rápido, como para irme enseguida. El tipo no vale la misericordia de nadie y yo prefiero mi Navidad recorriendo Dublín de noche.

–¿Usted hace mucho que salió? –me pregunta luego de un suave eructo.

–¿De dónde? –replico, aunque sé perfectamente a qué se refiere.

–Del país. De dónde va a ser que salimos, nosotros. La mayoría por la malaria y la desilusión, por no saber qué hacer ni a quién tirarle la bronca. Los argentinos siempre nos tragamos el cuento de Manuelita, ése de que en Europa y con paciencia la podrán embellecer.

No es mi caso, pero no se lo digo.

–Y además, siempre tenemos una razón para sufrir.

–¿Cuál es la suya, Beto?

–La más común: primero me quedé sin laburo yo, y después mi mujer. Con tres hijos, duramos unos meses aguantando el achique y endeudándonos con toda la familia. Después, a partir de nosotros, en cascada, se fundieron todos. De qué cree que habla esta carta que no sé si voy a abrir. Me putean, y con razón... Pero la culpa es de Cavallo. Me dejó en la vía por segunda vez.

–Pero Cavallo ya no existe. Hace cuatro años que se borró; ahora curra en Harvard, pero ahí lo tienen controlado –comento mirando mi chocolate.

–Dicen que todo está mejor en la Argentina.

Me está tanteando, el pobre tipo. Yo debería zafar, pero me da pena.

–Qué quiere que le diga –divago–, hay quienes celebran los números que hablan de una gran recuperación, los que más se quejan son los que no debieran y todavía hay un montón de gente que sigue en la lona.

–En Madrid mi mujer se encontró con un amigo de la secundaria, eso que llaman asignatura pendiente. Me volví loco, por eso estoy aquí.

–Ahora dígame que la mató.

–No, pero la fajé y eso no se hace. Uno puede andar mal, quebrado y cornudo, pero pegarle a la mujer... Encima la culpa empezó a matarme porque yo no tenía laburo ni guita para pasarle a los chicos... Hace tres años que no los veo. Salí de España rajando como rata por tirante.

Hace mil años que no escuchaba esa expresión. Termino el chocolate y me pregunto si tiene sentido seguirle la corriente. Pero caigo en la trampa.

–¿Y cómo vino a dar aquí?

–En la agencia del Corte Inglés había una promoción de vuelos baratísimos a Dublín. Y yo me dije Swift, Stoker, Joyce, Beckett, si no voy ahora no voy nunca más. Y aquí me tiene. Sobrevivo, digamos, de uno que otro currito, pero acá duran poco y además hace mucho frío.

Hicimos silencio, los dos, y él se puso bravo:

–Oiga, ¿por qué no se deja de joder con el chocolate y me cuenta su tango, eh? Llevo cuatro navidades solo como un perro. Tómese una birra.

–No, éste es un viaje de laburo; regreso la semana que viene.

–Andará preparando el terreno para rajarse. No va a quedar ni el loro.

Ahora sí hago silencio. El tipo vive en otro mundo, en otro tiempo. Y quiere tango pero yo no. Esta noche no. Es Navidad y quiero caminar por Dublín, que está llena de los mismos, falsos Santa Claus que hay en todo el mundo.

Me pongo de pie y deposito un par de libras sobre la mesa.

–No se raje, che –y parece que va a llorar, Roby.

Me conmueve tanto que caigo en la trampa.

–Tome una birra y cuente cómo está Buenos Aires –me ruega, moqueando.

–Hermosa y aborrecible, como siempre –le digo, con dureza y tratando de no mirarle los ojos llorosos–. Pero yo vivo en el interior. Si quiere le cuento del Chaco, donde la gente es más dulce y el tiempo rinde más, pero la desocupación, las fábricas cerradas, los chicos bestializados en la calle y el resentimiento generalizado, a veces, últimamente, dan miedo. O le cuento de Corrientes pero la provincia, no la avenida.

–Navidad de mierda que van a pasar. Yo sabía que el afano iba a seguir. Hice bien en irme.

Ni él cree en lo que dice, pero no me importa. Ironizo:

–Qué bueno que ahora tiene la oportunidad de rehacer su vida en Europa.

–Eso es falso, amigo. Acá puedo durar, pero ya no sé cómo empezar de nuevo. Y me persigue la memoria de un país que fue hermoso. Igual que usted, lo llevo en la cara. Se nos nota.

Voy al baño deslizándome entre esa rara fauna y el humo del ambiente, que es como un velo sutil. La barra es larga, larguísima, y hay cada vez más mesas ocupadas, mucha gente calza gorros navideños y canta canciones en diferentes idiomas y yo me quiero ir pero no puedo, no sé por qué no dejo plantado a ese tipo cuya suerte me nefrega. En el fondo, en los baños, hay tipos apretando con mujeres y un tipo con otro tipo, y orientales con negros, rubios con islámicos, latinos con sajones, una mescolanza fenomenal, todos borrachos y pisando vómitos anónimos. Prefiero aguantar, así que giro y regreso donde Beto. O Roby.

–Le pedí una cerveza –me recibe, con una sonrisa patética, de cadáver.

No sé qué, pero algo en él me conmueve, algo por encima de la rabia que me produce.

–Navidad de mierda que vamos a pasar nosotros –le digo.

–Argentinos teníamos que ser –dice él.

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