CULTURA › A 90 AÑOS DEL NACIMIENTO DE
ALBERT CAMUS, UNA FIGURA CAPITAL DE LA LITERATURA

“Las tiranías siempre dicen que son provisionales”

Autor de clásicos como “El extranjero” y “La peste”, ensayista y periodista, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1957, Camus fue un intelectual clave durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. Radicado en París desde joven, empecinado crítico de violencias de izquierda o de derecha, su obra todavía late e influye mucho más allá de sus contemporáneos.

Por Angel Berlanga

“He nacido pobre, bajo un cielo feliz, en una Naturaleza con la que uno se siente de acuerdo, no en hostilidad. Yo no he empezado, pues, con el desgarramiento sino con la plenitud”, dijo Albert Camus en una entrevista, en 1948, cuando tenía 35 y era un intelectual consagrado. A esa altura ya había escrito, entre otras obras, nada menos que El extranjero y La peste. Se cumplen hoy 90 años desde su nacimiento en Mondovi, Argelia, por entonces colonia francesa, y conviene anotar, para contrastarlos con aquella cita y dar seña de su carácter vital, algunos sucesos iniciales en su vida: cuando tenía un año murió su padre y con su madre, sorda y analfabeta, se trasladaron a Argel, donde comenzó sus estudios; a los once, cuando empezó a trabajar para llenar la olla, ya se había ligado la tuberculosis. Hay que tener un pellejo curtido y cierto temple para subrayar, ante tales adversidades, “cielo feliz” o “plenitud”. Y no es que se considerase un optimista: “Yo he crecido –decía– con todos los hombres de mi edad, con los tambores de la Primera Guerra, y nuestra historia, desde entonces, no ha cesado de ser crimen, injusticia o violencia. Pero el verdadero pesimismo, con el que se encuentra uno, consiste en insistir sobre tanta crueldad e infamia. Jamás he cesado, por mi parte, de luchar contra este deshonor y no odio más que a los crueles. En lo más negro de nuestro nihilismo busqué únicamente razones para superar este nihilismo. Y, por otra parte, no por virtud ni por una rara elevación del alma sino por fidelidad instintiva a una luz en la que he nacido y en la que, desde hace miles de años, los hombres han enseñado a saludar a la vida hasta en el sufrimiento”.
Solía decir que no les temía a las contradicciones porque eran la materia prima de la vida. Era muy joven cuando escribió que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio (El mito de Sísifo, 1942) y se aferró a su conclusión: aunque no haya alegrías, vivir vale la pena. “Para un hombre sin anteojeras no hay más hermoso espectáculo que el de la inteligencia en lucha con una realidad que la sobrepasa. El espectáculo del orgullo humano es inigualable”, escribió. El tenía el suyo, y en una de esas varias tomas de posición “incómodas” para contextos coyunturales, y a la vez coherentes con lo que pensaba, se lo habían robustecido. Cuatro ejemplos: se negó a publicar artículos periodísticos en medios colaboracionistas durante la Segunda Guerra; entre 1944 y 1947 fue jefe de redacción en París del periódico Combat, órgano de la Resistencia antinazi; luego criticó descarnada y lúcidamente “la tiranía progresista” de Stalin y fue expulsado del Partido Comunista y de los círculos intelectuales de izquierda (de ahí su enfrentamiento con Sartre, en 1952), y, finalmente, cuando en 1958 el Frente de Liberación Nacional comenzó en su Argelia natal su revolución anticolonia, abogó por una salida pacífica, condenó las torturas y los asesinatos de ambos lados y elogió a Gandhi como ejemplo de luchador revolucionario. Orgullo robustecido, pero también cierta soledad: no había demasiados espacios intelectuales alternativos a las disyuntivas de los dos últimos ejemplos.
Abelardo Castillo señala, en un ensayo contundente, que la idea filosófica fundamental de Camus es que la vida es sagrada. Dice Castillo: “No hay razones metafísicas (para él) ni religiosas para vivir, pero existen razones éticas para no suicidarse. Nadie, justo o injusto, puede justificar su existencia, pero tampoco nadie tiene derecho a matar, ni siquiera en nombre de la justicia”. Y agrega: “Este cristiano ateo, este anarquista piadoso, se situaba más allá de la política. O dicho de un modo mejor, Camus ponía la moral por encima de la política. Que tuviera razón o no, o que yo suela pensar que efectivamente tenía razón, no cambia las cosas. Camus tenía razón en una historia que se la negaba. Las rebeliones de los hombres, las guerras, la revolución, exigen semiverdades pragmáticas, no bellos evangelios absolutos. Camus escribió en un tiempo en que criticar al Partido Comunista era juzgado, invariablemente, como hacerle el juego a la derecha –y aunque invariablemente no lo fuera–, también es cierto que políticamente resultara así. No le importó”. Una declaración de Camus en 1950 sirve de ejemplo a lo que dice Castillo: “La tragedia de nuestra generación es la de haber visto, bajo los falsos colores de la esperanza, cómo se superponía una nueva mentira a la antigua. Por lo menos ya nada nos obliga a llamar salvadores a los tiranos y a justificar el asesinato del niño por la salvación del hombre. Nos negaremos así a creer que la justicia pueda exigir, incluso provisionalmente, la supresión de la libertad. Las tiranías dicen siempre que son provisionales. Se nos explica que hay una gran diferencia entre la tiranía reaccionaria y la progresista. Habría así campos de concentración que van en el sentido de la historia, y un sistema de trabajos forzados que suponen la esperanza. Suponiendo que eso fuese cierto, podría uno preguntarse al menos sobre la duración de esta esperanza. Si la tiranía, incluso progresista, dura más de una generación, ella significa para millones de hombres una vida de esclavo y nada más”.
Murió a los 46 años en un accidente automovilístico. Junto a su cuerpo se encontró el original de El primer hombre, la novela que no alcanzó a terminar, inédita hasta 1993. Sus primeros ensayos, el otro extremo de su obra, fueron escritos cuando tenía 22 y publicados en Argelia: son los que componen Anverso y reverso. Luego, en 1940, se instaló en París, donde produjo el grueso de sus textos: novelas (La peste, El extranjero, La caída), relatos (los de El exilio y el reino), obras de teatro (Calígula, Los justos, El malentendido, El estado de sitio) y ensayos (El mito de Sísifo, Cartas a un amigo alemán, El hombre rebelde, El verano). También trabajó como periodista en varios diarios (muchos de esos artículos fueron reunidos en tres volúmenes llamados Actualidades). Autocrítica, una reflexión publicada en Combat, es otro buen ejemplo de su gimnasia en la contradicción: “El oficio que consiste en definir todos los días, y frente a la actualidad, las exigencias del sentido común y de la simple honradez de espíritu no se realiza sin peligro: puede tomarse la actitud sistemática del juez, del maestro o del profesor de moral. De este oficio a la pretensión o a la tontería no hay más que un paso”.
Dos años y pico antes de aquel accidente, en octubre de 1957, había recibido el Nobel de Literatura. Fue una sorpresa, porque era demasiado joven y su obra no era tan vasta. “Yo no puedo vivir personalmente sin mi arte”, dijo durante la ceremonia de entrega. “Pero jamás he colocado este arte por encima de todo. Si me es necesario, por el contrario, es porque no se separa de nadie y me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. El arte no es a mis ojos un gozo solitario. Es un medio para conocer el mayor número posible de hombres ofreciéndoles una imagen privilegiada de los sufrimientos y de las alegrías comunes.” La influencia que ejerció sobre otros escritores es enorme, y hay varios ejemplos notorios de narradores argentinos: Ernesto Sabato se enorgullece de que Camus (con quien tuvo trato) le hubiera elogiado El túnel; Antonio Dal Masetto dice que, junto a Pavese, es clave para él; Abelardo Castillo admira su obra de ficción. Su influencia puede verse también en las declaraciones de dos Nobel de los últimos años: entrevistados a poco de ser premiados, el alemán Günter Grass y el húngaro Imre Kertesz dijeron que Camus había sido una figura clave en sus formaciones literarias.
A este hombre, nacido el 7 de noviembre de 1913 en Argelia, le gustaba decir que había sido colocado en la distancia intermedia entre la miseria y el sol: “La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol y en la Historia; el sol me enseñó que la Historia no es todo”. Las fotos que lo muestran con el pucho en la comisura de los labios lo asemejan a Bogart, y quizá por eso sus biógrafos señalan que resultaba atractivo a las mujeres. Se reconocía algo vanidoso y renegaba de la comodidad burguesa. Luego del Nobel, alternaba sus días entre París y su casa de campo en Lourmarin, con su mujer y sus dos hijos. Estaba enfermo, la tuberculosis lo tenía a maltraer. Y entonces aquel accidente le venció las manos y la muerte le cerró el camino. Ahí mismo latía el original de El primer hombre.

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