CULTURA

La feria y yo

Por Hebe Uhart *

Una vez me llamaron los de la comisión organizadora de la Feria del Libro para que coordinara una mesa de escritores con tema ya fijado: Literatura urbana y rural. La invitación para coordinar venía en un papel con membrete de la “Comisión permanente para la organización de la Feria del Libro, del autor al lector”. Era una gran distinción pero tenía mis dudas; no sabía nada sobre ese tema, no sé coordinar y entre los escritores estaba el padre Mamerto Menapache, que habla por radio y recorre las provincias en su misión evangelizadora. El quiere destruir el estereotipo del cura retrógrado y anticuado, para ello copia el lenguaje de los chicos, dice “Cristo te requiere” o “cuando estás en una pálida” y a veces usa el lenguaje campero, cuentos con animales como, por ejemplo, el del loro que no quería compartir, y todos los cuentos son con moralejas. Arma además una ensalada con todo eso y con palabras como paranoia, identidad. Para mí es un camaleón barullero que vende un montón de libros, con una voz que tiene tufo a encierro y tapujos.
–Ojalá que no venga –pensé.
Pero aparte, nunca pude coordinar a nadie; si dos personas que están conmigo discuten o se emperran en sus respectivas posiciones, inmediatamente invento una tercera alternativa para quedar bien con las dos: yo sé mediar, no coordinar. No soy capaz de parar a nadie, no puedo mirar el reloj para hacerle ver al otro que es tarde porque no uso reloj, y si alguien me indica algo, lo cumplo.
Estábamos reunidos en una salita de la Feria del Libro y había bastante gente. A mi derecha estaba sentada una escritora de mucha edad que leía un cuento larguísimo, hacía grandes silencios porque se perdía en el texto, su voz era como de convaleciente o más bien como de haber vivido sola en una cueva mucho tiempo, sin hablar con nadie.
Yo estaba por ofrecerme para leérselo, pero era una letra que entendía ella, la hoja estaba llena de tachaduras. Por otra parte pensé: si le saco el papel se va a quedar más vencida de lo que está y por ahí se descompone de tristeza en la mesa redonda.
El escritor que estaba a mi izquierda, un hombre con ansias de figuración, me dijo:
–Cortala, decile que lo termine oralmente.
Le dije suavemente que lo cuente en forma oral. Al minuto, el de la izquierda me tocó el hombro.
–Cortala. Es peor hablando que leyendo.
Por suerte la cortó una mujer sentada al lado de ella, que escribía cuentos camperos. Era uno de esos cuentos en que galopa el alazán, cantan las aves mañaneras y los peones toman mate en el fogón. Todo era como debía ser. En un momento ella dijo:
–Porque el campo lo siente el que lo tiene y lo ha recibido de sus abuelos.
La que se armó. Se levantó una señora del público, furiosa, y dijo:
–¿Usted cree que los terratenientes pueden querer al campo y escribir sobre él? Explíquese mejor.
La miraba con cara de pegarle un tiro si no se explicaba mejor. La escritora arregló como pudo, pero ya la gente estaba agitada. No sé cómo fuimos a parar a la campaña del desierto, de ahí al reparto de tierras mal hecho durante el siglo pasado y a la matanza de los indios. Después alguien recordó que el gaucho y el indio son dos cosas distintas, y otro salió con que tenían mucha relación.
Ya a esa altura yo había perdido toda intención de coordinar y los miraba como quien mira una película, hasta llegué a desear que viniera el padre Mamerto Menapache para que contara algún cuento de loro soltero o del tatú sotreta, para que unificara a toda esa gente y así yo no tenía más responsabilidad. Pensaba que nunca debí aceptar esa distinción, pero fríamente, sin echarme culpas. Desde la otra ala del público un hombre dijo:
–Hasta ahora hemos hablado del campo bonaerense, pero ¿se olvidan de las provincias? San Luis también existe (se levantaron tres para mostrar que eran de San Luis). Acá estamos los escritores de las provincias, pero la Capital, ese monstruo macrocefálico se come todo.
Por suerte a esa altura ya no peleaban, era como si cada uno quisiera expresar su ira, pero en solitario. Todo iba para cualquier lado cuando se levantó el escritor de La Pampa, y habló de la sequía y de que La Pampa también existe.
Para calmar los ánimos se me ocurrió decir algo amistoso y halagador. Recité:
“Y La Pampa es un verde pañuelo
colgado del cielo, tendido hacia el sol”.
Me miró con torva mirada y con voz de dómine que se dirige al más estúpido de sus alumnos y me dijo:
–Pero ésa es la pampa húmeda, la pampa seca tiene el cardón.
Le dije:
–Claro. Claro.
Y mientras él se explayaba sobre el cardón y su mitología yo recordaba una poesía obscena que conocíamos a los doce años sobre La Pampa y el cardón.
Desde esa vez, nunca más me llamaron de la Feria del Libro para coordinar ni para nada.

* Escritora, autora de El budín esponjoso, Guiando la hiedra, Mudanzas y Del cielo a casa.

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