DEPORTES › OPINIóN

Color de identidad

 Por Mario Wainfeld

Mi padre me empezó a llevar a la cancha siendo yo muy chico. El tenía platea en la tribuna Belgrano, me hacía entrar de garrón. Presencié, aunque no recuerdo, el tramo final de la tripleta de campeonatos de 1955, ’56 y ’57. Apenas si evoco un partido contra Vélez, creo que en 1957 con River ya consagrado o consagrándose (esta nota es de recuerdos de un hincha, no recurre al archivo y elige exponerse a los avatares, correcciones o errores de la memoria). Ganamos cinco a cero.

Ibamos asiduamente salvo a partidos con mucho público visitante. Mi viejo consideraba tales a los librados contra Boca y San Lorenzo. Es un criterio razonable aunque dejaba afuera a Independiente y Racing: el precámbrico era la etapa de “los cinco grandes”. Se me escapan los motivos de la elección y hace 35 años que no tengo cómo preguntárselo.

Padecimos la sequía de 18 años ulteriores asistiendo a la cancha como a misa, con perdón de los ancestros. Varios compañeros míos que entonces eran del colegio, lo fueron de la facultad y ahora lo son de la vida nos acompañaban. El miércoles a la noche y ayer crucé mensajes de texto y guasap con esos jovatos.

Algunos de ese grupo vimos juntos cuando River volvió a ganar torneos, en 1975. Fue un partido raro, contra Argentinos Juniors en Vélez. Jugaban amateurs porque había huelga de los profesionales. El gol que valió llegar al campeonato lo marcó un pibe Bruno, de cuyo devenir no tengo más señales.

River se habituó a salir primero. Enhebraba una agradable saga de campeonatos cuando mi viejo se infartó, cinco años después. Se sobrepuso por unos días, seguía en terapia intensiva. Hubo un partido entresemana que se ganó. Por ahí jugaba Ramón Díaz y metió algún gol o dos, como acostumbraba. Pregunté a los médicos si le podía contar: era buena noticia... me autorizaron. Luego otro infarto se lo llevó en menos de una semana.

El campeonato siguió, era por puntos. Un tiempito después, River salió campeón en un partido un poco inesperado porque se conjuraron resultados favorables: ganó y sus rivales inmediatos perdieron de modo sorpresivo. Era de noche, quizás entresemana, sospecho que contra Tigre. Uno tenía 31, creía ser grande y maduro. También que los hombres no debían llorar en público. Ahorré mis lágrimas en jornadas dolorosas pero ni bien terminó el partido lloré sin contenerme ni disimular.


Ahora tengo varios hijos, de dos prosapias: las familias ensambladas traen ese regalo entre tantos. De ellos, tres son Wainfeld, dos varones y una mujer.

Empecé a llevar a los dos pibes a la cancha desde muy chicos. No teníamos platea, pagábamos lo que se podía según las rachas de fortuna familiar. Trataba de ir a partidos con poco público visitante (en esa era se permitía): equipos de provincias en general. Uno de mis críos, con seis años o algo así, me preguntó si los otros clubes no tenían hinchas.

A poco de divorciarme de su mamá ya había cambiado la regla. Estuvimos los tres en el Monumental repleto un día en que le ganamos a Estudiantes, creo que dos a cero y dimos la vuelta olímpica. La primera que veíamos juntos, de cuerpo presente. El entrañable Mencho Medina Bello metió los dos goles. En uno le tocó la pelota al arquero por un costado y la buscó por el otro para definir, todo en un espacio bien chico. Mientras gritábamos como poseídos, el menor (que tendría 9 o algo parecido) me hizo un gesto con las manos, semejando la maniobra que había entendido sin que nadie se la contara y sin replay. Intuyo que sólo quien fue a la cancha con un hijo o un chico muy querido comprenderá por qué eso me conmovió o restañó tanto.

Estábamos en la cancha en 1996, en la anterior Copa Libertadores ganada. El mayor había conseguido una entrada para manejarse por su lado, con sus amigos. Nos rejuntamos los tres para mirar la vuelta olímpica.

Compartimos con alegrías y desventuras todo lo que pasó después, incluyendo el descenso, discusiones interminables y rememoraciones que se acumularon porque el tiempo, ay y aleluya, sigue pasando.


El miércoles compré empanadas para llevar a la casa donde vive uno de ellos. Nos congregamos dichos, mi nuera, mi compañera de vida y Matías Wainfeld, que cumplirá dos en octubre. Mati calzó la camiseta de River. La pasó bomba con los papás, los abuelos y el tío que lo zarandea y lo hace reír a lo loco. Seguro que no sabía qué pasaba y que sólo le quedará memoria a través de la parafernalia de fotos tradicionales y selfies que se tomaron. Pero se divirtió de lo lindo porque había jolgorio y se le pasó mucha bola. Terminó excitado, muerto de risa, él también.

Les reenvié imágenes a los amigos que ya aludí.

Nos dispersamos en buen orden, bajo un diluvio acaso similar al que regó el Monumental y a nosotros durante una jornada en la que Marcelo Salas se consagró como ídolo reemplazando a Francescoli, marcando dos golazos: tres a cero a Vélez y campeones. Habrá sucedido durante el menemismo, fíjese.


Los abuelos se vinieron de lo que llegaría a ser luego la Unión Soviética. Van cuatro generaciones de Wainfeld nacidos y criados acá. Hay muchas marcas familiares que suelen agradarme aunque algunas dejan trazas de culpa o responsabilidad. Todos asistimos al mismo colegio, los tres de referencia somos graduados de la Universidad de Buenos Aires como mi papá y mi hermana.

Nos asemejamos en muchas cosas aunque ellos, mayormente, son distintos y a mi parecer mejores en tantas otras. Hablamos, reímos y gesticulamos parecido: no tan distinto de como lo hacía Roberto, mi viejo.

Soy judío, poco observante de las tradiciones y pertenencias de “la colectividad”. Soy agnóstico: me inclino a la duda y al pensamiento dialéctico. Con peripecias, soy peronista aunque tendí en general a ubicarme en la minoría de esa fuerza con pretensión de mayoría. Renuncié a la afiliación partidaria, por lo menos, en dos ocasiones. Alguna, la definitiva, estuvo muy bien... otra tal vez no tanto. Participé y milité convencido en la creación de lo que llegaría ser el Frepaso.

La neurosis y la duda, una vocación imperfecta aunque tenaz por la autocrítica son lo mío. Acarreo veinte años de terapia, menos que un tercio de mi existencia pero un pedazo al fin y al cabo.

Mis tíos paternos y mi viejo fueron muy politizados, frondizistas antes que desarrollistas. Antiperonistas todos. Gorilas en general, mi padre trató de no serlo. Creo que por varios motivos. Era un tipo muy sensible y noble que no pudo compartir el revanchismo y la violencia de la Libertadora. Le interesaban las conquistas populares. Y creo (o sé hondamente) que cuando Mario iba creciendo y definiendo pertenencias distintas, quería poder hablar con él sin pelearse. No era sencillo, pero tratamos. El me regaló El medio pelo... de Arturo Jauretche porque le atraía ese peruca socarrón, de lengua filosa y agudo observador.

Las nuevas generaciones traen sus gustos, sus opciones, su concepción del mundo y tienen mucho camino por recorrer y tiempo para cambiar.

Todos somos y fuimos de River. Un trazo de identidad extraño, potente, impensado, irrenunciable.


El párrafo anterior pretende delinear que la indagación sobre la propia identidad es una obsesión o una búsqueda... una compañera de ruta. Me acompaña como la sombra al cuerpo desde que me creía grande y tenía menos que la mitad de mi edad actual, que me impresiona.

Como cualquier persona informada sé de las transas del fútbol, los negociados, la incidencia brutal de la tele y la avidez capitalista... He escrito sobre eso en este diario, parte de mi vida e identidad, en el que acostumbro ocuparme de otras temáticas.

Pero practico lo que, en otras ligas, se nombra o describe como suspensión transitoria de la incredulidad. Me dejo llevar, de ratos y de modo circunscripto, por la camiseta o la pasión que también (subrayo y relativizo el “también”) integran mi historia. Sin mucho esfuerzo puedo hacer un recorte que las mezcle.

De eso se trata, por un tiempito, porque el derecho a la celebración y la distensión existen, merecidamente.


Dejo para otra vez o para nunca jamás alusiones al partido. Mecho solamente una escena inolvidable de anteayer. El uruguayo Sánchez agarrando la pelota para patear el penal: convencido y orgulloso. Cavenaghi, el ídolo que se despide, le pregunta si está seguro. Sánchez se afirma, el capitán no sobreactúa su deseo. Cave, enorme, lo deja hacer. Cede, seguramente a sabiendas de que no marcará goles en su último partido en River. No forcejean, no alardean, no sobreactúan: forman parte de un equipo lo que a veces impone su lógica. Eso es espíritu futbolero en estado puro, eventualmente se hace ver.

Solo inserto esa mención porque quise contar otra cosa en este recreo mientras “el cronista” se prepara para dedicarse en los días venideros a las PASO y a las sanas rutinas democráticas, su laburo en esencia.

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Imagen: Gonzalo Martinez
 
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