DIALOGOS › LUIS MAIRA, EMBAJADOR SALIENTE DE CHILE EN ARGENTINA, ANALIZA LOS VEINTE AñOS DE GOBIERNO DE LA CONCERTACIóN

“Allende hubiera hecho el mismo aprendizaje que nosotros”

A punto de dejar la embajada chilena en Buenos Aires por el cambio de gobierno en su país, Maira repasa desde adentro el desempeño de la Concertación en 20 años. La fuerza de la dictadura, las trabas que impuso. Los logros y la gran deuda: la desigualdad. Los desempeños económicos, en derechos humanos, en la integración regional. Lo que sumó Bachelet. El futuro del centroizquierda chileno. Y un recuerdo de Allende.

 Por Mario Wainfeld

–¿Dónde estaba usted y qué hacía el día en que la Concertación ganó su primera elección presidencial?

–Estaba en Concepción, una zona donde teníamos una base sindical muy fuerte. Fui candidato y presidente de un partido instrumental que armamos para incluir en las listas a todos los proscriptos por la Constitución de Pinochet, que eran muchos. Como yo era uno de los cinco dirigentes del comando electoral que había ganado el plebiscito de 1988 tenía una situación impecable y fui cabeza de lista. Competimos, hubo apoyo a (el luego presidente Patricio) Aylwin, pero no hubo pacto parlamentario con la Concertación. Salí segundo pero, por el sistema electoral establecido por la derecha, el tercero logró superarme. Perdimos ahí pero vivimos la experiencia de un triunfo en la elección presidencial y la derrota de la dictadura.

–A tantos años vista, ¿qué objetivos no logrados por la Concertación deplora especialmente?

–Chile, miraba recientemente estadísticas, está primero en 18 de veintitantos indicadores internacionales. En libertad económica, en competitividad global, en conectividad con la economía mundial, en paz y tranquilidad, en calidad de vida, en desarrollo humano. Pero hay un dato que balancea y neutraliza todo ese progreso: la desigualdad de ingresos. Chile, sobre 126 países, es el 114º. Y en América latina, decimocuarto, en la columna más baja del bloque. Todo lo logrado, en casi todos los rubros económicos y sociales (tan importantes como mortalidad infantil, desnutrición, analfabetismo), contrasta con la desigualdad y la distribución del ingreso.

–¿Encuentra una explicación o un atisbo de explicación...?

–Primero, una base histórica que no se ha podido corregir. La desigualdad viene de mucho tiempo atrás. Los gobiernos de la Concertación han hecho enormemente ricos al 10 por ciento más rico y menos pobres al diez por ciento más pobre... pero la relación entre ambas series se ha mantenido. El diez por ciento más rico debe ganar treinta veces más...

–Ahora ganó la derecha. Aun con esas reservas que usted señala, ¿lo mejor ya pasó?

–Hoy nos damos cuenta de que la dictadura militar logró muchas cosas. Una, sin duda, es la refundación de Chile, más moderno, más eficiente, que obligó a que muchas medidas que tomamos después siguieran por ese cauce. En el escenario político se pasó de un escenario de tres fuerzas equilibradas: derecha, centro e izquierda que permitía que el tercio que creciera más tomara el poder (Alessandri, Frei y Allende por cada sector hasta 1970) a uno en el que país estaba dividido más o menos en mitades. Ya se vio en el plebiscito de 1988 y se ha confirmado desde entonces. El tercio que creció hasta ser cerca de la mitad fue el que juntaba al centroderecha: centro y derecha. Nosotros tuvimos que construir ese instrumento político que fue la Concertación para contrarrestar ese ascenso y formamos una coalición de centro e izquierda. Eso puede ser similar en Brasil con José Serra, en Uruguay también el centroderecha ronda la mitad. En ese cuadro de dos grandes bloques, hay alternancia, lo que no hay que ver como catastrófico, hay que pensar el futuro. En Chile el centroizquierda se retira ordenadamente, con un buen resultado. Está vivo, puede plantearse nuevos programas y proyectos. Se trata de una fuerza que ejerció el poder por veinte años (el período más prolongado de una coalición en la historia moderna y contemporánea de Chile) y que no tuvo la capacidad de repensar la sociedad y los cursos de acción con la profundidad que lo hizo en los años ‘80. Ahora, tiene un conocimiento muy profundo del Estado y del arte de gobernar. Con ese conocimiento y un segundo impulso hay que proponerse revertir la desigualdad. Con la presidencia de Michelle Bachelet se había agotado el proceso de la transición. El presidente (Ricardo) Lagos, con un proceso muy complicado, consiguió en agosto del 2006 extirpar de la Constitución las reglas más arbitrarias, las reglas de la tutela autoritaria. Teníamos una democracia, reglas más o menos establecidas, estábamos en posibilidad de pensar de una manera más abierta. La presidenta Bachelet se hizo cargo de esa situación, sobre todo desde el punto de vista de la inclusión social. El sello de su gobierno fueron cambios muy drásticos en el sistema de seguridad social para darle una oportunidad a personas que no tenían cotización o participación formal en el sistema de pensiones. Establecimos una suerte de pensión universal para amas de casa y trabajadores en negro. Se le dio estímulo, mediante un programa muy amplio, a las mujeres jefas de hogar para que pudieran trabajar y educar a sus hijos. Avances en el sistema de salud, en el educativo. Eso se reforzó, cuando vino la crisis, con políticas contracíclicas. Eso fue visto por la gente como un hecho positivo... pero no alcanzó. La Concertación deberá aceitar esos avances pero revisando otras desigualdades.

–Cuando se discute el modelo chileno se los acusa de haber transigido con los lineamientos neoliberales, haber conciliado con los partidarios de la dictadura. Mucho de eso se expresó en el discurso de Marco Enríquez Ominami. ¿Cómo respondería a esas críticas?

–Primero, destacando que nunca seguimos las reglas del Consenso de Washington. Luego, señalando la complejidad de nuestro proceso de construcción de la democracia. El terreno quedó minado con factores sofisticados y diversos: un sistema electoral binominal que privilegia a la primera minoría, los “senadores designados”, no surgidos del voto, mayorías inalcanzables para las reformas constitucionales importantes. Por otro lado, en materia económica, la dictadura tuvo un comportamiento, digamos, discreto: en todo su gobierno el PBI creció un promedio del 2,9 por ciento, según estudios de uno de nuestros economistas más serios, Ricardo French Davis. Pero en el último quinquenio tiene una recuperación, es de 6,4 por ciento anual, muy alto. Eso permite a los defensores del régimen militar identificar el ciclo virtuoso con toda la dictadura. Los primeros gobiernos de la transición estaban forzados, políticamente (para no perder elecciones), a no bajar ese crecimiento durante sus primeros mandatos. El gran test era tener esos resultados. Se logró y se superó pero a costa de postergar cualquier esfuerzo de cambio social o de medidas transformadoras. Y otra cuestión: la Concertación no es un partido de izquierda: para poderle ganar a la derecha hubo que sumar varios componentes de centro. Su programa nacional buscó varios equilibrios. Con los gobiernos finales, con personas que tenían un tono socialista (Lagos, Bachelet) el componente de cambio se pudo acentuar. Aparte, el tiempo había levantado algunas hipotecas, ya no había riesgo de asonadas militares. Las hubo al comienzo, no menores que las de (Aldo) Rico y (Mohamed Alí) Seineldín.

–¿Cuál es el saldo en materia de derechos humanos?

–La reivindicación, como en todos los países, se planteó en términos de verdad y justicia. Creo que nuestro desempeño, sin ser perfecto, fue más que aceptable. La dictadura dejó muchas trabas y restricciones que debimos vencer. Años después, se logró conformar una comisión restringida a investigar al principio los casos con resultado de muerte. No era posible abordar situaciones tan dramáticas como el exilio, la tortura y las listas negras. Se relevaron las denuncias y la Comisión presentó un informe con casos perfectamente documentados. Durante el gobierno del presidente Lagos se formó la llamada “comisión Valech” (por el obispo que la presidía) que se concentró en los casos de tortura, que documentó 25.000 casos. Siempre es un número referencial, porque la estimación de estudios de derechos humanos es que la cifra fue de 140 o 150 mil casos. Hubo mecanismos de compensación para los familiares de las víctimas en caso de muerte y para las propias víctimas, en caso de tortura. Luego, en el gobierno de la presidente Bachelet se construyó un Museo de la Memoria, estética y materialmente muy impresionante, paradójicamente muy hermoso desde el punto de vista arquitectónico. Se ha rendido homenaje, recordado y restablecido la dignidad de las víctimas, fue acogido muy bien por la sociedad. Y están los juicios que se han iniciado, empezando el que afectó al propio general Pinochet. Hubo desafueros a muchísimos oficiales, muchos detenidos de alta graduación. No ha sido un proceso fácil ni rápido, ha durado años y hasta décadas. El balance es bastante impresionante, en una mirada comparativa con otras dictaduras de seguridad nacional, piense en Brasil o en Uruguay, por ejemplo.

–¿Es paradójico o es lógico que la derecha haya debido esperar hasta poco después de la muerte de Pinochet para llegar al poder?

–Es lógico, la derecha tenía que desprenderse del desprestigio en el que cayó Pinochet. Recuerde que en Chile la derecha se “pinochetizó” y mantuvo altos niveles de adhesión democrática. En 1989 veíamos que mucha gente que con orgullo se confesaba continuadora de la obra del general Pinochet, negaba la existencia de violaciones de derechos humanos, atribuía a la dictadura niveles altos de probidad pública. Luego se logró probar la corrupción de la dictadura y del propio general Pinochet. En los últimos años, él era un problema para la derecha. La verdad, ahora un hombre no comprometido con la dictadura en el plebiscito del “No” (se refiere al presidente electo Rafael Piñera) podía decir “¿hasta cuándo hablamos de cosas que pertenecen a las páginas de la historia? Hablemos del presente y del futuro”.

–Recorramos su lectura sobre la relación entre Chile y la región en estas décadas.

–La Concertación trabajó con dos módulos de inserción internacional. Uno era intentar estar activamente presente en la nueva tendencia de intensificación de la economía global. Se consideró favorable para Chile tener una inserción equilibrada entre los bloques del mundo capitalista desarrollado (Europa, América del Norte y Oriente asiático). El segundo impulso (más político que económico) fue estar más activamente en América latina. En el gobierno que nosotros recibimos ya había aranceles muy bajos. En el promedio de aranceles de Mercosur había 6 a 8 puntos de diferencia más que en Chile. Si queríamos entrar como miembros plenos del Mercosur hubiéramos tenido que hacer la paradoja de subir nuestros propios aranceles para favorecer la integración comercial, lo que no era posible ni razonable. Nuestra inserción económica en Mercosur como país asociado tuvo derivaciones, como la integración política, cultural, subnacional entre provincias argentinas y regiones chilenas. En eso, no estamos descontentos del resultado. Hemos sido socios fundadores, en 2004, de la Comunidad Sudamericana de Naciones y hemos sido socios fundadores de su cambio a Unasur. Fuimos el primer país que ejerció la dirección pro tempore. La conducción de Michelle Bachelet, creo que hay consenso en toda la región, fue activa, inquieta, sensible. Resolvió la crisis de Bolivia en la reunión de todos los presidentes en el Palacio de la Moneda. Sancionó la existencia de un consejo latinoamericana de seguridad, a propuesta de Brasil. Y trató, sin éxito, de resolver la existencia de una autoridad ejecutiva permanente. En América latina hemos hecho un gran esfuerzo, el intercambio económico es mucho mayor, tres o cuatro veces más que en 1990.

–Le pido una reflexión (o una autocrítica) acerca de cómo verían ustedes mismos lo que hizo y dejó de hacer la Concertación, comparado con el imaginario que tenían en los ’70.

–Quienes estábamos militando en partidos de izquierda en esos años teníamos otra clase de sueños. No me refiero sólo a Chile, en América latina: éramos más pobres y teníamos ilusiones mucho mayores. Pensábamos que el mundo iba hacia la izquierda, hacia el socialismo. Que una sociedad con mayores niveles de igualdad, de libertades públicas vendría, casi inexorablemente, en reemplazo de las sociedades que teníamos. Esa ilusión se desvaneció con el fin de la Guerra Fría. De una izquierda voluntarista que se negaba a ver la realidad, se pasó a una pragmática y desencantada. Hay un dato muy real: las elecciones en que Aylwin le ganó al candidato de Pinochet, Hernán Büchi, fueron el 14 de noviembre de 1989, un mes exacto posterior a la caída del Muro de Berlín. Fue un viraje drástico en la historia, seguramente el más grande en el siglo veinte. Ni siquiera lo igualan las guerras mundiales, que reordenaron mucho el sistema internacional. Se terminó la existencia de bloques en torno de las dos superpotencias, que competían por un proyecto de ideas. Eso convulsionó a la izquierda chilena. Convivían un sector más ortodoxo, vinculada al Partido Comunista, cercano al modelo de los socialismos reales, y una izquierda heterodoxa que lideraba el Partido Socialista, de raíz latinoamericana, vinculada a una idea del Movimiento de Países No Alineados que quería hacer una síntesis de la búsqueda de igualdad de los socialismos reales y la búsqueda de más amplias libertades públicas, más afín a las socialdemocracias europeas. Cuando llegamos al gobierno, estábamos muy lejos de las expectativas de otro tiempo: los sueños de otras décadas eran inimaginables en 1990.

–El mundo no fue para el lado imaginado en los ’60 y ’70. Hoy ¿parece que va para algún lado?

–En septiembre de 2008 estalló la crisis más severa que el capitalismo ha tenido desde la Gran depresión de 1929. Eric Hobsbawm dijo muy acertadamente que esa crisis iniciada en Estados Unidos es para el capitalismo de Wall Street lo que la caída del Muro de Berlín representó para los socialismos reales. Una bancarrota de un tipo de concepción del hombre, del mundo y de la historia, propias del pensamiento neoconservador. Lo cual parecía muy alentador para colocar sobre el escenario visiones alternativas y hacer una crítica tan devastadora como ellos hicieron cuando vino el desplome de la Unión Soviética. Dos años después, se comprueba que no se hizo. Más bien tenemos un proceso de ajuste y reacomodo donde (colocando una cantidad sideral de recursos) se logró reflotar, nadie sabe si definitiva o temporalmente, las instituciones que cayeron en bancarrota. Pero nadie hizo el balance que posibilitaba diseñar caminos distintos, otro tipo de programas y proyectos. Especialmente, en una región como América latina que esta vez no fue el epicentro del surgimiento de la crisis sino más bien un refugio. Hemos pasado de largo momentos que eran muy promisorios. Teníamos acumulada una cierta capacidad mayor de resistencia a la crisis, producto de cinco años y medio de crecimiento muy bueno, reducción de la pobreza y de la desigualdad, acumulación de reservas internacionales... Es un tiempo para que hagamos una cierta autocrítica, de pensar por qué no avanzamos más en los años de vacas gordas, cuando había esta hegemonía tan clara de los gobiernos llamados progresistas, por más que fueran distintos entre sí. Se podría haber avanzado más en la integración latinoamericana.

–Cuando dice “hagamos una autocrítica”, no habla exclusivamente de Chile...

–Hablo de todos los que nos definimos como progresistas. Dejamos pasar la oportunidad y el agua vuelve al cauce.

–Le propongo un juego de imaginación. Imagine que usted y sus compañeros se encontraran ahora con Allende. Y éste les preguntara: “¿Muchachos, qué hicieron con mi legado, con nuestra tradición?”. ¿Cómo dialogaría con él?

–La última conversación que tuve con el presidente Allende fue durante un almuerzo en el Palacio de La Moneda, una semana antes de que muriera. Tuve la sensación de que él tenía muy clara la frustración del desenlace de la experiencia que había encabezado. Ese mismo día fue el último gran desfile de militantes, de trabajadores, de los partidarios de la Unidad Popular. Se asomó a la ventana y dijo “esa gente, cuando mi gobierno se termine, va a pagar la irresponsabilidad y la falta de acuerdo que hemos tenido los políticos”. El aprendizaje del fracaso del gobierno de la Unidad Popular que hicimos luego muchos de nosotros, tengo la impresión, también lo habría hecho Allende... si la dignidad de su conducta no lo hubiera llevado a disponer de su vida para no caer en manos de los militares. No se pueden hacer grandes transformaciones con respaldos minoritarios, el gobierno de la Unidad Popular entró al poder con 36,4 de los votos, luego subió sin llegar al 50 por ciento. Las cosas tenían que ir a un ritmo proporcional a la relación de fuerzas. Muchas actitudes de extremo voluntarismo al interior de nuestra propia fuerza nos llevaron al desenlace que tuvimos. La otra cosa que Allende hubiera apreciado, porque era un político tremendamente agudo y lúcido, era la fortaleza del régimen militar que lo sucedió. Chile tuvo una tecnocracia civil que instrumentó un modelo neoliberal más exitoso que el de Argentina o Uruguay. Allende habría percibido esa fortaleza y, realista como era, hubiera propuesto un programa de acercamiento gradual a desmontar esa poderosa maquinaria y abrir algunos horizontes nuevos. Hubiera sido interesante, también, ver con él lo que fue el derrumbe del proyecto de la Unión Soviética y de los socialismos reales y las muchas miserias que muchos conocimos en ese momento y que no habíamos visto antes.

–¿Cuánto tiempo estuvo como embajador en la Argentina y cuándo se va?

–Me faltaron tres meses para los seis años. Parto el diez de marzo, un día antes de que se vaya la Presidenta, para acompañarla a ella.

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Imagen: Sandra Cartasso
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