DIALOGOS › DIEGO TATIAN, DECANO DE FILOSOFíA Y HUMANIDADES DE CóRDOBA, ESTUDIOSO DE SPINOZA

“Mi libertad empieza donde empieza la libertad de otro”

Para el filósofo cordobés, Baruch Spinoza ofrece una visión de lo democrático como apertura y no como bloqueo. Lo plantea como una forma de “potenciar lo colectivo”, una mirada opuesta al llamado republicanismo conservador.

 Por Veronica Gago

–Reivindica el “valor de uso” de la filosofía de Spinoza. En concreto, ¿qué claves da este filósofo para pensar qué significaría una radicalización democrática hoy?

–En mi opinión, Spinoza invita a pensar la democracia como manifestación, incremento, apertura, composición imprevista de diferencias, y nunca como bloqueo del deseo por el procedimiento. Democracia significa en su pensamiento un régimen en el que la Constitución, las leyes y los procedimientos son instituciones forjadas por la vida popular, por las luchas sociales y la experiencia colectiva, que de este modo es siempre autoinstitución. Se trata de una noción de democracia que nunca presupone la desconfianza de la potencia común, la inhibición por el miedo, ni la despolitización del cuerpo colectivo para su control.

–Ese sujeto colectivo, multitudinario, es entonces el protagonista democrático...

–La “multitud” spinozista es democrática en un doble sentido: por una parte como designación de un poder popular, una potencia inalienable e intransferible, un derecho en acto constitutivo de la realidad social; por otra, multitud democrática significa preservación de las diferencias que la constituyen por naturaleza, resistencia a la uniformidad; multiplicidad sin centro que no admite nunca ser reducida a la unidad; conflicto irrepresentable que produce institucionalidad, dándose a sí misma una forma viva. Por eso, la libertad de pensar y manifestar el pensamiento tiene en Spinoza un núcleo democrático, no liberal.

–¿Cuál es la potencia de esa figura que es en el fondo irrepresentable?

–Multitud no es el poder del número, ni el ejercicio inmediato de la fuerza, sino (y Cecilia Abdo Ferez escribió un trabajo muy hermoso sobre esto) fondo barroco irrepresentable, nunca pleno, ni completo, ni totalizable, del que emergen figuras indeterminadas y transitorias, imposibles de traducir en términos de dominación de la mayoría sobre las minorías. Se trata de lo inconsistente mismo que atesora la novedad y la invención. Creo que estos elementos proporcionan una importante inspiración teórica para pensar y construir la democracia en Latinoamérica.

–¿Qué implica que no se pueda pensar una teoría política despojada de una teoría de las pasiones?

–Hay política porque la vida humana es apasionada; de otro modo no sería necesaria, ni lo sería la ética; ese reconocimiento es el principio de la conversación colectiva de los seres humanos acerca de sí mismos, y las acciones políticas, tanto como las ideas filosóficas, la literatura, el arte, producen, en el mundo de las pasiones, alianzas, desvíos y elaboraciones que, sin suprimirlas, las dotan de una dirección y abren la posibilidad de una vitalidad no destructiva. El horizonte de la política sería un creciente incremento de la potencia colectiva, que no obstante preserva la multiplicidad de singularidades en equilibrio e involucra una trama de afectos entre los cuales hay uno, de muy difícil traducción, que Spinoza llama hilaritas.

–¿Qué significado tiene?

–Podemos definirla como una alegría integral que no puede tener exceso; un afecto resultante del vivir en común democrático, forma de ser los unos con los otros que no presupone una despotenciación de esa multiplicidad, ni un sacrificio del derecho natural para su preservación y su paz, sino que esa paz resulta de una circulación ininterrumpida de afectos y de conceptos que establecen reciprocidades complejas.

–Señala la importancia del realismo en política y en particular como base de las instituciones democráticas. ¿Qué entiende por realismo y con qué perspectiva está discutiendo?

–Es muy importante desmarcar la democracia del idealismo que postula por principio del pensamiento una representación de cómo los seres humanos deberían ser (racionales, virtuosos, solidarios, austeros, justos), para tomar en cuenta el poder de las pasiones sobre la vida humana. Despojada de este legado maquiaveliano, la democracia sería impotente y frágil. Ello no quiere decir que los individuos y las sociedades estamos condenados a las pasiones tal y como irrumpen inmediatamente. Esta perspectiva permite una idea de República no sacrificial.

–¿En qué sentido?

–En tanto el consenso no es pensado como anulación de las diferencias, ni la institución como supresión del conflicto, ni la libertad es el diezmo a pagar por la obtención de seguridad. Diferencia y consenso, conflicto e institución, libertad y seguridad permanecen términos inescindibles, abiertos a un trabajo del pensamiento y de las prácticas sociales. Esta manera de pensar busca no contraponer las nociones de República –conjunto de instituciones que confieren una forma a la vida social– y democracia –palabra que designa el mundo de los deseos, pasiones y anhelos de los sectores populares–, sino que muestra más bien su implicancia mutua.

–Es un uso distinto al republicanismo moral de ciertos discursos políticos.

–En la actual discusión argentina se suele recurrir a la palabra República, al contrario, como palabra de orden y bloqueo de toda transformación social. Es necesario disputar ese término, recordar una proveniencia antigua que no separa la República de los litigios sociales (Eduardo Rinesi tiene textos importantes al respecto) y rescatarla de la acepción vacía que la reduce al solo imperio de la ley.

–Traduce la noción de utilidad de Spinoza como “deseo de otros”. ¿Qué tipo de torsión supone sobre la clásica idea de utilidad como beneficio individual?

–El concepto de “utilidad” es un concepto que le llega a Spinoza del estoicismo, nada tiene que ver con el autointerés, ni remite a la idea de un individuo posesivo, ni a la antropología del egoísmo. La utilidad spinozista tiene siempre una dimensión colectiva porque remite a una teoría de la potencia singular, con la que define la esencia misma del hombre, cuyo desarrollo y plenitud no presuponen la impotencia de otros sino al contrario: más se realiza mientras más común sea. Creo que el spinozismo permite sustituir el apotegma liberal que reza “mi libertad termina donde empieza la libertad de otro”, por éste: “Mi libertad empieza donde empieza la libertad de otro”. Sería ésta una expresión muy precisa de lo que Spinoza entiende por “utilidad”.

–Así, la “utilidad” está muy vinculada con la libertad.

–La libertad es el lugar del otro. La singularidad es el lugar del otro, es abierta al mundo, afectada y constituida por la exterioridad. Por eso es que también la relación con uno mismo es política. La autoclausura del deseo es la forma última de la dominación, efecto de una activación ideológica del miedo. Si el habitante de la isla solitaria hubiera sido un spinozista y no un hobbesiano como Robinson, la huella en la playa no le habría motivado angustia por la inminencia de otro, ni un apertrechamiento para custodiar sus propiedades, sino seguramente un deseo de encuentro, curiosidad, pasiones de compañía.

–Escribe lo siguiente: “Una organización democrática y libre nunca exige nada contra la naturaleza”. ¿Cómo pensaría desde acá los actuales conflictos por la explotación de recursos naturales?

–Esa frase tiene que ver en primer lugar con la naturaleza humana. La democracia es la forma de vida colectiva más natural porque preserva y extiende la libertad de pensar, de hablar, de hacer, y no exige una anulación de la multiplicidad humana (la naturaleza es la misma para todos y a la vez se expresa de manera diversa). La democracia no daña ni exige una represión de esa naturaleza sino que la expresa, la enmienda, la expande, la prolonga en formas creativas, en cuanto aventura colectiva para seres humanos de carne y hueso, no para ángeles. Al mismo tiempo, hoy debe incorporar a su reflexión y a su ámbito no sólo lo que tiene que ver con la relación humana sino también la relación con la naturaleza y los recursos de los que nos valemos para sostener la vida. La naturaleza ha dejado de ser un objeto de sola intervención técnica que puede ser ilimitadamente saqueada para provecho humano; la relación con ella se vuelve también política. Reconocerles o restituirles derechos a las formas de vida no humanas, a la naturaleza como un todo, es una urgencia a la que la democracia debe extender su significado e incorporar a sus luchas. La humanidad no está en el centro, el resto de los seres no son propiedades suyas de las que puede disponer a su antojo, la naturaleza no tiene centro, ni es jerárquica.

–¿Por qué propone la prudencia y la cautela como cualidades políticas?

–La prudencia es una virtud que protege todo lo que es radical, transformador, o simplemente raro, de las amenazas a las que estaría expuesto en un mundo en el que los poderes fácticos, y también un conservadurismo del sentido común, reaccionan contra la fuerza embrionaria de las cosas nuevas allí donde aparecen; contra las ideas, las experiencias y las iniciativas de las que puede brotar una diferencia. Esto era así en el siglo XVII, al que aún no había llegado el espíritu voltaireano de un enfrentamiento abierto con el trono y el altar bajo el modo de la provocación, el desafío directo y la manifestación inmediata de las ideas.

–¿Y en la actualidad?

–En mi opinión, la prudencia vuelve a tornarse necesaria para una cultura política de izquierda después del desastre de los llamados “socialismos reales”, las ostentaciones de fuerza de las organizaciones revolucionarias en los años ’70, cuya imprudencia teórica, política y militar no fue irrelevante en el proceso de aniquilación de las que fueron objeto. La prudencia no es inacción, ni temor; es el registro lúcido de lo que hay, lo que ampara a la praxis política de su malversación, una manera de afrontar la adversidad, un vínculo con los otros adversos no mediado por la destrucción sino por el trabajo, una paciencia que cuida lo que quiere nacer, o acaba de hacerlo. La cautela es la potencia de lo raro.

–El don y la generosidad son dimensiones que se reiteran en su lectura. ¿Cómo se vinculan con la práctica intelectual?

–El trabajo intelectual tiene por materia las ideas y las palabras; muchas de las cuales –la inmensa mayoría– nos han sido legadas, pueden ser muy antiguas, han sido pensadas y pronunciadas por hombres y mujeres de otros tiempos o de otros lugares. En ese sentido, la cultura es un don que permite un trabajo: el trabajo de contribuir a pensar y decir cosas nuevas, o cosas viejas de otro modo. La generosidad adopta un sentido político –más allá de su significado inmediatamente económico y de su acepción ética– cuando la práctica intelectual se detiene en dramas sociales inmediatos o en singularidades remotas y cosas a veces muy minoritarias, de manera irrecíproca, sin perder nunca un sentido tribal, una aspiración de comunidad, y una motivación real en los seres con los que compartimos el tiempo. La generosidad así comprendida es también una manera de preservar a las ideas de su captura por la mercancía y su anegamiento en una rutina dominada por la sola relación costo/beneficio. El pensamiento y el trabajo intelectual están siempre amenazados por tentaciones burocráticas, que a mi modo de ver avanzan cuando los otros, las personas, desaparecen de su horizonte de sentido.

–¿Cree que la filosofía política que hace eje en la democracia, la diferencia, el reconocimiento y la igualdad deben afrontar también la cuestión del trabajo y de la llamada “economía”? ¿O considera que éste es un terreno viciado por el modo en que lo trató el marxismo economicista?

–El mundo del trabajo y de la economía se presentan como campos abiertos a la comprensión y la transformación; es un terreno que no debe ser abandonado, tampoco cedido a quienes quieren hacer creer la inexorabilidad del capitalismo, ni a la pereza economicista de los que repiten consignas inconmovibles, sea lo que sea que suceda en el mundo. La economía no está regida por leyes naturales frente a las que debamos rendirnos; es un hecho social, el producto de una imaginación colectiva para organizar la vida en sociedad que pudo haber sido otra, y que puede ser otra.

–¿Bajo qué premisas?

–La economía es una dinámica de intereses que debe estar subordinada a la política y, como todo, al pensamiento humano; expresión con la que no me refiero a ningún saber técnico, competente o especializado, sino todo lo contrario. ¿Qué son la riqueza, la propiedad, el dinero, el trabajo, el producto del trabajo? La renovación de la pregunta por estos conceptos, en contigüidad con las transformaciones empíricas que se producen en el mundo de la vida pública, debe tomar muy en serio el colapso de las ciudades y el estropicio que el régimen capitalista produce en la naturaleza y los recursos naturales. Es ésta tal vez la mayor tarea por delante: pensar una economía contra la acumulación, que permita trabajar a todos, y a todos trabajar menos.

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