DISCOS › MILES DAVIS REEDITADO

El sonido estalla en miles de Miles

Un disco de baladas, grabado en 1964 con su quinteto, y el álbum más cercano al rock de los ’70 dibujan un perfil genial.

 Por Diego Fischerman

En una época en que la cultura tenía algún prestigio en Argentina, las candidatas de los concursos de belleza solían inventarse un perfil que creían mejor que el propio diciendo que leían a Borges y Cortázar. Hay nombres que con su sola mención alcanzan para poner en escena un mundo refinado; para hablar, sobre todo, del refinamiento de quien es capaz de mencionarlo. El de Miles Davis es uno de ellos y, como los de Borges y Cortázar, es parte de una impostura. Conviene entonces despojar a Davis de su mito, olvidarse por un momento de que ya se sabe que es genial, abandonar la certeza preconcebida y escucharlo. Y los dos CD que BMG-Sony acaba de editar en versión nacional –y que se venden a $19– proporcionan una ocasión extraordinaria.
My Funny Valentine recoge parte del concierto del quinteto de Davis el 12 de febrero de 1964, en el Philharmonic Hall (hoy Avery Fisher Hall) del Lincoln Center. A tribute to Jack Johnson fue grabado en 1970 y originariamente fue la música de un film documental de William Cayton. En el primero –dedicado a baladas, con su contraparte en For and More que incluía los temas en tiempo rápido del mismo concierto– toca el núcleo del que sería su segundo gran quinteto: Herbie Hancock en piano, Ron Carter en contrabajo y Tony Williams, en ese entonces de 18 años, en batería. Pero en saxo estaba George Coleman en lugar de Wayne Shorter. Y en ese concierto Coleman tocó, según la autobiografía de Davis, “mejor que cualquier otra vez que yo lo haya escuchado”. El disco es, sin duda, uno de los mejores de la carrera de un trompetista que empezó muy joven y que nunca se resignó a ser viejo.
El segundo álbum es más polémico. Parafraseando a Macedonio Fernández podría decirse, por ejemplo, que es el último disco bueno de Davis. O, tal vez, el primer disco malo, siempre y cuando se piense que, a partir de 1970, Davis dejó de hacer buen jazz para empezar a hacer mal rock. Lo cierto es que el camino que había estado insinuándose desde 1968 y que había comenzado a cristalizarse en los fantásticos In a Silent Way y Bitches Brew en este tributo al boxeador Jack Johnson tomaba la forma de dos largas zapadas en las que el rock influido por el blues –o viceversa– de Cream (el trío de Eric Clapton, Jack Bruce y Ginger Baker), Jimi Hendrix Experience, Alexis Korner y Jeff Beck hacía su primera y contundente entrada en un género en el que hasta ese momento la modernidad había pasado más por el atonalismo y atematismo, por la caída de los pies rítmicos regulares y la crispación tímbrica del free jazz. Hancock en piano eléctrico y órgano, el guitarrista inglés John McLaughlin virtualmente debutando en Estados Unidos –y aquí tocando mucho más cerca del rock que del jazz–, Steve Grossman en saxo soprano, Mike Henderson en bajo eléctrico y Billy Cobham en batería tocan allí sólo dos temas, Right Off, de casi 27 minutos, y Yesternow, de un poco más de 25, que en realidad es una especie de reciclaje de Shh/Peaceful, que Davis ya había grabado en febrero de 1969 junto a Shorter, Williams y Dave Holland en contrabajo.
Y en ambos discos está, por supuesto, la trompeta de Davis. ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué tiene de tan especial ese músico que comenzó junto a Charlie Parker y concluyó junto a Prince? ¿Hay algo real detrás del mito? ¿Hay otro mérito que el de haber elegido siempre grandes músicos para tocar con ellos? Una de las cualidades evidentes de Davis es la de haber cambiado de rumbo tantas veces como sólo podría haberlo hecho alguien no sólo profundamente convencido de las verdades de la evolución y de las virtudes de la revolución, sino también con el talento como para ponerlas en práctica. Pero atrás de esos cambios, sosteniendo el papel de fundador del be-bop, del cool, del jazz modal y del jazz-rock, están su sonido y su fraseo y una condición de unión y mutua necesidad entre ellos tan enigmática como poderosa. El timbre, en Davis, es un elemento del fraseo y eso, obviamente, también funciona a la inversa. La manera de articular, casi sin ataque, relajada al extremo, y el sonido velado, siempre declaradamente oscuro –incluso cuando utiliza con el registro agudo– son una parte de la cuestión. La otra es el uso de la disonancia. Para Davis no se trata de adornos ni de maneras de acumular tensión. Todas sus notas son tensas con respecto a los acordes. La disonancia es permanente. El sonido es blando y lo que suena es de una dureza asomada al abismo.

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Miles Davis empezó joven y nunca quiso ser viejo.
 
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