ECONOMíA › TIPO DE CAMBIO

El motor de la “competitividad”

La cotización del dólar volvió al centro del debate a raíz de la baja nominal registrada entre abril y junio. Los especialistas reflexionan sobre los pros y los contras que supone un tipo de cambio competitivo.

Producción: Tomás Lukin


“Quién paga los costos”

Por Mariano Féliz *

La política oficial apunta a garantizar la llamada “competitividad” de la economía, intentando sostener un tipo de cambio real (TCR) “elevado” (dólar caro). Se busca que los precios y costos internos sean bajos en dólares en comparación con los precios y costos en dólares en el resto del mundo. El país se hace más “barato” y la mayor “competitividad” se manifiesta en un mayor superávit (o un menor déficit) externo.

Al tener este objetivo en mente, el Gobierno argentino asume que puede controlar o determinar el nivel “tendencial” (de “largo plazo”) del cambio real. Esto supondría que a través de la política monetaria y fiscal el Gobierno podría “elegir” tener un dólar alto.

Esto no es así. En realidad el valor del tipo de cambio real es el resultado de determinaciones ligadas al proceso de acumulación y valorización de capital en la economía. La política monetaria y cambiaria tiene pocos efectos sobre el valor tendencial del tipo de cambio, pues el mismo es estructuralmente rígido. Esto no significa que no pueda ser alterado por medio de la política pública. Lo que sí expresa es que el manejo del TCR a los fines de alcanzar la tan mentada “competitividad” involucra otro tipo de elecciones de política (económica).

El tipo de cambio real está determinado esencialmente por los niveles de productividad de la economía y la relación entre la tasa de ganancia y los salarios reales, comparados entre países. Si la productividad aumenta en un país (en comparación con el resto del mundo), el TCR puede aumentar pues la mayor productividad induce una baja en los costos de producción internos, aumentando la “competitividad” (lo que es un eufemismo para denominar la ganancia empresaria). Lo mismo ocurre cuando bajan los salarios reales en un país en relación con el resto del mundo: el tipo de cambio real aumenta pues se reducen los costos internos y las empresas se hacen más “competitivas”. Por esto, el tipo de cambio real tenderá a ubicarse en un nivel que estará determinado por la productividad laboral y los salarios reales de la economía, siempre comparados con esos mismos valores en el resto del mundo. En consecuencia, el tipo de cambio real será estructuralmente “rígido” y no sujeto a las decisiones de la política económica, a menos que el Gobierno altere las variables relevantes. Este planteo pone bajo otra luz la política cambiaria impulsada por el Gobierno desde 2002, en la actual etapa neodesarrollista.

Hay un hecho objetivo: el tipo de cambio real “tendencial” es hoy en día más alto que a comienzos de los noventa como resultado del aumento de la productividad que se produjo en esos años. Claro está que el costo de ese aumento fue la mayor desocupación y precariedad laboral extendida durante esa década. El aumento de la competitividad (rentabilidad) estructural del capital en la Argentina se basó en los años noventa en el empobrecimiento generalizado del pueblo trabajador.

A esto podemos sumar otro elemento que caracteriza a la etapa actual. El tipo de cambio real es hoy más elevado que en los noventa también porque los salarios reales son más bajos. La economía es hoy más “competitiva” porque, además de la mayor productividad, tiene salarios reales más bajos. Es decir, nuevamente han sido los trabajadores quienes han pagado el costo de la deseada “competitividad” a través de salarios que hoy son para la mayoría de los trabajadores más bajos que en las últimas dos décadas.

De allí que el tipo de cambio “elevado y estable” al que apunta el Gobierno pueda lograrse sólo con salarios que garantizan la persistencia de niveles inaceptables de pobreza y condiciones de precariedad laboral. Cuando, por el contrario, se apela a la mayor productividad como medio para ganar “competitividad”, los empresarios (y el propio gobierno) sólo piensan en subsidios estatales al capital y mayor precariedad y explotación laboral.

Todo lo dicho indica que la política de “competitividad” del Gobierno se sostiene en una política de contención salarial y precarización del empleo. Cuando la misma no es eficaz pues “falla” la mediación de los sindicatos burocratizados y sus conducciones, son los empresarios quienes buscan garantizar su “competitividad” devaluando los salarios a través de la inflación y apelando a los despidos indiscriminados. En cualquier caso, tanto en los noventa como en esta década, en el neoliberalismo y el neodesarrollismo, lo único que no se discute es el objetivo de la “competitividad” y quién pagará los costos de alcanzarla.

* Economista de la Universidad Nacional de La Plata.


“Fin de la etapa rosa”

Por Axel Kicillof *

Para un país pequeño y esencialmente “abierto” a los flujos del comercio exterior, el tipo de cambio, lejos de ser un “precio más”, se transforma en una variable de vital importancia en el proceso económico. Un ejemplo reciente sirve para ilustrarlo: durante la década de 1990, la sobrevaluación del peso significó la ruina para la producción y el empleo domésticos, ya que el “dólar bajo” abarató consecuentemente todos los productos extranjeros, desencadenando así una avalancha de artículos importados y, al mismo tiempo, encareciendo la producción argentina en el exterior, con la consiguiente pérdida artificial de competitividad.

El desplome de la convertibilidad abrió las puertas a una etapa de crecimiento y algunas tendencias se quebraron. La mejor muestra está en la nueva expansión que dio lugar a la creación de más de 3 millones de puestos de trabajo. Buena parte de esta bonanza puede atribuirse al cambio en las condiciones del mercado mundial: el volumen de las exportaciones pasó de rondar los 25 mil millones de dólares en 2001 a superar los 55 mil millones en 2007.

Los países productores de commodities enfrentan una verdadera oportunidad, aunque no todo es color de rosa. Las ventas externas a precios inéditos generan un formidable flujo de riqueza y muchos de los acontecimientos ocurridos en la región pueden explicarse como el resultado de las pujas para apropiarse de esa riqueza; casos como el de Venezuela y Bolivia lo muestran con crudeza. En la Argentina, la cuestión del tipo de cambio se encuentra en el centro de este conflicto. El aumento de las exportaciones genera una corriente de dólares que ingresa en la economía y tiende a reducir el tipo de cambio. Sin embargo, desde la devaluación de 2002, el Gobierno ha sostenido, a contramano de esta tendencia, un “dólar caro”. Esta política favoreció la industria local: los productos extranjeros se encarecieron, fomentando la producción para el mercado interno, y los productos locales se abarataron en el exterior favoreciendo las exportaciones.

Para sostener esta cotización, el Banco Central y el Tesoro deben intervenir comprando dólares que engordan las reservas internacionales. En los debates recientes se pasó por alto que una vez que el tipo de cambio nominal viene fijado por el Gobierno, se produce una modificación de los precios internos que exige la aplicación de otras medidas complementarias para repartir más equitativamente los frutos del crecimiento.

Empecemos por los exportadores. El “dólar caro” multiplica su facturación y sus ganancias en pesos. Sin embargo, si se los deja vender sus productos en el mercado interno al precio internacional, los consumidores locales sufrirían por la elevación de los precios mundiales. Las retenciones sirven para compensar los beneficios creados por la devaluación, evitando que sus costos se descarguen sobre los que ganan en pesos, en particular los asalariados.

También, quienes producen para el mercado interno reciben un “subsidio cambiario”, que los protege de la competencia. El crecimiento de la economía incrementó la demanda dirigida a la industria local, dejando espacio para que los precios aumenten. Estos aumentos deberían incentivar la inversión; no obstante, es preciso implementar el control de los precios domésticos en las industrias concentradas. Las voces de la ortodoxia rechazan las retenciones por “expropiatorias” y los controles de precios por “distorsivos”. Piden que el Estado deje las cosas en libertad. Pero no ven –o, mejor dicho, pretenden ocultar– que la actual política cambiaria, si no viene acompañada de otros instrumentos de intervención, garantiza sólo beneficios para unos pocos.

La política económica basada casi exclusivamente en el tipo de cambio tuvo indudablemente buenos resultados en términos de crecimiento. Pero su etapa “rosa” está llegando a su fin. Los aumentos de precios fueron limando la competitividad y los beneficios de la protección, porque con una paridad fija reducen el tipo de cambio real. Peor aún, aunque el empleo se expandió, los salarios no lograron siquiera superar, en términos reales, el techo de la década de 1990. En la actual discusión, la ortodoxia atribuye todas las dificultades a la intervención del Estado y reclama “enfriar” la economía a través de la contracción del crédito, del gasto público y de los salarios. Se equivocan. A todas luces es necesario trascender la simple receta del “dólar caro”, pero para convertir al crecimiento actual en un verdadero proceso de reindustrialización.

* Economista UBA, Conicet y Cenda.

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