ECONOMíA › VENDEDORES DE DOLARES POR NECESIDAD

Pesos mal queridos

 Por Alejandra Dandan

Dora está desesperada: después de cinco horas de cola, la casa de cambio está a punto de cerrar y ella no tiene tiempo de cambiar sus dólares, y encima acaba de largarse uno de esos chaparrones históricos. Dora es una de las integrantes de las colas que ayer se multiplicaron en la city desde la madrugada y frente a buena parte de las agencias de cambio, bancos y hasta delante de cada arbolito. Después del feriado cambiario y cuando se inauguraba la versión flotante de la moneda norteamericana, los porteños se largaron al centro con la misma cara de locura de aquella mujer, y no para comprar sino para vender. Esperaban encontrar los precios bien altos, las cotizaciones pronosticadas en todas las charlas de café. En lugar de eso se encontraron un chiste: un dólar que en vez de subir, bajaba; primero un poco, después aumentaba y terminaba otra vez picando tan bajo como el ánimo de Dora cuando la atrapó el chaparrón.
Dora es una de las mujeres de la cola de Casa América, una de las agencias mejor ranqueadas entre ese público que fluctúa en la city buscando las pizarras con las cotizaciones más rentables. Para todos ellos, y en particular para Dora, ese no es un tema menor. Está a punto de cambiar sus últimos ahorros: 200 dólares que el miércoles habrán desaparecido.
–Se me vencen las cuotas de la tarjeta –dice con poco aliento–, estamos casi en el límite.
Con los 200 pagará lo mínimo del saldo y así podrá seguir financiando con esa tarjeta los próximos días de una vida urbana parecida a un programa de supervivencia: ahora mismo está en vías de empeñar un microondas, entre otros electrodomésticos de su casa. Tiene 47 años, dice, y cada vez que se ofrece para hacer algún trabajo, cualquiera, aunque sea de niñera, le aseguran que está vieja. “¡Y mi marido! –se queja–. Con todo este tema la gente no quiere ponerse a remodelar nada, y no lo llaman.” El hombre se dedicó todos estos años a equipar oficinas en bancos y en empresas, una actividad demasiado suntuosa en épocas de crisis. El también tiene 47 y una carga de cuentas, problemas de deudas y de desgano demasiado grande como para que Dora pueda, al menos, hacer una sonrisa.
No tiene ganas y eso que en la cola conoció historias peores, más gente con problemas, y hasta quienes se aparecieron por la city a las cuatro de la mañana para esperar y cambiar 55 dólares. Pero lo de Dora no es tan grave, ni siquiera tiene hijos: “Bah, eso digo yo, por suerte no tengo hijos, porque en este contexto, ¿qué querés qué haga?”.
Mientras tanto, algo pasó. En la cola alguien se queja con un suspiro justo cuando en la pizarra se actualiza el marcador: en ese segundo, el dólar pasó de 1,90 a 1,80 para la venta, la única variable que parece interesante para los hombres de esta zona. Esa caída acá se vive como un drama: llevan horas esperando que aumente, que suba, que se infle y no sólo no pasa eso, sigue bajando.
–¿Qué vamos a comprar? Venimos a vender: no hay plata, los argentinos no tenemos plata, si ni siquiera tenemos trabajo: cinco meses más y terminamos muertos.
José Mete no quiere morirse, la verdad. Por eso está ahí aguantándose como un soldado el paso del aguacero que hasta amenaza con mojarle los dólares ahorrados que se trajo desde Lanús. El, que es un tornero de oficio, sabe de eso, de poner el cuerpo y esperar. Hace poco se lo explicó a su hija cuando lo sentó para preguntarle por qué el supermercado vendía la harina a 26 pesos si hace unos días costaba 19. “¿Y por qué?, ¿a ver, por qué?”, dice él, que tampoco lo entiende.
Cuando José llegó a la cola, el dólar estaba 2,40. A ese precio abrieron las casas de cambio por acá. A esa hora él no cambió, se fue y ahora pasó de vuelta enloquecido:
–¡Se la ganaron! –grita–: los que la hicieron bien, se ganaron 240 pesos en tres horas, ¿decime en qué país te vas a ganar 240 pesos en tres horas?
El razonamiento es correcto: entre la caída del precio y la brecha generada entre la compra y la venta, los entrenados en estas cosas habrán hecho buenos pesos. Y lo hicieron en este país, donde José pensaba hasta hace unos días poner un kiosco, para qué: “¿Para ganar cinco centavos por un paquete de cigarrillos?”.
Todo el mundo está de acuerdo. En la cola todos opinan. La gente no se conoce pero eso no se nota. Después de un rato, se enteran de qué está haciendo cada uno ahí, de cuánto dinero logró sacarle al corral y de cómo hizo Celestino Chero para pasar tantas horas de pie con 3500 dólares disimulados en la valija. “Es que los quiero cambiar –dice él, que es abogado y desde hace un rato hace proyecciones como si las leyes del mercado siguieran la lógica de los códigos–, con lo que pasó hoy ya está: la tendencia va a ser la baja, ya estoy mentalizado.”
Y lo peor es que el dólar sigue en baja y Celestino no los cambió. Empezó a dar vueltas en la city muy temprano, cuando el precio estaba alto pero, como todos, decidió esperar: “Hoy día pensé que subía pero ya está, esto no sube más”. Y como no sube ahora pasó a formar parte de la cola y dejó la tribuna que está formada a unos metros, en medio de la calle, donde se alojan los otros, la hinchada de los indecisos: los que miran de refilón para ver qué pasa.
–Si le hubiese hecho caso a la radio, ni siquiera venía: ¿Y mirá si no iba a venir?
Le dice una de las indecisas a Nancy Gómez, una fotógrafa de 25 años que anda buscando precios para cambiar 600 dólares, todos y cada uno destinados a una deuda. Tiene el dinero porque vendió una casa justo antes del corralito. Nada más. Y no como Janet López: con 300 en mano y el resto en el corral. “Al banco nunca más, me los guardo yo –suelta–: si sigo apostando al peso voy a seguir perdiendo.”

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Largas colas se formaron en las casas de cambio en el debut del dólar libre.
 
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