ECONOMíA › LA COMPARACION CON LOS CORTES DE 1988/89

Los deseos y la realidad

 Por Fernando Krakowiak

La televisión abierta y el cable transmitían sólo de 19 a 23 horas, la primera función de los cines había sido suspendida al igual que los partidos de fútbol nocturnos, los bancos abrían de ocho a doce, los viernes y los lunes había asueto administrativo, los trenes circulaban todos los días con la frecuencia del domingo y estaba prohibido utilizar la electricidad para iluminar vidrieras, marquesinas y letreros. En las casas de familia los cortes de luz eran de al menos seis horas diarias y los bomberos se la pasaban rescatando gente atrapada en los ascensores. En el conurbano faltaba agua potable, los vecinos hacían largas colas frente a los camiones cisterna del Ejército y en los comercios sólo se vendían dos botellas de agua mineral por persona. Comparar aquella situación desesperante con los recientes cortes en el suministro eléctrico, como han hecho algunos políticos y medios de comunicación en las últimas horas, es más una expresión de deseo que un dato de la realidad. Ese relato se ampara a su vez en el desconocimiento que muchos tienen de lo que pasó hace veinticinco años. Por eso es bueno recordar en detalle lo ocurrido entonces.

La crisis energética había activado las primeras alarmas en abril de 1988. El lunes 18, el gobierno empezó a aplicar cortes de luz rotativos en tres turnos de cinco horas. El secretario de Energía, Roberto Echarte, informó entonces que la medida se había tomado por el bajo caudal de los ríos que alimentaban a grandes represas, como El Chocón, Alicurá y Salto Grande, y porque las dos centrales nucleares –Atucha y Embalse– se encontraban fuera de servicio. Además, la escasa disponibilidad del parque térmico (las centrales que queman combustibles) también generó complicaciones. Aquella serie de cortes concluyó el 2 de mayo, una vez que Atucha y Embalse comenzaron a operar de nuevo, pero el sistema eléctrico continuó entre algodones.

El 15 de agosto, Atucha salió de servicio nuevamente por un desperfecto. Entonces, el aporte de las represas hidroeléctricas continuaba siendo escaso por la sequía, lo que obligó a forzar aún más a las centrales térmicas hasta que en diciembre el sistema colapsó. El lunes 12, volvieron los cortes de luz. La empresa estatal Segba dividió a la ciudad de Buenos Aires en diez zonas, desde A1 hasta E2, y después dividió esas áreas hasta conformar 212 cuadrículas en las que iba cortando la luz rotativamente en turnos de cinco horas. Un esquema similar implementó en el conurbano. Todos los días se difundía un largo listado con el detalle de los cortes por área. La promesa oficial fue que la interrupción del servicio duraría dos semanas, pero lo que vino después fue peor.

El 20 de diciembre, el gobierno limitó el horario de emisión de los canales de 12 a 24 horas, redujo el alumbrado público a la mitad y ordenó apagar vidrieras y marquesinas. Una semana después, ya con Embalse también fuera de servicio por otro desperfecto, se ampliaron los cortes a todo el microcentro, incluyendo sanatorios, hospitales, bancos y dependencias oficiales. Finalmente, el gobierno decretó la emergencia energética en todo el país el 4 de enero. La medida extendió los cortes de luz a seis horas diarias, en dos turnos de tres horas, y redujo las transmisiones televisivas a cuatro horas (de 19 a 23). Sólo se emitían los noticieros y los programas de mayor éxito, como Atrévase a soñar, Clave de Sol, Finalísima y Tiempo nuevo, entre otros.

En medio de ese caos, las declaraciones de los funcionarios no hacían más que echar leña al fuego. “Hay derroche de energía porque la demanda de electricidad crece prácticamente al nivel de los países desarrollados y esto no tiene ninguna explicación lógica”, afirmó el 7 de enero de 1989 el secretario de Energía, Roberto Echarte, quien ayer declaró al diario Clarín sin ponerse colorado que el sistema de cortes que él diseñó “era mucho mejor que hacer interrupciones salvajes como hacen ahora”.

Su antecesor, Jorge Lapeña, tan crítico en los últimos años de la política energética kirchnerista, justificaba entonces la situación. “El problema que atraviesa el sector eléctrico, si bien es de características graves, no es estructural”, remarcó en un informe del Instituto Argentino de la Energía General Mosconi. Lapeña decía que la potencia instalada era suficiente, pero que la crisis se debía a “una sequía extraordinaria”, “un desperfecto inusual en Atucha 1”, “la ausencia de El Chocón por falla imprevisible en su presa” y “alta indisponibilidad del equipamiento térmico”. Las excusas, sin embargo, no alcanzaron para disimular el retraso en el programa de inversiones y la falta de mantenimiento de las instalaciones, motivadas por los recortes del gasto público de un gobierno que había puesto el pago de los intereses de la deuda como prioridad excluyente. Ni siquiera la recesión económica ayudó a evitar una crisis energética que tenía su epicentro en el eslabón de la generación.

La noche del viernes 13 de enero de 1989, el presidente Raúl Alfonsín convocó a sus principales colaboradores a la quinta de Olivos para analizar la situación. El ministro de Obras y Servicios Públicos, Rodolfo Terragno, detalló ante sus pares del gabinete el estado del suministro y las medidas adoptadas para tratar de evitar un apagón generalizado. Lo hizo en una sala iluminada apenas con un sol de noche. Por entonces, los cortes habían comenzado a ser sorpresivos. Ya ni siquiera se respetaba el cronograma de seis horas diarias por zona. Las protestas de la población eran generalizadas e incluso llegó a haber enfrentamientos entre los que no tenían energía y los que la “derrochaban”. Una madrugada, una mujer rompió con una masa cuatro vidrieras del supermercado El Hogar Obrero en Rivadavia al 5100. “Yo no puedo dormir por el calor y la falta de luz y acá la derrochan alumbrando vidrieras”, afirmó, según le relataron varios testigos a los medios de comunicación.

Recién a partir de abril de 1989, la situación comenzó a “normalizarse” y con la crisis hiperinflacionaria de los meses siguientes pasó a segundo plano. El 14 de mayo de ese año, Carlos Menem ganó las elecciones presidenciales y en 1992 privatizó Segba, Agua y Energía Eléctrica e Hidronor, desmembrando el sector eléctrico horizontal y verticalmente. Un esquema similar aplicó en el sector gasífero. El pésimo desempeño de las empresas públicas durante el alfonsinismo dio argumentos para enajenar el patrimonio público. El proceso privatizador vino de la mano de un fuerte ajuste de tarifas y su posterior dolarización e indexación. Luego llegarían los despidos de miles de trabajadores.

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Roberto Echarte, secretario de Energía de Alfonsín.
 
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