ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO

Lobbies en lucha

 Por Julio Nudler

Hugo Miguens, el ahora removido secretario de Defensa de la Competencia, ordenó iniciar una investigación sobre Philip Morris (Massalín) y tres dealers internacionales, tras una denuncia de las cooperativas jujeñas de tabacaleros. Se acusa a esas compañías de haberse concertado para ofertar un mismo precio por el tabaco, destinado a la exportación, sin siquiera haber evitado hacerlo por escrito, dejando así pruebas de su presunta colusión. Es obvio que a los tabacaleros no los satisfizo el precio propuesto, porque les traslada muy poco del aumento del dólar. Este es apenas un ejemplo de los múltiples conflictos estallados al interior de los sectores, y que sólo en algunos casos –como el de la leche o el del petróleo– saltaron a los medios por la violencia de los métodos de lucha empleados. No está resultándole fácil al sistema digerir una devaluación de tanta magnitud, ni siquiera contando con el congelamiento de los salarios, que por ahora se mantienen ajenos a la refriega pese a estar perdiendo jirones de poder adquisitivo. Una economía compuesta de mercados muy imperfectos, en los que son habituales las posiciones dominantes, poco o nada neutralizadas desde el Estado, no puede absorber sin choques tipo palestino-israelíes el impacto de un incremento desmesurado en el dólar.
Desaparecidas las reglas (un peso igual un dólar como sencillo factor ordenador, cualesquiera fueran sus consecuencias), rotos los contratos, interrumpidos los pagos y decididas arbitrariamente desde el poder enormes transferencias patrimoniales mediante la pesificación, la economía quedó envuelta en una pugna caótica en la que todo vale, incluso cortar suministros esenciales. Los eslabones más débiles de cada cadena sectorial sólo pueden desafiar el peso específico de los más fuertes mediante actos violentos, que en un contexto social y político mínimamente normal no se hubiesen permitido. Ahora el que no está de acuerdo corta una ruta, cierra una válvula, bloquea una fábrica, escracha a un órgano político o derrama lo que los consumidores esperarán encontrar en las góndolas.
En otro nivel, alfombrado y mullido, los lobbies ejercen sus presiones corporativas, que de alguna manera fomenta el propio Gobierno. La idea que fluye desde el Ejecutivo no es la de propender, mediante reglas de juego generales y transparentes, a que los mercados funcionen de manera competitiva. La consigna es muy otra: ¡Vengan todos juntos y negociemos! Una manera de inducir a que los precios se resuelvan, corporativamente, en torno de una mesa (a la que, obviamente, nunca son invitados los consumidores ni los ambientalistas ni nadie que pueda representar a las esperables víctimas de esos pactos de recámara). El Gobierno tiene al menos una buena excusa para actuar de este modo: su objetivo es atenuar o diferir el traslado de la devaluación a los precios internos, tarea en la que la depresión de la demanda le presta invalorable ayuda.
La designación del superlobbista Pablo Challú marca la consumación de este enfoque, consistente en ponerle una tapa a cada precio, tratando de que no aumente demasiado, y luego intervenir desde el Gobierno en la porfía que ese techo artificial desata al interior de cada industria. Challú debe hacer ahora el trabajo inverso al que desarrolló con gran eficacia durante los 90, cuando el inaudito encarecimiento de los remedios demostró su diligencia como gestor estrella de los laboratorios nacionales. Sus admiradores destacan su disposición a aplicar “cualquier recurso” si lo exige una gestión. En realidad, lo suyo forma parte de una práctica empresaria y política que sería mejor desterrar de la Argentina, sobre todo cuando Eduardo Duhalde ha prometido “cambiar el modelo”.
Aunque los conflictos sectoriales puedan trascender en sus términos más gruesos, reflejan en realidad la gran complejidad de la crisis económica. La batalla láctea es un ejemplo. En el sector se enfrentan una industria muy concentrada y tamberos atomizados (aunque también en este nivel hubo un proceso de concentración). Todos sufrieron con la drástica contracción del mercado brasileño, tras un procedimiento por dumping que lanzó el vecino y se zanjó mediante un acuerdo privado. Aunque la exportación nunca pasó de ser marginal, aportaba la fracción de demanda más dinámica, e incluso atrajo a multinacionales como Danone y Nestlé. Al deprimirse el mercado interno y no abrirse otros, la industria quedó sobredimensionada y con fuertes deudas, mientras que los tambos más atrasados tecnológicamente, sin frío ni contabilización bacteriológica, no tenían acceso a créditos de reconversión. Mientras tanto, Brasil comenzó a acentuar su política de autoabastecimiento lácteo, que forma parte de una estrategia general de sustitución de importaciones, para la que cuenta con una banca que salió fortalecida de la devaluación de 1999, al revés de lo que sucede ahora con el sistema financiero argentino. El tironeo por apropiarse de los beneficios de la devaluación del peso responde, así, a una situación crítica que el precio sostén de la leche, ayer resuelto, no resolverá. Nada es tan fácil.
Otro caso interesante es el de las retenciones a la exportación. Teóricamente sirven para bajar el dólar neto que recibe el exportador, y así moderar la suba de los precios internos de los productos afectados. Pero en esta coyuntura, la demanda interna es tan débil que el traslado a precios queda por debajo del tope que se le pretende poner con la retención. Esta tampoco podrá determinar una mayor industrialización local de materias primas como el cuero o la soja, porque hoy la falta de capital de trabajo y de crédito comercial externo neutralizan el efecto de cualquier retención. En definitiva, ella sólo funcionará como herramienta para recaudar.
Con la invasión corporativa a los espacios de poder, no se vive un tiempo de análisis económico sino de juego político. Desde el Gobierno se le reclama a un sector que aguante un precio sin dolarizarlo, y se negocia qué darle a cambio. Pero la frazada es corta, y los acuerdos tambalean cada vez que el dólar remonta en el libre. El palidecido José Ignacio de Mendiguren, que empujó por la pesificación 1 a 1 de todas las deudas empresarias, incluidas las de las grandes, ahora quiere quitarles un poco a éstas mediante un impuesto para dárselo a las pyme. Lo guía su instinto de dirigente industrial, por afuera de todo diseño coherente de política económica. Parece que de esto sólo se habla con Anoop Singh, el renitente enviado del FMI.

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