ECONOMíA › DOS REFLEXIONES SOBRE LO QUE MANIFESTó EL CONFLICTO AGRARIO

Del fantasma político y el racismo

Opinión

Los idus de marzo y sus efectos

Por Ricardo Forster *

Interesante efecto el de los idus de marzo para una sociedad que hacía mucho tiempo se había despojado de la “política” en nombre de las gestiones eficientes y de los mecanismos reguladores del mercado y de su famosa “mano invisible”; interesante efecto de “retorno de lo reprimido”, de reaparición de lo espectral que suele insistir en los momentos más inesperados, cuando ya nada hacía presagiar su regreso a escena; interesante efecto el del conflicto desatado por los dueños de la tierra contra una medida reguladora tomada por un gobierno que ha instalado una retórica impensada poco tiempo atrás y que, de un modo desusado y hasta anacrónico para los aires bienpensantes de la época, ha salido con firmeza a defender sus decisiones económico-políticas; interesante efecto el que este conflicto ha desatado en los medios de comunicación, en particular los más concentrados y poderosos, que se han colocado a la vanguardia de una clara derechización de un importante sector de la sociedad y se han mostrado como vehículos privilegiados de prejuicios clasistas asociados, como casi siempre, con vastos imaginarios racistas de las clases altas y medias de nuestro país; interesante efecto provocado por semanas de rutas clausuradas por los dueños de la tierra en la izquierda vernácula que, como casi siempre en nuestra historia, sigue apelando a la ceguera, el dogmatismo y la fantasía desmesurada a la hora de definir el carácter del conflicto; interesante efecto de una disputa que ha conmovido, como hacía mucho tiempo no sucedía, a amplios sectores del mundo intelectual y académico que sienten que algo nuevo se despliega en lo más profundo de la trama argentina y que reclama intervenciones que parecían olvidadas o simplemente enclaustradas en la soledad de la academia; interesante efecto de una confrontación política que nos vuelve a instalar, más allá de los deseos de ciertos actores relevantes, en la lógica del conflicto y de las contradicciones de clase y que nos permite rediscutir la escena democrática poniendo en cuestión las frases vacías, las mutilaciones neoliberales de esa misma democracia despojándonos de las verdades a medias, de las ilusiones normativistas y de la reducción de esa misma democracia a pura legalidad amputada de esa otra cuestión central para lo democrático genuino que es la cuestión, ¡nuevamente perdón por el anacronismo!, de la desigualdad. Todo, absolutamente todo, emerge en el interior de lo abierto por los idus de marzo. Por ese, insisto, inesperado regreso del fantasma político entreverado con la disputa por la distribución de la renta (riqueza).

Es también interesante constatar, a vuelo de pájaro, los efectos que este conflicto ha provocado entre nosotros, en especial la puesta en evidencia de un temor instalado desde hace mucho en amplios sectores de lo que antaño se denominaba el “progresismo” (tal vez sea hora de cambiar esa denominación por alguna más apegada a los aires de época, como aquella pergeñada por Jorge Aleman, cuando dice que hay en la escena política contemporánea –él lo dice por España– derecha liberal y derecha progresista; estos sectores, bienpensantes, sofisticados cultural e intelectualmente, siempre abiertos a las experimentaciones vanguardistas y atentos a las emergencias de nuevas formas de subjetividad, han mostrado un extraño rechazo, hasta casi alcanzar el repudio y el odio, por un gobierno que, según ellos, ha descalificado la calidad institucional, ha hecho de la confrontación una herramienta de primer orden y, horror de los horrores, ha regresado a viejas y anquilosadas prácticas populistas. Como son sofisticados y recuerdan un lejano pasado igualitarista prefieren criticar el clientelismo del Gobierno, su desprolijidad y su autoritarismo, hasta alcanzar, a través de esta crítica, las orillas de los opinadores profesionales que desde prestigiosos matutinos suelen esgrimir argumentaciones que no esconden su fondo liberal de derecha, su oposición visceral hacia cualquier lógica que huela a antigualla redistribucionista o meramente neokeynesiana. Lo que antes del lockout ruralista se expresaba como un virulento rechazo a las prácticas del kirchnerismo en nombre de la calidad institucional y de la República, ahora, en medio del conflicto, se manifestó como giro claro y sustancial hacia la derecha política que, en algunos casos de intelectuales relevantes, alcanzó, a través de la pluma, a la producción de una acuarela social de corte francamente reaccionario. Quedará como saldo de los idus de marzo seguir interrogando por estos giros anunciados, pero no por eso menos pronunciados de muchos de los que se definían como herederos de una tradición progresista y que hoy se inscriben en el mismo andarivel que los editorialistas de la derecha.

Alejados de cualquier optimismo ingenuo se vuelve sin embargo imprescindible señalar la significación, para una sociedad como la nuestra, del retorno no sólo de la política al centro de la escena (un retorno siempre amenazado y atravesado por esa otra dinámica antipolítica tan presente en ciertos imaginarios colectivos a la que suelen contribuir, con ganas, los propios supuestos portadores de la palabra política –tanto dentro del espectro del oficialismo como de la oposición– como así también los grandes medios de comunicación, siempre interesados en reforzar la trama fascistoide de cierta “opinión pública”), sino también de un debate de ideas capaz de volver a colocar, después de muchísimo tiempo, cuestiones relegadas y olvidadas en el interior de la dinámica neutralizadora y reaccionaria de los años noventa.

Estamos situados en un tiempo de extremas complejidades y de recurrentes peligros (no es posible, insisto, despegar los últimos acontecimientos de lo que nos muestra y enseña la historia reciente y de las nuevas formas a través de las cuales los poderes económico-comunicacionales ejercen su perspectiva desestabilizadora de procesos democráticos tibiamente inclinados a cuestionar su modelo neoliberal); un tiempo que, sin embargo, nos coloca de lleno ante desafíos que parecían acallados por la misma historia y que, hoy y en América latina, nos ofrecen la oportunidad de reinstalar lenguajes y tradiciones olvidadas, aquellas que nos recuerdan todas las deudas pendientes con los humillados y empobrecidos, con los vastos exponentes de mundos populares que todavía están a la espera de su reconocimiento y de su entrada en un tiempo más justo e igualitario. De eso se trata, principalmente, la política: de la instauración de la justicia y de una república que sea capaz de atender las demandas de los más necesitados, amplificando, siempre, las diversas formas de la participación democrática.

* Filósofo, ensayista, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).


Opinión

“Gringos” y “negros”

Por Ezequiel Adamovsky *

Si uno pudiera analizar muestras del 20 por ciento más pobre de los argentinos y del 20 por ciento más rico, hallaría diferencias bien visibles. Además de la obvia –la de sus ingresos y todo lo que viene asociado con ellos–, otro contraste evidente sería el del color. En Argentina, la jerarquía que da el dinero coincide casi perfectamente con la que da el color de la piel. Existen varios motivos históricos para esta superposición de la clase con la “raza”. Uno, no menor, es que las elites que en el siglo XIX organizaron el país tomaron decisiones económicas y políticas que terminaron beneficiando más a los inmigrantes europeos que ellas mismas convocaron, que a los nativos de este suelo. Mientras se exterminaba a los indios y se empobrecía a las zonas del interior, que tenían mayor presencia de mestizos, la región pampeana encontró el camino a una gran prosperidad. Allí y, en general, en la mayoría de las zonas urbanizadas, los europeos recién llegados y sus descendientes terminaron aprovechando las mejores oportunidades. El proyecto de la elite también estuvo acompañado de una poderosa ideología que se impartió desde la escuela y por todos los medios disponibles. Desde tiempos de Sarmiento, todo lo criollo, lo indígena y lo “negro” pasó a considerarse un signo de “barbarie”, un obstáculo en el camino a la “civilización”. Con el tiempo esta dicotomía se volvió sentido común en la Argentina, que aprendió a pensarse como un país blanco y “europeo”. “Los argentinos descendemos de los barcos”, dice el refrán, a pesar de que la mayoría de la población actual del país lleva sangre no europea en las venas. El ocultamiento de la “negritud” bajo el mito de la Argentina blanca fue y sigue siendo una forma de racismo implícito. Pero toda vez que “los negros” se hicieron notar en la historia nacional, el racismo se manifestó de manera más explícita. De ellos se acordó la cultura dominante cuando deploró las montoneras que secundaban a los caudillos o los “cabecitas negra” que apoyaban al peronismo. Los prejuicios raciales todavía contribuyen a reforzar el sesgo racial en la desigualdad social que heredamos del siglo XIX. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en otros países, de esto en la Argentina no se habla; se trata de un tabú, porque se supone que aquí “no hay racismo”.

El reciente conflicto entre los empresarios rurales y el Gobierno hizo visible la “cuestión racial” como nunca. Los medios repitieron hasta el hartazgo las manifestaciones de odio a la Argentina “blanca” y rica de Luis D’Elía y la trompada que le propinó a un cacerolero. Universalmente se cuestionó a D’Elía como “autoritario” y “violento”. El escenario político quedó simbólicamente dividido entre, por un lado, un gobierno peronista apoyado por (o manipulando a) negros pobres, y por el otro, lo que los movileros de la TV llamaron sencillamente “la gente”. Pocos se hicieron eco de la explicación de D’Elía: que quien se ganó el golpe ese día venía gritándole “negro de mierda”. De hecho, la catarata de desprecio a “los negros” por parte de los que salieron a cacerolear por el campo fue tan intensa, que varios diarios lo consignaron en sus reportes. Los propios prejuicios raciales que expresaron algunos movileros se hicieron tan notables, que motivaron una inédita resolución de protesta del consejo directivo de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

Aunque sigamos negándonos a reconocerlo, la sociedad argentina está dividida según líneas de clase y de color de piel que existen desde hace mucho tiempo. El racismo contra lo nativo, lo criollo y lo negro está allí desde que la elite hizo de él su bandera “civilizatoria”. Desde entonces se utiliza el odio racista para desacreditar toda participación de las clases populares en la vida política. Aunque hoy nadie lo recuerda, también a Yrigoyen se acusó de ser caudillo de “los negritos”, mucho antes de los estereotipos del peronismo como “cosa de negros”. Mal que les pese a quienes golpearon cacerolas estos días –y también a los productores rurales que se autodenominaban “los gringos” como para distinguirse de los otros piqueteros, los “negros”–, la democracia no es una mera forma de gobierno, sino el gobierno efectivo del pueblo. Y en Argentina el pueblo no se compone sólo de personas con medios económicos, “cultura” y un color aceptable a ojos de los más blancos. Se piense lo que se piense de este gobierno o de las costumbres de D’Elía, resulta demasiado hipócrita mirar el autoritarismo y la violencia de unos, sin advertir que están conectados por hilos invisibles con el racismo, el odio a los pobres y el carácter profundamente antidemocrático de muchos argentinos (incluyendo a los que se imaginan que son tolerantes, educados y democráticos). Llegando ya al Bicentenario, se impone hacer un debate sincero sobre la desigualdad y sobre la relación entre lo “gringo” y lo “negro” en nuestra historia y en nuestro presente.

* Historiador, profesor de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), investigador del Conicet.

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