EL MUNDO › A DIEZ AñOS DE LA ADOPCIóN DEL EURO, LA MONEDA EUROPEA TRANSITA SU PEOR CRISIS

La euforia se convirtió en un problema

La conversión de las monedas nacionales al euro acarreó un aumento considerable de los precios, empezando por el de los alimentos. Así, el euro pasó a ser la moneda de la desigualdad que beneficia al sector financiero.

 Por Eduardo Febbro

Desde París

La euforia inicial de los últimos días de diciembre de 2001 es el recuerdo de una ilusión costosa. El 31 de diciembre de 2001 París, al igual que las capitales europeas donde al día siguiente comenzaba a circular el euro, vivió una carrera consumista de la que los comerciantes aún se acuerdan. La moneda nacional, el franco francés, dejaba de circular con las 12 campanadas de la medianoche y había que desprenderse de los francos a toda costa: colas en los bancos y una frenética búsqueda de algún objeto que comprar para liquidar los ilustres francos. Un librero de la Rue Monge todavía rememora con asombro aquella fecha: “Nunca había vendido tantos libros, de todo tipo. Con tal de sacarse de encima los billetes en francos y las monedas la gente compraba lo primero que le aparecía”.

Pasó una década y la euforia se convirtió en un problema y, sobre todo, más allá de la crisis de la deuda que golpea a los países de la Unión Europea, dentro de la cual están los 17 de la zona euro, en sinónimo de carestía de la vida. A pesar de que los organismos que miden la inflación aseguren que la percepción que tienen los franceses de que el euro empujó los precios hacia arriba “está desconectada de la realidad” (Insee, Instituto Nacional de Estadísticas y Estudios Económicos), la realidad de los consumidores no es la de las estadísticas. La conversión de las monedas nacionales al euro acarreó un aumento considerable de los precios, empezando por el de los alimentos. El euro pasó a representar también un montón de cosas negativas: moneda de la desigualdad que beneficia al sector financiero, emblema de la pérdida de soberanía de los Estados, símbolo de una devaluación escondida y de una inflación disfrazada, camisa de fuerza de las políticas monetarias de los países europeos y moneda emblemática de las reglas dictadas por los tecnócratas de la Unión Europea.

Un reciente sondeo de opinión realizado por Ipsos-Logica reveló que 35 por ciento de los franceses desearían regresar al franco francés mientras que un 45 por ciento estima que el euro es una traba para la economía francesa. El economista Philippe Moati observó en las columnas del diario Le Monde que “la gente busca una explicación a su malestar, entonces, en ese contexto, como el euro está ligado a los temas de la globalización, la moneda única cristaliza la angustia”. La historia del euro había comenzado, sin embargo, en medio de una inmensa algarabía. Exactamente diez años después de que se adoptara en diciembre de 1991 el polémico Tratado de Maastricht de la Unión Europea que fijaba el calendario y las modalidades de la moneda única europea, el euro se convirtió en una entidad monetaria tangible. Al cabo de diez años de polémicas, referendos y temores de todo tipo, el 14 de diciembre del 2001 las primeras monedas “reales” del euro empezaron a circular en Francia. Una multitud de curiosos hizo cola en los bancos para conseguir el “paquete mágico” que contenía las primeras 40 monedas de la unidad monetaria que, dos semanas más tarde, iba a remplazar al franco. Algunos franceses se mostraban entusiastas, a otros se les comprimía el corazón ante la ya tangible perspectiva de ser actores de la desaparición del franco.

Los medios oficiales, las encuestadoras de opinión y toda la orquesta del sistema habían lanzado una amplia campana de concientización. No faltaron ni siquiera los sempiternos análisis sociales que establecían un corte generacional entre la juventud, europeísta y adepta al euro, y las generaciones de más edad, hostiles al euro y nostálgicas del franco. Jóvenes modernos y euromonetarizados contra viejos retrógrados e inmovilistas. Lo que cayó entre 2001 y 2011 es precisamente ese espejismo: los jóvenes de aquel entonces pisan hoy los 30 años y son los que pagan más alto el precio de la crisis y de los consiguientes precios exorbitantes. El kit del sueño se fue haciendo pesadillesco para la canasta familiar.

El mensuario Que Choisir hizo una rigurosa comparación de los precios de antes y después del euro: una baguette de pan costaba 4 francos con 39 céntimos. Hoy cuesta 85 centavos de euro, lo que equivale a un aumento del 27 por ciento. Un café de parado costaba 4,98 francos y ahora se paga 1,10 euros, es decir, un alza de 45 por ciento. En la misma perspectiva, un kilo de papas aumentó 65 por ciento, el kilo de pollo 47 por ciento y una botella de aceite 43 por ciento. Un dato a la vez cómico y dramático da cuenta de lo que significa pensar y pagar en euros.

Antes, la gente que pedía limosna por la calle solicitaba “un franco”. En este 2011-2012 la limosna solicitada es “un euro por favor”, o sea, el equivalente a casi siete francos de 2001. Lo más paradójico del mundo visto a través de la temática del euro reside en el hecho de que existe un hiato insalvable entre lo que percibe la gente, entre su situación económica, y las estadísticas oficiales. Mientras los primeros resienten con fuerza la crisis y el aumento de los precios, los segundos presentan estadísticas y curvas para probar que, al contrario, con el euro los índices no han hecho sino mejorar. No todos parecen comprar en el mismo mercado ni tomar en cuenta los mismos parámetros.

Estas contradicciones explotan en el cielo europeo en momentos en que la Unión monetaria atraviesa por una crisis sin precedentes. El terremoto no hizo sino amplificar su escala con tres componentes: el colapso financiero de 2007, el enredo desencadenado por Grecia y sus cuestas maquilladas y el sobreendeudamiento de los Estados. El panorama se hizo todavía más complicado con la guerra por el liderazgo europeo, la guerra de guerrillas entre las diferentes opciones y el antagonismo duro entre los Estados, la opinión pública y las instituciones europeas.

Hace diez años, cuando salió el euro, Europa entró en una fase de fanfarronadas de toda índole: la moneda común a 300 millones de personas estaba llamada a hacer de la Unión un polo capaz de liquidar la influencia del Rey Dólar y el poderío norteamericano. Pero en el camino surgieron un par de crisis violentas y otros actores que modificaron las expectativas. El euro simboliza cosas buenas y otras muy malas. Entre las peores está el hecho de que bajo su signo se estrecharon los lazos financieros, los mercados se favorecieron, los tecnócratas encontraron un terreno de acción ideal y las transacciones se tornaron más simples para los ciudadanos. Pero en el medio se quedó entre sombras la otra unión, no ya la monetaria, sino la que debía darle un sentido a la convivencia bajo normas y una moneda común a tantas sociedades dispares. El euro es una Europa ligada por una moneda común pero sin el alma de los pueblos.

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Hace diez años, la euforia por el euro inspiró a este peluquero en Deinze, Bélgica.
 
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