EL MUNDO › OPINION

Por ahora, apostar al Muro

 Por Claudio Uriarte

Hay tan poca paz, y hay tantas iniciativas de paz. La precipitación de no menos de siete proyectos en vísperas del fin del año podría parecer la catarsis de un ola de milenarismos pasada de fecha, de versión degradada del psicótico “síndrome de Jerusalén”, pero Israel, más allá de sus méritos y de sus errores, es un Estado duro, realista, frío, maquiavélico, hobessiano, hegeliano. Es, en cierto modo, el último de los Estados heroicos, históricos, revolucionarios y románticos (dicho esto en términos moralmente neutros), pero le toca operar en una época que ya no es revolucionaria ni heroica. “La tarea de un conservador en una época revolucionaria”, el subtítulo que Henry Kissinger le puso a Un mundo restaurado, su monumental hagiografía del Conde de Metternich en la Guerra de la Santa Alianza, podría aplicársele con pleno derecho. Similares rasgos pueden advertirse en las weltanchaung del hiperpoderoso vicepresidente norteamericano Dick Cheney, (el “Señor petróleo” o Mr. Halliburton) y su incomparable (en más de un sentido) secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: es una visión oscura y pesimista, donde el lobo es el lobo del hombre y la guerra es el estado normal de la existencia humana. O es el conservadorismo clásico, sino la derecha revolucionaria.
Vista en esta perspectiva, la sobreoferta de subastas con kermesse de planes de beneficencia que está saturando las páginas web del pacifismo israelo-palestino no tiene nada que ver con un súbito espíritu de paz y amor, o con que una brisa suave y sensual desafía al invierno de las playas de Tel Aviv impulsando a los asistentes a hacer el amor y no la guerra, sino que a todos –los pacifistas, los terroristas, los izquierdistas, los refusniks del Ejército, los partidos ultrarreligiosos, el Partido Laborista (y su líder Shimon Peres, con sus utopías de un Medio Oriente “hecho de dulzura y miel), lo que queda de moderados entre los palestinos, Yasser Arafat, incluso el Departamento de Estado norteamericano– se les está acabando el tiempo. El tic-tac del ultimátum avanza con cada kilómetro que Sharon ordena avanzar en la construcción de la valla de seguridad que aislará a Israel de las zonas de mayor densidad de población palestina. Es verdad –como denuncian los palestinos– que el trazado del muro encierra ciudades palestinas, que penetra en zonas palestinas más allá de la “línea verde” previa a la guerra de 1967 y que puede convertirse en una frontera de facto impuesta a su arbitrio por el ocupante israelí, pero el motivo de fondo de su estridencia es que el muro debilita la capacidad de negociación y presión que se deriva de la libre entrada de atacantes suicidas. Sin ser una solución definitiva –pocas cosas en la vida lo son, salvo quizás la muerte–, los muros funcionan: el de Berlín duró y mantuvo la paz por 37 años; la Zona Desmilitarizada entre las dos Coreas se levantó en los ‘50 y aún perdura. (Paradójicamente, el asesinado primer ministro israelí Yitzhak Rabin, hoy idealizado como una suerte de Madre Teresa, tenía una posición mucho más escéptica y fría que la de Peres al defender el concepto de separación en vez de unión con los palestinos. La idea del muro no le habría disgustado.)
Con todo, y de todos los planes que están sobre la mesa, la Iniciativa de Ginebra que será firmada simbólicamente ayer es la más interesante. Primero, porque trabaja sobre terreno ya recorrido, constituyendo un calco casi indistinguible de los acuerdos israelo-palestino-norteamericanos en el balneario egipcio de Taba en diciembre de 2000. Segundo, porque sus mapas esencialmente reflejan las realidades demográficas y culturales de las dos entidades, con la sola excepción de un “cluster” de colonias israelíes en los bordes del Estado Palestino que Israel compensaría con territorios en el Estado de Israel. Desde luego, la demanda palestina de un retorno de sus cuatro millones de refugiados árabes a Israel, que desfondaría al Estado judío como tal, quedaría fuera de la cuestión. Pero aparecen dos problemas: una cosa era formular esta propuesta en 2000, cuando la Intifada apenas había empezado, y otra hacerla ahora, cuando la desconfianza de los bandos ha aumentado por al menos 4000 líneas rojas. Y, last but noy least, la policéntrica dirección palestina dista de haberse puesto de acuerdo en el crítico tema de los refugiados.
Con lo que queda la Hoja de Ruta, la laberíntica iniciativa impulsada por el “Cuarteto” de EE.UU., Rusia, la ONU y la Unión Europea. Una iniciativa con tantos y heterogéneos patrocinantes está predestinada a trabarse en sus propios mecanismos, un poco a la manera de que hablaba Clausewitz cuando usaba el concepto de “fricción” para describir los problemas logísticos de un ejército en movimiento. Pero además, al depositar una superstición casi ciega en los procesos de construcción de confianza mediante ceses del fuego, olvida que los ceses del fuego –Yugoslavia en los ‘90, Líbano en los ‘79– tienden a prolongar y no a detener la guerra, al darles a los antagonistas una oportunidad de reagruparse y rearmarse, congelando la posición bélica. Algo parecido suele suceder –aunque a más largo plazo– con los armisticios: el Muro de Berlín, la DMZ coreana, la Línea de Control indo-paquistaní en Kashmir desde 1948. ¿Será ésta la insegura seguridad del muro de Sharon desde 2004?

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