EL MUNDO › TESTIMONIOS DESDE LA INCESANTE
CARAVANA DE PEREGRINOS HACIA EL VATICANO

Adiós al Papa a 300 personas por minuto

Con suerte, 1,3 millones de peregrinos –de un total de cuatro millones– habrán pasado junto al féretro de Juan Pablo II cuando la Basílica de San Pedro cierre sus puertas en la noche del jueves. Y el dolor aumenta en medio de una gran presión por entrar.

Por Oscar Guisoni
Desde Ciudad del Vaticano

“Abran las puertas, ábranlas ya” era el grito que se sentía en la madrugada de ayer, surgido de las gargantas de algunos impacientes fieles que esperaron toda la noche para entrar a San Pedro bajo un frío fuera de lo común en la primavera romana. Ya el lunes por la noche el Vaticano había decidido abrir por anticipado los portales de la Basílica, preocupado por la impaciencia del público que esperaba desde hacía horas que se pudiera comenzar a visitar por última vez al Sumo Pontífice. Un guardia suizo que presenció los funerales de Pablo VI recuerda que la multitud estuvo a punto de rebelarse ante la indiferencia de la burocracia vaticana que se resistió a saltarse las estrictas reglas internas a pesar de las sugerencias que les habían hecho llegar las autoridades romanas. Esta vez no ocurrirá nada parecido, se supone.
Pero será difícil que todos los peregrinos llegados a Roma durante estas horas puedan ver a Juan Pablo II como desean. Pasan 300 por minuto delante del cuerpo inmóvil, calculan los responsables de la Curia. Son 18.000 por hora. Y 378.000 por día, ya que el templo cierra durante tres horas para permitir las labores de limpieza. Con fortuna, habrán pasado 1,3 millones cuando el jueves por la noche la Basílica de San Pedro será cerrada para comenzar a prepararla para los funerales del viernes. “Sé que me estoy enfermando –dice una viejita simpática con anteojos de carey y una sonrisa de oreja a oreja–, pero no me importa. Anoche pensé que lo lograría, pero me quedé a pocos metros y tuve que esperar hasta esta mañana. Ya lo puedo sentir al resfrío, mire, hasta tengo un poco de fiebre. Pero se lo debía. Tenía que venir”.
No todos sonríen ante la perspectiva de esperar ocho, nueve, 12 horas para poder entrar a San Pedro. Un hombre mayor que llegó desde España acompañado de sus dos hijos, se impacienta e implora: “Muévanse más veloces, joder, ¡que ya no doy más!, ¡que somos muchos!”. Sus hijos intentan calmarlo, pero es inútil. A sus quejas se suman una pareja de argentinos con una bandera azul y blanca y un mate que no se ahorran los comentarios sobre la larga espera, en tonos más bien irreproducibles.
Pero la mayoría de los fieles se aguanta en silencio la dureza de la espera. Muchos rezan, sostienen velas encendidas en sus manos, piden un café o una frazada a los voluntarios de la Protección Civil que los vigilan y los cuidan como si fueran niños en un enorme jardín de infantes al aire libre.
Un grupo de jóvenes recién llegados de Sicilia no se preocupa ni siquiera por hacer la cola. Juntos alrededor de una bebida que puede presumirse lo suficientemente alcohólica como para permitirles afrontar con dignidad el frío, tocan una guitarra y cantan una canción en homenaje al “Papa Nonno”, como lo llaman alegremente. “Para mí, es como si hubiera muerto mi abuelo”, dice una de las chicas del grupo, tratando de calmar el exceso de fiesta que percibe en sus compañeros: “Cantamos aunque estamos tristes, porque él hubiera querido que lo viviéramos así”.
A media mañana la fila se hace más larga y muchos de los que ya saludaron al Papa comienzan la retirada. “Fue emocionante –dice entre lágrimas una mujer que carga a duras penas a un niño de unos cinco años en brazos–, a pesar de que estoy cansada, porque mi marido no pudo venir y yo tuve que traer mi niño. No tenía con quién dejarlo, pobrecito. Espero que cuando sea grande recuerde que estuvo aquí”.
La multitud que sale de la Basílica es colorida. Hay rastas y viejos punks con sus ropas de cuero y sus tachas, hay pobres muy pobres, que piden monedas para comprarse un sandwich mientras esperan y ricos muy ricos que ostentan relojes costosos, pantalones de Armani o anticuados tapados de visón. Una mujer embarazada se toca la panza con orgullo mientras afirma que su hijo “nacerá dentro de tres o cuatro días; pero igual quise correr el riesgo y venir a verlo por última vez”.
Una mujer en silla de ruedas se abre paso gracias a la compasión de la multitud que hace muy pocas excepciones a la hora de defender su lugar en la fila. Mientras tanto, un hombre se apoya con fatiga sobre un curioso bastón labrado en el que puede verse la cara de Juan Pablo II “hecho por mí hace diez años, cuando estuve a punto de perderlo todo y él me ayudó” concluye, mostrando el artefacto a quien lo quiera ver.
Así van pasando las horas en la plaza, mientras en las pantallas gigantes se puede ver el interior de la Basílica en directo con el cuerpo del Papa muerto que espera a los que todavía no han podido entrar. Para hacer menos aburrida la espera, la televisión interna del Vaticano cada tanto conecta con las televisiones locales, dando lugar al asombro de los periodistas italianos cuando durante la noche del lunes mostró las encuestas a “boca de urna” de las elecciones regionales locales en las que ganó la oposición de centroizquierda.
Cuando se entabla una conversación, es para recordar algún evento de la vida privada de los presentes en los que influyó la figura de Juan Pablo II o para dejarse llevar por las especulaciones acerca de quién será el próximo Papa. A los romanos les gusta discutir más que a los argentinos, lo que ya es mucho decir. Una señora mayor con aires de profesora universitaria estuvo a punto de irse a las manos con su vecino de cola que argumentaba con exceso de racismo acerca de lo inoportuno que sería elegir un Papa negro esta vez. Al mismo tiempo, un romano enardecido defendía a viva voz la necesidad de un Pontífice italiano ante un compatriota suyo que se había animado a sugerir la conveniencia de que fuera otra vez un extranjero el ocupante del trono de Pedro.
Todo vale si sirve para pasar el tiempo, para acortar las largas horas de pie. Dos japoneses con aire absorto juegan al ajedrez en un pequeño tablero magnético, mientras a su lado una francesa devora una revista con los últimos chismes del jet set. Unas viejitas beatas leen con entusiasmo las arcaicas páginas de L’Osservatore Romano, que dedica toda su edición del día al evento que conmueve al mundo cristiano, mientras una monja nonagenaria reza por décima vez un rosario de pequeñas piedras negras de marfil bañado por el sudor de sus manos.
Dentro de la Basílica, el cuerpo imponente del Papa mira por última vez pasar a su heterogéneo rebaño mundial. “Observe a toda esta gente con atención –me dice una mujer de mediana edad que se cubre las espaldas con una bandera vaticana–; ¡son tan distintos entre ellos! Fuera de este lugar nada los uniría. Algunos hasta se han hecho, o se están haciendo todavía, la guerra entre ellos”. Luego dirige sus ojos hacia San Pedro y concluye: “Sólo él los ha unido. ¡Cuánta falta que nos hará, Dios mío! ¡Cuánto lo vamos a extrañar!”.

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Los fieles pasan junto a la estatua de San Pedro para su último, fugaz adiós a Juan Pablo II.
 
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