EL MUNDO

Qué ocurrió después de que sonaran los altoparlantes

Desde el infierno de los frentes de guerra soviéticos siguen llegando voces. Son las de los sobrevivientes, que ya ni siquiera pertenecen al país por el que se sacrificaron.

Por Pilar Bonet y Rodrigo Fernández*
Desde Moscú

El tiempo diezma a los portadores de la memoria histórica de la Segunda Guerra Mundial. Los ciudadanos de la URSS que hace 60 años vencieron a los invasores nazis ya no comparten ni la patria común que defendieron contra los alemanes. Sin embargo, cada primavera, al llegar estas fechas, una vieja herida se reabre y los hermana en la memoria del sufrimiento vivido.
Ala Gudkova tenía 17 años y residía en Stalingrado (hoy Volgogrado) el 22 de junio de 1941. Volvía de un campamento cuando oyó la noticia por los altavoces: Hitler había invadido la URSS. Y tal como iba, con la mochila de aquella bucólica excursión de egresados, fue a alistarse para el frente. La mandaron a una escuela de enfermeras y, al año siguiente, cuando Stalingrado se convirtió en escenario de la batalla decisiva, la destinaron a una barcaza que trasladaba a los heridos por el río hasta Astrajan, en la desembocadura del Volga. Sorteando minas y bombardeos, el “Iván Turguenev” cumplió con éxito su cometido, donde naufragaron otros buques de mayor calado. Una imagen acompaña a Gudkova hasta hoy: “En el Volga iluminado por la luna flotaban los cadáveres. Los que tenían brazos o piernas escayoladas no flotaban normalmente. Lastrados por la escayola, se deslizaban en posturas extrañas, de costado, semihundidos en el agua, dejando tras sí una estela de gasas”.
La odisea de Stalingrado acababa cuando Guenrij Ribakov fue llamado al frente en febrero de 1943. Tenía 17 años y apuro por irse, porque deseaba comerse cuanto antes el pollo que su madre le había metido en la mochila. Se despidió a la ligera y fue enviado al frente de Karelia como infante de marina. En los bosques y pantanos de aquella región, la guerra comenzó como un juego, que se hizo real con los primeros combates. Ribakov evoca al compañero que clavó en el suelo el cadáver de un soldado finlandés para poder arrancarle las botas. “Le dije que despojar a un muerto traía mala suerte, pero no me hizo caso. Dos semanas más tarde, lo mataron calzado con aquellas mismas botas”. Ribakov enterró al compañero en una fosa colectiva y 40 años después supo que su madre seguía buscándolo como desaparecido. En el bosque, fue herido de gravedad en la cabeza, y estuvo varios meses internado en una clínica, sin reconocer a nadie.
“Nuestro teatro estaba de gira en Vedenó. Había una atmósfera de fiesta; la llegada de los artistas era un gran acontecimiento para los habitantes de la zona, el tiempo era magnífico, con cielos despejados y un sol esplendoroso. Nada presagiaba la tragedia que se nos venía encima. Inesperadamente se oyó el altavoz que había junto a Correos; se hizo el silencio y la gente comenzó a correr hacia allí; pronto oímos los gritos y llantos de las mujeres”. Así recuerda el primer día de la guerra la chechena Zinaida Isakova, de 79 años. Nueve hombres había entre los actores de gira, que inmediatamente se alistaron como voluntarios; todos perecieron en el frente. Las mujeres tardaron dos días en hacer el camino de regreso a Grozni, pues tuvieron que ir a pie. Allí formaron una brigada de artistas, y con ella Zinaida recorrió todo el frente del Cáucaso del norte. “Pedíamos que nos llevaran a los lugares donde se desarrollaban los combates más duros. Ansiábamos dar ánimos a nuestros soldados, apoyarlos para que pudieran resistir en ese infierno.” Los momentos de mayor peligro los pasó en Armavir, donde se vieron bajo el bombardeo de la artillería enemiga. Allí Zinaida y dos colegas resultaron heridas. Además de cantar, bailar y organizar espectáculos, los artistas ayudaban a los soldados a escribir cartas, sobre todo a los heridos en los hospitales. “La víspera del fatídico día –el 23 de febrero de 1944, cuando por orden de Stalin desterraron a chechenos e ingushes– nos sacaron del frente. Sin sospechar nada, alcanzamos a dar conciertos en los tres hospitales de Grozni. A las dos de la madrugada los soldados de Beria, que durante meses habíamos acogido en nuestras casas, nos dijeron que teníamos 20 minutos para vestirnos. Nos encerraron en vagones para ganado y viajamos durante 18 largos días, hasta llegar a Kazajstán. Por el camino murieron muchos y a los enfermos los soldados los tiraban de los vagones. Para nosotros, Stalin había sido como un padre. Su crimen no tiene perdón. Por eso ahora sólo puedo hablar mal de ese hombre”, dice.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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Veteranos rusos de la Segunda Guerra Mundial con un sacerdote ortodoxo en Moscú.
 
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