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 Por J. M. Pasquini Durán

Después de que el presidente Obama anunció que los cubanos residentes en Estados Unidos podrán viajar a Cuba para visitar familiares y que las remesas mensuales en dólares no tendrán restricciones, es obvio que muchos cubanos se alegraron por las noticias, menos uno: Fidel. El octogenario Castro se quejó por estos actos –“casi de piedad”–, mientras el embargo económico que el imperio aplica contra la isla, denunció, se mantiene igual que en las últimas décadas. A su edad le sobra impaciencia, pero tiene razones legítimas: el bloqueo es un acto de prepotencia extrema, sin ninguna justificación y agravia los fundamentos de cualquier política internacional basada en el respeto mutuo y la autodeterminación de las naciones.

El presidente norteamericano, que aún no pasó los primeros cien días de gobierno, había prometido durante la campaña que anularía los límites para viajes y giros que había impuesto Bush Jr. Con su reconocida sensibilidad por la condición humana, el embargo fue durante su vigencia un argumento válido para cosechar apoyos electorales de las mafias de origen cubano. De manera que era funcional por donde conviniera: le recordaba al mundo que con socialismo se vive peor y, de ser necesario, servía para agitar el pabellón en nombre de la libertad, mientras Washington sembraba cárceles clandestinas con presos bajo tormento sin juicio ni derecho a defensa.

Es obvio que la decisión de Obama es como un mimo anticipado para la Cumbre de la Américas y un modo de decir: “No me atosiguéis”. Pese a las buenas intenciones, sin embargo, las relaciones internacionales se hacen sobre todo por el cruce de intereses nacionales. Ser imperial implica sustituir los intereses de los otros por los propios y obligarlos a aceptar esa condición con una sonrisa. Desde esa posición, hay demasiadas contrariedades acumuladas en la relación para que alcance un mimo de alivio.

Por lo pronto, la Casa Blanca debería reconocer como interlocutor válido a la Unión Sudamericana y, al hacerlo, aceptar el temario que lleva implícito, desde la defensa de los recursos naturales, la tierra y el agua hasta las patentes científico-técnicas y otras sofisticaciones. Las contradicciones guardadas en el ropero hieden a naftalina y será improbable que desaparezcan con un venteo para desahogar los olfatos. Lo mejor que puede pasar es que encuentren fórmulas para contar con tiempo y voluntad de ir revisando pieza por pieza hasta encajar todo en su lugar.

Eso no quiere decir que desde ahora ya no hay centro ni periferia. Y si continúan vivas, más tarde o más temprano, volverán a molestarse. Argentina ya probó casi todas las maneras de ser vecinos de continente. Desde el rechazo dogmático hasta su extremo contrario, las relaciones carnales. Sería bueno, esta vez, que cada uno defienda lo suyo pero con ganas de convivir, sin atropellarse ni mentarle a la madre. Aquel discurso de Kirchner en la Cumbre de Mar del Plata podría ser una buena guía de viaje.

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