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Las tres transiciones de Brasil

 Por José Natanson

El ascenso de Brasil es innegable: Brasil es hoy un país más rico, más estable y más justo que hace una o dos décadas. Su despegue es parte de una tendencia mundial, cuya explicación los economistas del desarrollo siguen buscando, hacia el ascenso de los países-continente, como China, India y Rusia, que también han logrado progresar en casi todos los aspectos y que hoy, cómodamente instalados como potencias intermedias, lideran sus respectivas subregiones. Pero el ascenso de Brasil no se explica sólo por esta ley casi natural sobre el progreso de los megapaíses. La clave interna del éxito reside en las tres transiciones realizadas en el último cuarto de siglo.

Veamos una por una.

La transición política

A diferencia de Argentina, donde la dictadura combinó una represión salvaje con los primeros pasos de la reforma neoliberal, los militares brasileños respetaron los lineamientos básicos del modelo desarrollista construido por Vargas desde 1930: no alteraron los rasgos esenciales del Estado Novo e incluso apostaron a algunas reformas visionarias, como el impuesto a los latifundios improductivos que luego daría origen al boom de los biocombustibles. Los resultados económicos oscilaron entre lo bueno y lo excelente (entre 1969 y 1973, los años del milagro, el país creció 11,2 por ciento anual). Y aunque desde luego se trató de un régimen autoritario y represor, también es verdad que no lanzó un plan de exterminio al estilo argentino y que tuvo la inteligencia de aceptar ciertas concesiones controladas a la democracia: el Congreso, por ejemplo, permaneció abierto.

En contraste con la Argentina, donde la dictadura cayó ruidosamente tras la derrota de Malvinas y en medio de una severa crisis económica, dando forma a una transición vía derrumbe, el advenimiento de la democracia fue en Brasil un proceso de largo aliento: comenzó en 1974 y demoró una década en proclamar a un presidente civil y cinco años más en elegir a un jefe de Estado por voto directo.

Detrás de este ritmo pausado se encuentra la continuidad del Estado varguista y la tradición de pactos entre elites que históricamente ha caracterizado a Brasil. Si en Argentina la segunda mitad del siglo XX estuvo marcada por la alternancia entre gobiernos civiles y militares, la potencia política del peronismo y el poder de los sindicatos, en Brasil el gobierno militar logró quebrar la espina dorsal del sindicalismo varguista, que desapareció de escena después del golpe, aplastó rápidamente a las organizaciones guerrilleras, cuya inserción social era muy limitada, y durante una década y media prácticamente no tuvo que enfrentar movimientos de resistencia importantes. Y así, amparado en los éxitos económicos y la histórica exclusión de los sectores populares, los militares lograron conservar su incidencia en la transición.

Al final, sin embargo, el resultado fue, como en el resto de los países de la región, una democracia sólida desde el punto de vista institucional, pero renga en sus aspectos sociales. Como en Argentina, el problema era la distancia entre política y economía, el hecho de que la transición democrática no se tradujera en una transición económica igualmente exitosa, lo que explica que la Nova República no haya logrado articular un sistema de poder estable, capaz de conservar el proyecto desarrollista bajo las nuevas condiciones políticas. Esta tensión entre optimismo político y desencanto económico motivó la decepción posterior que culminó, en 1989, con el triunfo de Fernando Collor de Mello, quien dio los primeros pasos hacia un nuevo modelo económico.

La transición económica

En 1994, tras un largo período de inestabilidad y en plena recesión, Fernando Henrique Cardoso, intelectual prestigioso y senador socialdemócrata, fue designado ministro de Hacienda. Desde el comienzo, Cardoso entendió que había que dejar de lado los congelamientos de precios y los shocks sorpresivos y desarrollar un programa de largo aliento que, partiendo de los primeros trazos ensayados por Collor, reconfigurara la estructura económica en base a un diseño completamente nuevo, al que llamó Plan Real: una nueva moneda atada al dólar como ancla antiinflacionaria y una serie de reformas estructurales que lo acompañaron.

Los tiempos lo ayudaron. Como por milagro, el Real logró estabilizar la economía y relanzar el crecimiento, por lo que rápidamente se convirtió en la plataforma perfecta para la candidatura presidencial de Cardoso en las elecciones del año siguiente, en las que se impuso cómodamente. Una vez en el poder, y dotado de un fuerte mandato de cambio, Cardoso inició una serie de reformas estructurales –apertura comercial, desregulación y un ambicioso programa de privatizaciones– que marcaron el fin del modelo desarrollista y una transformación sustancial del Estado varguista.

Es interesante señalar las diferencias temporales con Argentina. La reforma neoliberal comenzó aquí en 1976, con Martínez de Hoz, y se completó a partir de 1989, con Menem. En Brasil, en cambio, tuvo que esperar hasta 1990, con Collor, o 1994, con Cardoso. De modo inverso, el ciclo desarrollista comenzó en 1930 en Brasil y recién en 1945 en Argentina, lo que demuestra la mayor fuerza del desarrollismo brasileño frente a la constante puja con la tradición liberal en Argentina.

Quizá por ello, el neoliberalismo brasileño fue un neoliberalismo relativamente suave: las privatizaciones no llegaron a las jubilaciones ni a la salud, como en Argentina o Chile, y empresas consideradas clave, como Petrobras, quedaron bajo el control público. El Estado logró mantener cierta orientación estratégica del sector productivo por vía crediticia, en el marco de un esquema monetario menos rígido.

Cuando llegó al gobierno, en enero de 2003, Lula desplegó una serie de políticas orientadas a garantizar la estabilidad económica: superávit fiscal del 4,25 por ciento, recorte del gasto público de 4 mil millones y el dudoso record de fijar la tasa de interés más alta del mundo: 26,5 por ciento. Durante todo este tiempo, Brasil registró un período de crecimiento bajo pero con una economía que, pese a todo, nunca explotó, en una sobreactuación de ortodoxia que fue parcialmente corregida tras obtener su reelección, cuando el gobierno ensayó un giro parcial hacia una estrategia más desarrollista basada en el Plan de Aceleración del Crecimiento, un megaprograma de inversiones públicas capitaneado justamente por su ministra coordinadora, Dilma Rousseff.

La transición social

La desigualdad es un rasgo archiconocido de Brasil, quizá su principal marca de fábrica. Desde su triunfo electoral, Lula se propuso no acabar con la inequidad pero sí garantizar el alimento a todos los brasileños, para lo cual lanzó el Bolsa Familia, una transferencia de ingresos a las familias en situación de pobreza y pobreza extrema (de 120 reales como máximo) a cambio de algunas contraprestaciones (educativas y de salud). Típico ejemplo de plan de transferencia de renta (como el Oportunidades mexicano o el Ingreso Universal argentino), el Bolsa Familia se destaca por su masividad: en 2003, cuando Lula asumió el gobierno, había unos 3,4 millones de familias beneficiarias. Hoy, según los últimos datos oficiales, el programa llega a 11,3 millones de familias, lo que equivale a 46 millones de personas, cifra que se estira a casi 12 millones de familias –50 millones de personas–, según los datos de la Cepal de 2009.

Considerado como programa y no como “sistema de bienestar”, es el plan social más grande de la historia del mundo. Ni en países hiperpoblados y de extrema pobreza como India existen planes de semejante alcance. Pero como a los brasileños pobres no les importa tanto la comparación internacional como el doloroso recuerdo de los años anteriores, el Bolsa Familia es también el primer gran esfuerzo que hace el Estado brasileño para enfrentar el problema de la pobreza.

Por otra parte, el hecho de que todas las familias pobres puedan reclamarlo rompe la tradición asistencialista de las políticas sociales anteriores (y prefiero no entrar aquí en el debate universalidad-focalización: prácticamente no existe ningún derecho que sea universal en sentido puro. El voto, por ejemplo, es universal, pero sólo para los mayores de 18 años... Todos los derechos, aun los más amplios, tienen límites. En este sentido, contentémonos con decir que el Bolsa Familia es un plan focalizado... que llega a 50 millones de personas).

Como resultado del Bolsa Familia, pero también de los incrementos del salario mínimo, las campañas contra el empleo en negro y otras iniciativas que parecen menores pero que han ayudado a dinamizar la economía popular, como las líneas de créditos para hogares de bajos recursos implementadas por los bancos estatales, la pobreza disminuyó 22 por ciento entre 2003 y 2009 (hoy se sitúa alrededor del 25 por ciento), mientras que la pobreza extrema se redujo todavía más y algunos de sus signos –desnutrición, analfabetismo– están desapareciendo lentamente del horizonte.

El Bolsa Familia ha sido muy efectivo en sus objetivos más inmediatos, pero sus efectos han sido menos notables –o incluso neutros– en las metas de largo plazo, aquellas que se miden en términos de conductas: por ejemplo, el programa contribuye a extender la asistencia escolar pero no mejora el rendimiento, o aumenta el consumo de alimentos pero no cambia los hábitos alimenticios. A nivel de ingresos, ha contribuido a reducir la pobreza extrema, pero ha sido menos eficaz a la hora de combatir la desigualdad: aunque hubo algunos avances, el Gini brasileño sigue siendo uno de los altos del mundo (0,52).

Futuro

Las tres transiciones están encadenadas. No, desde luego, porque alguien haya pensado, allá por los ’80, que primero venía la democracia, después la estabilidad económica y finalmente el progreso social: la historia rara vez procede con esta prolijidad de mecánica darwiniania. Sin embargo, parece razonable afirmar que el inicio de la democracia era una condición necesaria para la transformación económica impulsada por Cardoso: sólo un gobierno dotado de un alto consenso social podía desarmar un diseño de medio siglo que todavía arrastraba una importante legitimidad en la sociedad y en las elites. Y también parece evidente que un plan de transferencia de ingresos como el Bolsa Familia nunca hubiera podido funcionar en un contexto de alta inflación, por lo que la estabilidad funciona a su vez como condición para las conquistas sociales de los últimos años.

Brasil está parado sobre bases firmes, pero está lejos de haber dejado atrás todos sus problemas. El eje de esta nota no es identificar los enormes déficits de desarrollo que aún enfrenta el país –de la inequidad a la violencia urbana, de la sobrevaluación del tipo de cambio al racismo–, sino analizar, en una mirada de largo plazo, los factores que explican el ascenso de Brasil. Por eso, las tres grandes conquistas descriptas aquí no deberían leerse como la celebración apresurada de un triunfo, sino como los pilares para un despegue que todavía no se realizó del todo. Brasil podrá ser, como en el best-seller de Stefan Zweig, el país del futuro, y el triunfo de Dilma en las elecciones de ayer va en este sentido, pero el futuro nunca está asegurado.

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