EL MUNDO › OPINIóN

La sentencia de un juicio insólito

 Por Eric Nepomuceno

José Dirceu, figura emblemática de la izquierda, hombre fuerte de la primera mitad del primer gobierno de Lula da Silva (2003-2006), dueño de fuerte influencia sobre el PT, partido que ayudó a fundar, principal estratega de la llegada del ex obrero metalúrgico a la presidencia brasileña, ha sido condenado a diez años y diez meses de prisión, además de una multa que ronda los 340 mil dólares. Con eso, si se confirma la pena, tendrá de cumplir al menos un año y nueve meses de cárcel en régimen cerrado, antes de pedir pasar al semiabierto. Existe la posibilidad, bastante remota, de una revisión de su pena al final del juicio llevado a cabo en el Supremo Tribunal Federal en Brasilia. Sus abogados seguramente recurrirán la sentencia, pero con posibilidades igualmente remotas.

La sentencia fue dictada ayer. Siete de los integrantes de la Corte Suprema optaron por la pena más dura. Uno pidió una pena más blanda. Otros dos lo habían absuelto. Jose Genoino, presidente del PT en el momento de la denuncia, fue condenado a una pena menor, de seis años y siete meses. Según la legislación brasileña, penas inferiores a ocho años pueden ser cumplidas en régimen semiabierto.

Las penas, luego de las condenas, no sorprendieron. Desde el principio de ese juicio quedó clara la saña de la mayoría de los jueces para satisfacer a una opinión pública altamente contagiada por los grandes medios de comunicación, que condenaron, de antemano, a Dirceu y a Genoino y que ahora se lanzan sobre Lula. Prevalecieron innovaciones jurídicas en el más alto tribunal brasileño, empezando por poner el peso de la prueba no solamente en quien acusa, sino también en la defensa. Insinuaciones, supuestos indicios, ilaciones, todo pasó a ser tan importante como las pruebas que jamás surgieron de los delitos de que eran acusados. Dirceu fue condenado con base en un argumento singular: ocupando el puesto que ocupaba, y teniendo la influencia que tenía, es imposible que no haya sido el creador de un esquema de corrupción.

El relator del proceso, ministro Joaquim Barbosa, primer negro en ocupar un asiento en la máxima instancia de la Justicia brasileña, ha sido implacable en su furor condenatorio. De temperamento irascible, atropellando a los colegas, haciendo gala de un sarcasmo insólito, mencionó varias veces a la jurisprudencia alemana, en especial al jurista Claus Roxin, de 81 años, para justificar la aceptación de ausencia de pruebas concretas a la hora de condenar mandantes de crímenes.

El pasado domingo, víspera de la sentencia, el mismo Roxin se encargó de aclarar las cosas. Dijo que su teoría de “dominio del facto” había sido mal interpretada por Barbosa. Que en la Justicia, para que sea justa, sí es necesario presentar pruebas concretas.

A esa altura, es un pobre consuelo para Dirceu y Genoino. El Supremo Tribunal Federal se prestó a un juicio de excepción. No hubo nada para impedir que ese rumbo fuera trazado. Fuera de la Corte suprema, poca gente sabe quién es Claus Roxin. Y, dentro de la Corte, quizá no importó falsear sus enseñanzas.

Al fin y al cabo, era necesario satisfacer a una opinión pública manipulada claramente. Y, sobre todo, satisfacer a sus propios egos, que padecen de hipertrofia en estado terminal.

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