EL MUNDO

Sabra y Shatila

 Por Horacio Verbitsky

El 4 de junio de 1982, como ministro de Defensa, Sharon desencadenó una ofensiva militar sobre el Líbano, donde tenía su sede la Organización para la Liberación de Palestina, en represalia por el ataque a un funcionario israelí. Sharon dispuso que sus fuerzas llegaran más allá de lo programado, hasta Beirut, de donde la OLP evacuó a sus hombres. El gobierno de los Estados Unidos garantizó que las mujeres y los chicos que permanecieran en el Líbano podrían vivir en paz. El documento fue redactado por el enviado especial Morris Draper y buscaba apaciguar los temores de los palestinos, comprensibles luego de la sangrienta guerra civil que habían librado durante siete años contra las milicias falangistas, que Israel tomó como colaboradores en la invasión. En completo control del país y su capital, Sharon visitó en setiembre el cuartel general de la Falange, donde convino con uno de sus jefes, Elie Hobeika, el acceso de los falangistas a los campamentos de Sabra y Shatila. La BBC interrogó a Draper el año pasado:
–¿Podía dudar Sharon sobre lo que sucedería?
–Sólo si hubiera caído ese día de la luna –respondió el ex funcionario estadounidense.
La masacre duró 62 interminables horas. Dos mil personas, en su mayoría ancianos, chicos y mujeres, incluso embarazadas, fueron torturados, mutilados y asesinados por los falangistas, a cuyo pedido los israelíes iluminaron el cielo con bengalas. Veinte años después, en enero de este año, Sharon lamentó en una declaración pública haber dejado escapar a Arafat con vida. El hoy famoso columnista pro israelí del “New York Times”, Thomas Friedman, escribió: “Vi grupos de hombres jóvenes que habían sido alineados contra los muros, atados de pies y manos y muertos al estilo de los gangsters con ráfagas de metralla”. Suad Surur, que entonces tenía 16 años, narró a la BBC que “nadie se animaba a mirar a los demás. Ni los más chiquitos. Salvo mi hermanita. Cuando nos miró, le dispararon a la cabeza. Cayó de los brazos de mi mamá como un pajarito muerto. Mi hermano Shardie gritó ‘Papá’ y también le dispararon a la cabeza”. La propia Suad fue violada, golpeada con la culata de un rifle, herida de bala, y dejada por muerta. Munair Ahmed tenía 12 años. “A mi hermanita le dijeron que les diera su anillo y cuando lo hizo la mataron. El recuerdo más duro es el de mi mamá implorando, el sonido del disparo y su sangre chorreando encima mío”, recordó. Cuando el embajador Draper fue informado, envió un seco mensaje a Sharon: “Debe detener ya mismo esa masacre espantosa. Debería estar avergonzado. Están matando chicos. Usted tiene el absoluto control del terreno y en consecuencia es responsable de toda el área”.
Como siempre hizo desde 1953, Sharon dijo que no tuvo conocimiento de lo que ocurría hasta que fue demasiado tarde, aunque el puesto avanzado de comando israelí estaba a sólo 200 metros de los campos. Una comisión investigadora conducida por el presidente de la Corte Suprema de Justicia de Israel, Yitzhak Kahan, determinó que Sharon era responsable, por haber “desdeñado la posibilidad de actos de venganza sangrienta por parte de los falangistas cuando decidió hacerlos ingresar a los campamentos”. También una comisión independiente investigó los hechos. “No tengo dudas de que Sharon debe ser juzgado como un criminal de guerra”, dijo uno de susmiembros, el profesor de la Universidad norteamericana de Princeton Richard Falk.
No será fácil, por más que un grupo de sobrevivientes lo haya denunciado ante los tribunales de Bélgica, que decidieron abrir el caso, en aplicación del principio de jurisdicción universal. En la primera quincena de enero de este año, un auto bomba explotó en Beirut al paso del jefe de los sicarios falangistas, Elie Hobeika, quien se llevó su posible testimonio al otro mundo. Uno de sus asociados políticos recientes, Jean Ghanem, de quien se afirma que era el depositario de los documentos que Hobeika pensaba presentar en Bruselas, murió cuatro días antes que su ex jefe, luego de estrellar su auto contra un árbol.

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