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Contra el moralismo

 Por Diego Tatián *

Las miradas retrospectivas que suelen hacerse sobre la democracia argentina, y que en este Bicentenario han tenido un cierto sentido de balance, rescatan en la política reciente las figuras de Arturo Illia y Raúl Alfonsín, a mi entender con justicia. En el caso de Illia, hoy es un lugar común la contrición de la mayor parte de la clase política –desde la derecha hasta la izquierda– y la mayoría del pueblo argentino por haber sido indiferentes a su caída, si no explícitamente funcionales al poder real que lo derribó (en su caso, las transnacionales del petróleo y los medicamentos, además de las Fuerzas Armadas). Tal vez fue ése el precio de haber mantenido la proscripción del peronismo impuesta por la corporación militar, pero sobre todo de dos medidas valientes cuya dimensión puede comprenderse a la distancia: la anulación de los contratos petroleros que había suscripto Frondizi y la ley de medicamentos.

En el caso de Alfonsín, suele reconocérsele su responsabilidad para preservar la democracia de los retrocesos a los que se hallaba expuesta durante su gobierno; el hecho de haber sorteado con éxito relativo las amenazas de ese poder armado, y haber cumplido con el cometido jurídico y simbólico de juzgar a los máximos responsables del terrorismo de Estado (además de ciertas valentías personales, pero sin consecuencias reales, como los enfrentamientos con la Sociedad Rural –a la que trató de “fascista”– y con el diario Clarín –al que, con otros términos, acusó con operaciones destituyentes–).

Muchas medidas de gobierno desde 2003 se inscriben en esa aún débil aunque relevante tradición democrática, que concibe el ejercicio del poder público como un enfrentamiento responsable con la angurria de intereses concentrados incompatibles por lógica con la posibilidad de una sociedad menos desigual. Pero en este caso –en el actual proceso político argentino–, esas medidas son cuantitativamente mayores y cuentan con un aprendizaje de la historia, que ha legado a las fuerzas democráticas dos enseñanzas, complementarias aunque parezcan contradictorias.

La primera está expresada en una vieja metáfora: no se hace una buena política a base de Padrenuestros. Lo que quiere decir, según entiendo, que con las intenciones y las convicciones no basta; que al tomar decisiones es necesario considerar los límites que impone lo real, la finitud, la pluralidad irreconciliada y en conflicto, el interés como motivación profunda de las acciones y las creencias humanas.

En este caso, una perspectiva tributaria de la tradición realista asumirá la imposibilidad de llevar adelante un proceso político orientado a producir igualdades, reparaciones e inclusión sin contar con aparatos, punteros, dinero, alianzas no deseadas, negociaciones con frecuencia oscuras y demás (pues “pluralidad” no significa sólo coexistencia de seres que piensan distinto sino sobre todo manifestación de intereses y ambiciones). El problema “moral” de la política así concebida es el de lograr que un proceso de transformación social no sea devorado por esa materialidad inevitable.

Lejos de cualquier moralismo y de “contratos morales” que niegan de manera cínica la materia íntima de la política –el poder–, importa invocar una tradición de pensamiento a la que suele dársele el nombre de “realismo”; una tradición que toma muy en serio y en todo su dramatismo las complejas relaciones entre ética y política, a la vez que denuncia el moralismo como instrumento objetivo de los poderosos (que nunca tuvieron, precisamente, escrúpulos morales) y como una manera de entender la acción de gobierno que la reduce a ser una pura perpetuación de las desigualdades que existen.

Esta interrogación sobre la moral y sus tensiones con la política pone en marcha una reflexión siempre dramática y nueva acerca de los medios y los fines, ineludible para quienes piensan la política a igual distancia del moralismo y el cinismo, y con ella han debido enfrentarse todos los que alguna vez asumieron la responsabilidad de transformar situaciones de privilegio. No exenta de angustia, esa interrogación es la de cómo producir efectos de igualdad orientados por ideas, habida cuenta de la resistencia de lo real y las pasiones naturales a la vida humana.

La segunda enseñanza de la historia es ésta: no se hace una buena política sino a través del respeto irrestricto a las instituciones. Si quieren prosperar en su cometido, esas instituciones no deberán alejarse de la vida popular (o dicho en otros términos, la distancia entre el poder instituyente y el poder instituido debe ser lo más corta posible). Por lo demás, cuestiones que normalmente son adjudicadas a formas de inmoralidad (como por ejemplo la corrupción) no tienen, en caso de tenerla, una solución moral sino institucional y política. La corrupción no es un problema moral, es un asunto político.

Además de esa doble enseñanza de la historia, en este caso se cuenta también con una circunstancia de la historia: nunca en doscientos años la integración latinoamericana ha sido más explícita ni más lúcida, ni ha buscado conjugar de manera tan decidida emancipación y república, igualdad y libertad, sin volver a una contra la otra sino haciendo a una condición de la otra. En este proceso sin garantías, mantener abierta la cuestión democrática no es una tarea extrínseca, episódica ni irrelevante, sino esencial para la democracia misma; se activa como exploración de las posibilidades ínsitas en esa antigua palabra, que conjuga y preserva la interrogación por la igualdad y la diferencia.

El centro de la cuestión es si una democracia puede ser emancipatoria y capaz de subordinar la riqueza y la propiedad al pensamiento y a la deliberación común. Democracia, en efecto, es una palabra que atesora múltiples y tal vez inagotables capas de sentido, y no puede prescindir de su aspecto formal. La forma es esencial a ella, pero no la agota, en la medida en que también permite la irrupción de lo que no se hallaba previsto en la ley, la producción, extensión y protección de nuevos derechos y nuevas igualdades; si está viva, una democracia es irreductible a la forma que la establece.

Esta dimensión “salvaje” de la aventura democrática, a su vez, prospera en la implementación de ciertas medidas de reparación referidas a sectores sociales que jamás contaron y estuvieron excluidos del debate político y la visibilidad pública –tal el caso de los pueblos originarios–; también tracciona derechos que conciernen a la diversidad sexual, a la ancianidad, a la inclusión más plena de inmigrantes latinoamericanos o asiáticos (que podría adoptar la consigna de la izquierda europea frente al fascismo xenofóbico, esa consigna dice: “Todo el que está aquí, es de aquí”; el cuerpo presente en un determinado punto de la tierra es condición suficiente para el acceso a una ciudadanía plena, idea que conmueve y amplía la representación tradicional de nación), etcétera. Por lo pronto, en Latinoamérica estamos en presencia de gobiernos que transitan una vía democrática bajo la convicción de que hay cambios cualitativos y sustantivos que pueden lograrse por esa senda.

En este marco, una izquierda que asuma en toda su caladura la cuestión democrática debe ser capaz de resignificar y hacer propias palabras ajenas a su vocabulario clásico, como por ejemplo la palabra “prudencia”, por la que debemos entender aquí un reconocimiento de la radical contingencia que afecta a los asuntos humanos, y una responsabilidad en las acciones orientadas a una intervención sobre la riqueza, la renta, los bienes culturales y las contiendas simbólicas naturales a una ciudadanía. Además de económica esa contienda es cultural, y por ello cobra particular relevancia la tarea intelectual clásica que busca desideologizar y poner en marcha significados diferentes, iniciativas políticas nuevas, que sin embargo no presupongan el anhelo de una humanidad diferente a la que ahora mismo existe. Según creo, es necesario sustraer la política de todo principio de esperanza, y de la retórica que le es añeja.

No hay esperanza, hay lo que hay, hay esto. ¿Qué somos capaces de hacer ahora?, es la pregunta que desplaza a la cuestión de la esperanza. Y son efectivamente muchas las cosas que suceden, las experiencias que se acumulan y constituyen el capital público fundamental para la constitución de una cultura política posible, libertaria, emancipatoria, también conjetural y prudente, que preserve viva la cuestión democrática y la reflexión sobre la ética en la política, contra el ideologismo moralista que trasunta inexorable en las formas más impotentes del vituperio.

* Profesor de Filosofía Política, Universidad Nacional de Córdoba.

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