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Víctimas, historias, cambios

Las víctimas y los protagonistas políticos. La fiscal y un acierto. La Federal, fuera de la investigación. Pedraza, una trayectoria. Moyano, otra distinta. Sindicalismos en pugna y también unidos: contradicciones, conflictos, paradojas. La necesidad de respuestas políticas, además de las judiciales.

 Por Mario Wainfeld

Imagen: DyN

Un asesinato político divide aguas, connota nuevas etapas. El kirchnerismo restringió la represión a la protesta social como ningún gobierno anterior lo hizo. Fue una decisión relevante, hasta fundacional, un giro tras los crímenes cometidos por las fuerzas de seguridad, con anuencia e incitación de los gobiernos de Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde. Por años, con la trágica y tremenda excepción del maestro Carlos Fuentealba a manos de la policía neuquina, no hubo que añadir nombres a la interminable lista de militantes, luchadores y dirigentes que dejaron su vida. Mariano Ferreyra fue víctima de un crimen político diferente, pues (todo lo indica) fue cometido por una patota sindical. Político es el crimen, sus consecuencias y repercusiones lo son y lo serán.

Las víctimas, conforme las mejores tradiciones, merecen ser nombradas. La negación del otro, ínsita en el homicidio, se combate (en parte) con la exaltación pública, la individuación de la persona asesinada. El joven militante Ferreyra debe ser nombrado, una y otra vez. Su imagen, recordada y repetida.

La condición de víctima otorga en la Argentina un grado de audibilidad a los sobrevivientes, de memoria a los muertos, de respeto a todos.

Víctimas de la matanza de Barracas son los que murieron, los heridos (como Elsa Rodríguez, que sigue luchando por sobrevivir), sus familiares, sus amigos. También, entiende el cronista, sus compañeros de militancia. Para ellos, van la solidaridad, el abrazo y la promesa de no olvidar, que acá se formulan.

En esa enumeración se agotan las víctimas del crimen. La política impregna todo (no es una crítica ni una celebración, apenas una corroboración), Barracas producirá consecuencias. Beneficiará a algunos protagonistas o sectores, perjudicará a otros. Por mal que le fuera ninguno es víctima, ninguno puede arrogarse esa condición..., una obviedad que vale resaltar.

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Sencillo y complejo: Las responsabilidades penales se dirimen en los tribunales. En el estadio actual el caso parece, en ese aspecto, sencillo en general. El autor material estuvo dentro de un grupo bastante identificado. Los cómplices pueden rastrearse en la propia patota, en quiénes la reclutaron y orientaron. Quizás haya instigadores más arriba, debe averiguarse a fondo.

La fiscal y la jueza a cargo deben apurarse para colectar las pruebas de cargo porque el transcurso del tiempo borra las huellas, juega a favor de los encubridores. Empero, la pesquisa debe ser larga, no atolondrada. El encadenamiento de culpables “hacia arriba” es irrenunciable y central, por eso mismo no debe bartolearse. Quienes sean acusados o procesados gozarán de las garantías constitucionales: hay que precaverse de una instrucción determinada por la lógica mediática, siempre inmediatista y ansiosa. Puede, queriéndolo o no, facilitar la impunidad en el juicio.

La fiscal Cristina Caamaño se maneja razonablemente, dentro de lo que se conoce. Acertó (y se jugó) al excluir a la Policía Federal de la investigación, porque los uniformados están bajo sospecha. Los militantes atacados denunciaron que hubo “zona liberada”: es su percepción, no una comprobación acabada. Pero no suena delirante, conociendo los precedentes de la Federal: muchos vecinos porteños se han quejado de acciones parecidas, en los últimos meses. Aun sin haber mediado dolo, puede haber culpas graves. Negligencia en llegar al lugar de los hechos, por desidia, mala onda hacia los intervinientes, falta de profesionalismo. Este es un cargo muy creíble, sujeto a la presunción de inocencia, pero de forzosa investigación.

Tras unas horas de silencio, búsqueda de data y estupefacción, el primer nivel de la Casa Rosada habló con sensatez. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, condenaron el hecho y prometieron investigarlo a fondo. Luego, sobraron y faltaron palabras en el Gobierno. Sobraron, por ejemplo, los prematuros avales de Aníbal Fernández a la Federal. Contra lo que suele creer el Gobierno, la Federal es (como todas las policías provinciales) demasiado autónoma del poder político, con escasa internalización de las garantías democráticas, inepta para la prevención del delito, torpe cuando tiene que valerse de la fuerza. Muchos hechos recientes lo corroboran. La muerte más que dudosa del joven Rubén Carballo, cuando iba a un recital del grupo Viejas Locas, sigue en proceso. La causa muestra pericias contradictorias, no cabe aún la certeza penal de que lo mataron. Sobran, eso sí, pruebas (incluidas tremendas filmaciones periodísticas) que muestran a policías golpeando a mansalva y con salvajismo a pibes que iban al recital.

Puestos en tela de juicio la negligencia o el dolo, la Federal queda afuera de la instrucción, en buena praxis. La Presidenta expresó que sólo está casada con Néstor Kirchner, para transmitir que no tiene compromiso de impunidad con nadie. La expeditiva defensa de Aníbal Fernández a sospechosos relevantes contradijo ese mensaje.

También se ha dicho de más acerca de los manifestantes, de sus manejos, de su supuesta búsqueda de un mártir. Esas palabras excesivas sobreabundan mientras choca el silencio del ministro de Justicia y Seguridad Julio Alak. Es sabido, por los iniciados, que Alak es un ministro cuasi virtual, que delegó todo su poder en Aníbal Fernández. Esos gambitos de Palacio son opinables, a los ojos del cronista siempre disfuncionales. Pero cuando hay un asesinado y falta de precisiones sobre el obrar policial, la ausencia del ministro es censurable, sin ambages.

La fiscal está en desventaja objetiva frente a la corporación policial, el poder político debe hacer su parte para contrapesar.

También fue penoso y criticable que militantes del PO, testigos del hecho, supeditaran su declaración a negociaciones políticas o gremiales. Ellos mismos bastardearon la gravedad del asesinato de su compañero, amén de negarse a cumplir una carga pública. Afortunadamente, ese reflejo fue revisado y los testigos van contando su verdad.

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“Tirar un muerto”: La frase “tirar un muerto” fue un clásico de los ’70. Su eco resonó en estos días, en una coyuntura muy diferente que dificulta la analogía. Las organizaciones armadas “tiraban” muertos, por ejemplo a Juan Domingo Perón: el asesinato de José Ignacio Rucci fue, acaso, el más resonante. El propio grupo ejecutor direccionaba el crimen. El símil es aventurado, con los datos actuales. La impresión es que los homicidas tenían como móvil principal la lucha interna. Para eso se conformó la patota agresora, con matones y barrabravas armados, con autonomía de accionar y un endémico desprecio por la vida.

A los efectos penales, pues, el dolo es innegable. Más allá de los tribunales, es sabio dosificar las teorías conspirativas o las elaboraciones sofisticadas cuando se desconocen referencias esenciales. Medir todo desde el propio interés es un error, que cualquiera puede cometer, pero que protagonistas de primer nivel no deben extrovertir con ligereza.

Una de las rémoras de la política actual es confundir Estado y gobierno. Los opositores lo hacen de continuo, lo que los lleva hasta a boicotear el Censo. El oficialismo, que recrimina con razón ese dislate, debería internalizar que su voz, emitida desde el Estado, debe ser más cauta que la de una fracción política.

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Hablemos de política: Verdes eran las pecheras de los atacantes, aludiendo al clásico color de la agrupación de José Pedraza. En tiempos pasados, no tan remotos, las listas verdes o naranjas marcaban en su color la confrontación con las “celestes y blancas” o “azules y blancas” de la tradicional burocracia sindical. Pedraza fue un cuadro del sindicalismo combativo, durante décadas, incluyendo la dictadura y la recuperación democrática. Formado, buen lector de textos de izquierda, orador con clase, combinaba representación entre sus compañeros con buen ascendiente en la izquierda o la renovación peronistas. Luego, se sabe, fue pieza sustancial en la entrega del patrimonio ferroviario, el desguace de las vías, la jibarización de su sindicato. Se vendió, se enriqueció, se hizo empresario. Persistió hasta ahora, cuando su imagen es una parodia de lo que fue: enjoyado, con ojos enturbiados, incapaz de hacer nada creíble, así fuera sonreír.

Es de manual que la Unión Ferroviaria se desentendiera de sus compañeros tercerizados y hasta que los enfrentara. Es una prueba de su desdén por aliados potenciales y de ligazón con las patronales. Porque la tercerización, es (no siempre pero muy a menudo) un mecanismo de fraude laboral. No un hecho de la naturaleza, ni una decisión estatal, aunque algunas narrativas de estos días lo sugieran. El fraude es una táctica empresaria para potenciar su poder y su lucro: eludir deberes o evadir cargas sociales o impuestos. En la década del 90 la legislación amparó y fomentó esos abusos, en plan de desmantelar conquistas sociales. El menemismo dictó leyes consolidando la tendencia, comprobando la teoría del laboralista Perogrullo: no hay Estado inerte. La supuesta pasividad o ciertas mal llamadas “libertades de mercado” son artificios para que prime la ley del más fuerte.

Pedraza no sólo desampara a los trabajadores tercerizados, los enfrenta. En días de tremenda hipocresía discursiva, es atinente evocar que semanas atrás Hugo Moyano defendió a los tercerizados de Techint, vía acción directa. La cadena privada de medios pidió que tronara el escarmiento. Dos lecturas, relativas a dos formas de construir poder sindical: Moyano suma porque afiliarse a su gremio mejora las condiciones de los laburantes, Pedraza resta.

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Carácter idéntico versus espejo: La oposición y los medios que la conducen abusan del principio de identidad: Pedraza es igual a Moyano, quien es igual a los Kirchner. Un sofisma de aquéllos, que hasta fastidia consignar.

Desde el oficialismo se tientan por responder en espejo: todo lo que critican los adversarios es, por definición, defendible y hasta bueno. En ambos casos se resta complejidad a la realidad, se construyen simplificaciones.

Moyano se opuso firmemente a las reformas regresivas de los ’90, a diferencia de los “Gordos” cegetistas y de la mayoría de los dirigentes del peronismo, incluida buena parte de los actuales kirchneristas. Ese es uno de sus blasones, el otro es que sus representados (los camioneros primero y luego los trabajadores formales desde que lidera la CGT) mejoraron su condición económica y laboral.

Los Gordos son sus contrincantes en la CGT, desde siempre. Pero, verdad dialéctica, también sus compañeros de ruta. Los conflictos sobre encuadramiento, una novedad de los años recientes, reflejan esa tensión. La Unión Tranviarios Automotor (UTA), su sindicato-socio durante años, es desafiada con éxito por comisiones internas combativas, coherentes. Con menos poder, sin herramientas institucionales, interpelan mejor a los trabajadores, consiguen conquistas inalcanzables para (¿no deseadas por?) los popes de la UTA.

En la charla íntima, Moyano se jacta de ser más representativo que Roberto Fernández, el secretario general de la UTA, que “no puede bajar al subte porque sus compañeros lo chiflarían”. Pero en la acción, en aras de la sacrosanta unidad, se esforzó para que no se otorgara la inscripción al sindicato alternativo que promueven los delegados.

En Krafts Foods, más allá de una metodología discutible (hace poco crucificada por la oposición y los medios dominantes) también se procuraba inclusión y no ruptura: tutela legal, para ser un sindicato más y no un foco revolucionario, la protección contra los despidos masivos, la preservación del fuero sindical, la inscripción a sindicatos alternativos.

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Diferentes pero unidos: Hay facciones bien diferentes dentro de la CGT pero todas reivindican un modelo de unicato, con muchas falencias. Es una rémora del pasado que no dio respuesta a los cambios letales de los ’90, a la pobreza creciente, ni a las nuevas expresiones gremiales del siglo XXI.

Así las cosas, “tira para atrás” aferrarse a un modelo que cobija a sindicalistas representativos y luchadores con auténticos traidores a su clase.

El esquema, además, viene acollarado con el sistema de salud que hace agua por todos lados. Las obras sociales nacieron, como el esquema gremial, en tiempos de pleno empleo. En algún momento, levantaron un piso común, digno. Ahora, mestizado con el sistema privado de prepagas, el paradigma sanitario argentino es pésimo. Acentúa las desigualdades, permitiendo a algunos trabajadores que cobran con sobre emparejar su atención con segmentos privilegiados de sectores medios. La escisión con otros trabajadores es enorme. El sistema es enmarañado, el hospital público es uno de los patos de esa boda. La inversión per cápita es alta en términos comparativos internacionales, los logros sanitarios retroceden respecto de épocas pasadas pero no remotas.

En ese intríngulis, Moyano es una suerte de bisagra, dentro de lo que hay. El modelo sindical no pasó indemne la prueba ácida de la dictadura y del menemismo. Aggiornarlo es un imperativo, de compleja dilucidación. Tanto como encarar un nuevo sistema de salud, que no sólo afectaría intereses gremiales sino también de poderosos actores privados, buenos auspiciantes en los medios. Ese debate, uno de los tantos pendientes, requeriría un clima diferente al de estos años. Y una calidad dirigencial que falta por doquier, no sólo en el movimiento obrero.

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Cortar y pegar: Los dos párrafos precedentes, con variantes mínimas de actualidad, fueron publicados ya por el cronista. Se permite este recurso para comprobar que es posible mantener coherencia, algo que suele faltar.

La política laboral kirchnerista produjo mejoras notables en lo legal, en lo económico, en el empleo, en las jubilaciones. Moyano fue un sostén de la gobernabilidad y de ese rumbo. El proyecto de participación en las ganancias de las empresas se suma a un eslabón de meritorias recuperaciones institucionales: las convenciones colectivas anuales, el Consejo del Salario, la movilidad jubilatoria y la reestatización del sistema.

En la batida de la derecha nativa que ya se percibe, la intención será (como de costumbre) arrojar al niño con el agua. Tirar por la borda todos esos avances. El mejor modo de defenderlos es poner en debate todos los defectos de la representación gremial, sus aspectos anquilosados. También importantes tramos de su cultura política. Mezclar militantes o laburantes “pesados” con barras no es una primicia de Pedraza. Consentir compañeros de ruta pésimos porque son un freno a una izquierda “loca” puede derivar en San Vicente (donde la providencia o el azar impidieron un desenlace más grave) o en Barracas, con el peor final.

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Subjetividades: Mientras se espera el avance del expediente y el apresamiento del autor material, el cronista arriesga dos subjetividades. La primera, destacar dos columnas escritas por sociólogos: Horacio González en Página/12 y Eduardo Fidanza en La Nación. Las dos tienen la, poco cotidiana, virtud de eludir los lugares comunes del sector al que pertenecen. González resalta la gravedad de la muerte, su troncalidad histórica, la necesidad de entender que va más allá de las actuales contiendas entre oficialismo y oposición. Fidanza contradice un slogan opositor: el kirchnerismo no es violento, sino de palabra. “Juegan con fuego sin quemarse. Usan la jerga agresiva de Perón pero no puede atribuírsele ni un rasguñado. Los arrebatos discursivos de Néstor y de Cristina, los exabruptos de Bonafini y el empujón de D’Elía a un ruralista forman parte del psicodrama argentino, no de su tragedia.” El problema, en la mirada de Fidanza, es previo al kirchnerismo y lo excede: deterioro y fragmentación. Y reseña signos “aparentemente inconexos” desde la mafia a la anomia, pasando por la inseguridad vial o la tevé basura.

El cronista discrepa con el pesimismo sombrío de Fidanza o con el carácter integral que da a la discusión, pero valora su afán de entender que casi todos los hechos graves que suceden tienen raíces más hondas y remotas que el actual oficialismo. En cualquier caso, con palabras propias, que el kirchnercentrismo es una óptica que distorsiona.

La segunda subjetividad, que este escriba supone más conectada con la notable columna de González, es que un sistema democrático no puede responder a un crimen político exclusivamente con su (más vale acuciante) dilucidación en sede penal. Escribió González: “Investigación. Desde ya. Condenas. Desde ya. Proyectos para desmantelar los nódulos de complicidad burocrática e instrumental que abriga a un tropel de asesinos asalariados. Desde ya. Pero, sobre todo, poder renovar la vida política con una cuota excepcional de esfuerzos, que espero todos podamos recrear en nuestra conciencia”. Una muerte, se parafrasea, tiene ser elaborada como promotora de cambios: de leyes, de sistemas, de elencos de gestión eventualmente. Un asesinato no puede pasar sin generar cambios, ni la justicia real puede ser relegada al Poder Judicial, exclusivamente. El asesinato agrede al sistema político, debe convulsionar fronteras y rutinas.

A diferencia de Fidanza, el cronista cree que, ambivalente y contradictoria, la sociedad argentina es vivaz y progresa. Padeció (generó) azotes tremendos en menos de cuarenta años: el atroz final del peronismo de Perón, la dictadura con el terrorismo de Estado, varios fiascos democráticos, la arrasadora eficacia regresiva del menemismo, la crisis de comienzos de este siglo. De todas sobrevivió, en muchos casos generando formidables instancias de organización social y popular.

En contados años concretó logros interesantes, hasta ejemplares: derechos humanos, matrimonio igualitario, ley de medios, ampliación gigante del universo de jubilados. Subió un escalón aunque sigue en una cuerda floja que signó su historia. Castigar a los culpables penales, condenar en otras instancias a los responsables políticos, empresarios o gremiales, es parte de la tarea. La otra es entender que el asesinato de Ferreyra no fue un delirio de un bravabarra o un ataque de furia de algunos burócratas, sino un síntoma de lacras vigentes, de cosas para cambiar. No para volver atrás el péndulo de la historia, no para derogar lo avanzado, sino para sustentarlo.

Es muy difícil, el cronista renuncia a la tentación o al facilismo de formular propuestas que deben surgir de un debate amplio y plural. Pero es imprescindible.

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