EL PAíS › ANA MARIA SOFFIANTINI VIO EN LA ESMA A NORMA ARROSTITO, A MADRES Y A LAS MONJAS FRANCESAS

“No se los deseo ni a los asesinos”

La secuestraron cuando estaba cruzando la calle con sus hijos, un bebé y otro que apenas caminaba. Recordó ante el tribunal la Navidad de 1977 en la que apareció Massera de uniforme y toda su patota. El aliento de sus compañeros para que no se quebrara.

 Por Alejandra Dandan

Al final de la hilera, Ricardo Miguel Cavallo, uno de los integrantes de la patota juzgados.
Imagen: Rolando Andrade.

Ana María Soffiantini entró a la ESMA secuestrada el 16 de agosto 1977. Desde su libertad no estuvo en Capital, dijo, no se encontró con nadie, no leyó muchos libros y no hizo ese trabajo de reconstrucción de otros sobrevivientes. Ayer en la sala de audiencias de Comodoro Py contó, sin embargo, su historia cargada de detalles. Entre otras escenas, la Navidad de 1977, el día que ubicaron a un grupo de secuestrados en la parte ancha de la entrada a la Pecera. “Ahí aparece el máximo asesino que desgraciadamente o felizmente está muerto –dijo–: entró Massera vestido de blanco, acicalado, impecable, también Chamorro, Astiz y los marinos a decirnos Feliz Navidad, cosa que creo –agregó– fue la Navidad más negra de mis días, de todos los compañeros, ver a ese asesino ahí adentro.” Después de ahí, Massera, cree, fue a ver a Norma Arrostito.

El día del secuestro, ese 16 de agosto, Ana María estaba en un departamento de la calle Fragata Sarmiento y Juan B. Justo. A eso de las diez o las once de la mañana, bajó a hacer las compras a una verdulería para el almuerzo de los hijos. María apenas caminaba y Luis era un bebé de menos de un año. “Cuando estoy por cruzar la calle con ellos –dijo–, se abalanza violentamente un grupo de hombres al grito de Montoneros, que era la manera para que la gente se quedara impactada, me sacan a Luis de los brazos y a María la levantan, me dan una trompada, me agarran los brazos, me dan patadas en las piernas, no sé si me esposan, me meten en un auto.” Ella no sólo pudo registrar los gritos de su hija, sino a los hombres de la patota: Alfredo Astiz, Fragote (Carlos Orlando Generoso), Angosto (Pedro Osvaldo Salvia), Bicho (Carlos Pérez), Chispa (Gonzalo Sánchez), Héctor “Selva” Febres, dijo: “Nombres que después escuché muchas veces”.

La hicieron sentar en un banco duro con la capucha. Escuchó ruido de máquinas o de música. Levantó la cabeza con la capucha, vio que en el pasillo medio celeste había un cartel: Avenida de la Felicidad, decía.

La desnudaron y empezó la tortura. Alrededor, los nombres de los represores que ella soltó en tiempo presente: Selva; Trueno (Antonio Pernías), un morocho, transpirado; el Duque (Francis Whamond), el Tigre Acosta que entra y sale. Le dijeron que si no decía quién era iba a pasarle lo que les pasaba a los que estaban ahí: que estaba en la ESMA. Sintió la picana en las plantas de los pies. “Una situación que es terrible, porque la situación en general es terrible, lo que nos motiva a no hablar, no se lo deseo a nadie, ni a los asesinos.”

Contra una pared estaba colgado el organigrama de Montoneros, con la estructura, la columna norte, la sur, la oeste. A ella la ubicaban ahí. Lo negó. Llevaron a una compañera: “Ana María Martí –dijo–, con grilletes y cara desencajada, y sus ojos hermosos que eran rojos de llanto, y que con unas palabras muy dulces me dice que aguante, y les dice a ellos que no me conoce, que no me hagan nada, que ella conocía a mi compañero”.

Su compañero ya no estaba. Lo habían secuestrado el 20 de octubre de 1976. Whamond le dijo en esa tortura que lo habían matado por no colaborar y ella iba a seguir el mismo destino. En ese momento, llevaron a Norma Arrostito. Ana María nombró una y otra vez a ese cuadro político de Montoneros. Norma, dijo, “estaba engrillada, demacrada, y se me acerca, me agarra el brazo, me dice que resista, que no diga nada, con palabras muy especiales, como que sea lo que sea, íbamos a morir, y yo que la tengo en lo más íntimo de mi corazón y siempre la había respetado, eso me empujó a decir que sí, me convencí de que el destino iba a ser la muerte”. No sólo los golpes o el espanto, se había convencido de que estar ahí era estar en el infierno: “Un nivel desconocido, una dimensión espantosa”.

Como sucedió con otros, al otro día la vistieron, le pusieron una frazada de la ESMA y la llevaron a su departamento. No tenía las llaves. De un empujón rompieron y abrieron la puerta. Sus padres estaban adentro, horrorizados: “Yo me desprendo de los marinos, tenía los grilletes, las manos encadenadas y me tiro sobre mi madre: le digo que estoy en la ESMA y que la Gaby (por Norma Arrostito) está viva”. En el departamento revolvieron todo, pero además le dieron vuelta el bolso. Se le cayó la pastilla de cianuro, ellos no se dieron cuenta. “Cosa que me tranquilizó –dijo– porque yo alegaba no estar donde ellos decían que yo estaba.”

Ana María empezó a trabajar tiempo después en el sótano porque suponían que sabía hacer fotos. Trabajar, dijo ella, es una forma de decir porque no trabajaban, eran mano de obra esclava. La bajaban al sótano todos los días aunque, aclaró, que eso de los días no lo sabía: “No sabíamos cuándo era de día o de noche porque estábamos siempre con luces artificiales”. Desde un tocadiscos sentían la sucesión de los discos, las canciones de Mercedes Sosa y Serrat. Y una puerta que se cerraba o se trancaba cuando había revuelta o picanas o torturas, y los marinos los protegían porque los suponían parte de un programa de recuperación, que ella y sus compañeros aceptaron sin ponerse de acuerdo, sabiendo que era una simulación. Debía revelar y copiar fotos. Luego, diagramar. Le pidieron el dibujo de un camión para una de las empresas que los marinos habían montado.

En la puerta de ese espacio siempre había un guardia. Algunos rotativos, otros habituales. Aparte de matar, dijo, hacían huevo. Entre ellos, estaba Ernesto Frimón “220” Weber. “Ahí me entero de que 220 había participado de la muerte de Rodolfo Walsh”, dijo. Y otro día, una de las veces en las que Alfredo Astiz ocupó esa silla para hablarles de su espíritu cristiano, supo del operativo en la Santa Cruz. “Nos enteramos de que estaban haciendo un trabajo de inteligencia ingresando a un grupo de familiares de los desaparecidos en una iglesia, después supe que era la Santa Cruz. Para el 8 de diciembre, hubo un gran revuelo y empiezan a ingresar gente, y volvemos a pasar por todas las situaciones de horror que eran habituales escuchar en el sótano.”

Esa noche la llevaron a dormir a capucha, como siempre. Al otro día, cuando bajó, la agarró Héctor Coquet, uno de sus compañeros, y le dijo: “Mirá lo que han hecho estos hijos de puta: están torturando a las madres y religiosas”.

Desde una pizarra ubicada al costado de la sala, Ana María se puso a hacer el dibujo de planos y de calles. Desde un cuartito de baño en construcción, al lado de la Huevera, se ponen a mirar por un pedazo de aglomerado roto: “Yo veo a dos mujeres, y un hombre al lado, estaban muy demacradas, y una más delgada que otra, y con un cartel atrás que decía Montoneros”. Y dijo: “Y a Selva golpeando con algo como una manguera gruesa, que es como la de las aspiradoras, vestido de color rosa claro, y un compañero que estaba ahí para sacarle fotos”. Supo después que eran las monjas francesas, porque alguno de los compañeros que tenían acceso a los diarios lo leyeron publicado en la prensa. “Sé que estuvieron ahí un tiempo, pero no mucho, no mucho.”

Más adelante mataron a La Gaby, el nombre de Norma Arrostito. Ana María se la encontró justo cuando bajaba de Capucha a trabajar con otro de sus compañeros. “Al lado de los baños, estábamos esperando el ascensor para bajar y aparece el Tigre Acosta como loco.” Había un enfermero y otros marinos, y ahí, entre los “verdes”, el Tigre Acosta que decía: “¡La Gaby se muere! ¡Se nos va! ¡Se nos va!”. Y, dice ella, “aparece con La Gaby en una camilla”. A los gritos pidió por una de sus compañeras, Jorgelina. Le dijo, vamos, vamos. “Y pensamos que ya estaba muerta, pero parece que todavía no, la vemos color azul grisáceo y se la llevan en el ascensor, nosotros nos quedamos parados, helados: no podíamos creer lo que veíamos, fue un silencio eterno para todos.”

El relato siguió. Ana María siguió hablando. Ya habían pasado otros dos testigos. La audiencia había comenzado con un sonido de música molesto en los parlantes. A esa altura, sólo hablaba Ana María. “El horror que pasábamos ahí nos marcó definitivamente nuestras vidas y nuestras familias –dijo–: no les deseo a los que están siendo juzgados acá, que pasen el horror, deseo que se haga justicia.”

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