EL PAíS › OPINION

La verdad llega en plural

Por Blas de Santos

En la contratapa del sábado y con el encabezado de “La verdad siempre llega”, Osvaldo Bayer hace una serie de discutibles afirmaciones. Fuera de toda duda está su bien ganada autoridad política y ética para dar a conocer sus opiniones personales sobre hechos y comportamientos, históricos y contemporáneos, que a todos nos involucran. Mi desacuerdo, aunque no pasa por ahí, es doble. Se trata de la falta de discriminación entre los que también merecen sus anatemas y el resto de los que, por callar, pudieran otorgar que les toque el mismo sayo. Primero, ni todos recurrimos a la categoría de “sociedad argentina” –fuera de coordenadas temporales y sociales– a la hora de analizar la realidad de nuestro país, ni tampoco, y por las mismas razones, tenemos por qué aceptar valoraciones que agotan todo punto de vista alternativo y crítico. Precisamente, cuando quienes se empeñan en construirlo reconocen el esfuerzo que les cuesta vencer la inercia de los prestigios del pensamiento único –el de las certezas y la disciplina a la línea– dentro de la tradición progresista.
“La sociedad argentina siguió reptando frente a la figura del Cnel. policía” (Ramón Falcón) y es la misma que unge al actual ministro de Defensa Jaunarena “para que siga representándola en nuestra eterna cobardía”, de este modo se unifican cargos sobre hechos distantes un siglo. El problema es el código que los instruye. La verdad es la que señala el “deber ser” de los arquetipos que evocan las efemérides heroicas. En cambio, según él, “Los argentinos nos tenemos que mover en el reino de la mentira y de la cobardía”, que sería el de las poco gloriosas luchas de todos los días. Es útil rescatar del olvido existencias ejemplares. El problema es cuando la evocación de la gesta ahoga toda argumentación y se reduce a la gesta de la evocación, sin la mutua compresión de pasado y presente.
En esta ocasión Bayer parte del homenaje que la ciudad de Bremen rinde a Georg Elser, un anarquista alemán autor de un fallido atentado contra Hitler. El hecho le sirve para deducir que, por 13 segundos apenas, millones de inocentes no se salvaron de morir en la Segunda guerra. Por pura casualidad, el culo de aquel siniestro Adolfo esquivó la silla que la historia de la paz le tenía reservada en una tradicional cervecería nazi de Munich. Una desgracia para la humanidad, ya que se sentó en el trono del fascismo con los desastrosos resultados que todos conocemos. Su conclusión no resiste la contradicción de asignar tal responsabilidad histórica a un personaje al que califica de “mamarracho”. Otro análisis es el que hacía el psicoanalista alemán W. Reich cuando veía incubarse el huevo de la serpiente en el seno mismo de la subjetividad de las masas. Que por el vacío de su insignificancia ese mamarracho era el mejor soporte de todo el autoritarismo machista y patriotero de los sectores populares que no encontraban mejor modo de expresar su resentimiento y violencia contenidos por la explotación, que en la promesa de satisfacción criminosa que les ofrecía el nazismo y que el racionalismo moralista –el deber ser– de la socialdemocracia, el anarquismo y el comunismo, que los precisaba “buenos y puros”, les impedía expresar.
Además la lógica de actuar contra los tiranos, “como obligación de todo ciudadano libre”, es la que usa Bush para justificar su guerra contra Saddam Hussein y la consigna de “ofrecer la vida contra todos los que pisotean la Constitución de un país y sus derechos humanos” la propia de los talibanes. Ambos funcionan conforme a la ley: para el liberalismo, la propiedad privada es un derecho superior a la vida que justifica la muerte, para el fundamentalismo árabe, nada supera las glorias postmortem. Lo que no es casualidad es que ambas culturas “corta cabezas de tiranos”, son las últimas que en el mundo mantienen el poder del Estado sobre la vida humana: la pena de muerte. Es pues, la paradoja de un discurso libertario que elogia la máxima encarnación del Estado: un individuo que por su cuenta y riesgo decide, organiza y ejecuta una acción enrepresentación del interés general. Eso sí, sin asumir responsabilidades colectivas. La regla de “El que las hace las paga” que absuelve el cuentapropismo justiciero en el heroísmo, disimula que una ética de suma cero que no reconoce más responsabilidad que la rinde a su gloria personal.

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