EL PAíS › OPINIóN

Filiaciones argentinas

 Por Horacio González *

No sólo en momentos excepcionales ocurre que la política de un país se relacione o superponga tan íntimamente con los lazos de parentesco sanguíneos o con la creación política de nuevos parentescos. Es que ellos son la materia simbólica de una organización invisible de la sociedad, que la antropología del siglo XX estudió bajo diversos nombres, entre otros, el de “estructuras de parentesco”. En cambio, los folletines del siglo anterior habían descubierto lo provechosos que podían ser esos grandes temas, como el de los hijos negados, ilegítimos, abandonados, falsos o desconocidos herederos, con identidades trastrocadas o bien lanzados como una maldición del destino para que encontrasen afinidades opuestas a las que indicaba su nacimiento. Edipo, antes y ahora, resulta siempre ejemplar. La literatura de todas las épocas supo vulgarizar estas torsiones del destino. La gran fábula de Ciniras y Mirra en la Metamorfosis de Ovidio, entre tantas otras obras sustanciales, revela también la fuerza atractiva del incesto y, a través de ella, de los arcanos de la configuración familiar.

El pensamiento antiguo jamás abandonó la consideración sobre los lazos de sangre, pero los consideró destinados a un drama esencial. No establecían el conocimiento y el respeto, sino el peligro y la violencia. En vez de ser lo que conocemos y dominamos, serían lo desconocido o lo que nos vulnera. No es de ahora que la teoría política siente un desgarrón insoluble, cual es el de recalar muy fácilmente en las relaciones entre Estado y sociedad civil, en el mismo momento en que no puede omitir otra insondable esfera, intermediaria entre ambas o que directamente las desacomoda radicalmente: la de la familia. No son tres estadios que se suceden armoniosamente –familia, sociedad, Estado–, sino que están siempre entrelazados en combinaciones diversas y contradictorias, ya sea que las filiaciones sanguíneas se ubiquen dentro del Estado –asegurando sucesiones dinásticas y otras formas de construcción de linajes– o que ciertos tipos de Estado surjan directamente de las prácticas totémicas de los grupos familiares arcaicos o modernos.

Los esfuerzos del pensamiento histórico para imaginar un itinerario de la cultura cada vez más desprendido de las bases biológicas, y por lo tanto proponer formas familiares sustitutas a las que provee la genealogía, son la utopía política más sorprendente y más laboriosa por lo menos desde la crisis general del positivismo científico, ocurrida a mediados del siglo pasado. Una obra tan estremecedora como la del antropólogo Lévi-Strauss terminó de situarse a contramano de la cultura general de nuestro tiempo cuando llamó a estudiar los planteles biológicos de la historia, que emanaban de la prohibición del incesto, lo que podía ser visto tanto como la creación de la sociedad a partir de neutralizar el intercambio sexual intrafamiliar como un indispensable tabique construido por la civilización, aunque siempre amenazado por el sustrato biológico de la vida. El mundo contemporáneo, con su llamado a considerar el tema de las familias como un orden no biológico a ser replanteado por medios espirituales profundos, se convierte en un ensayo fundamental de nueva sociabilidad, desafiando a la razón política una vez más. Si por un lado las revoluciones contemporáneas se consideran obligadas a rever el orden doméstico tradicional –recuérdense los ensayos soviéticos a este respecto–, por otro lado recrudecen las necesidades de afirmar filiaciones como forma de recobrar la dimensión de “verdad, memoria y justicia”, tal como ocurre en el caso argentino. Estos tres valores trascendentales siempre estuvieron ligados a la libertad de interpretación filosófica, pero la forma que adquirió el terrorismo de Estado los religó a una nueva literalidad, obligada entre otras cosas a estudiar con instrumentos científicos la cuestión general de la filiación.

Marx decía en su famoso 18 Brumario que el falaz Napoleón Tercero había encontrado su destino político en la prohibición del código francés de investigar las paternidades y procedencias familiares. Una bella sociedad apócrifa. Es evidente que una sociedad que vive bajo libertad filiatoria (no hay obsesión por las identidades) puede ser políticamente más creativa que una que vive bajo el canon de las estructuras de parentesco visibles y certificadas. Pero la situación se invierte cuando existe un poder criminal que proyecta una reconstrucción filiatoria (como la dictadura terrorista argentina) incautando a recién nacidos para darles una desmentida biológica a los que definía como enemigos políticos, designándolos en el papelerío oficial como “banda de delincuentes”. Era un siniestro acto refundacional de familias, fuerza biopolítica de extremo reaccionarismo pues significaba concebir aquellos actos políticos insurgentes como un “germen vivo” que captado en su inicio “hereditario” era posible desviar culturalmente. Era el culturalismo sustituto de los poderes estatales despóticos y más que eso, capaces además de dar muerte extirpando el nombre. Es aquí que se imponen políticas de investigación de las filiaciones como formas elementales de la reconstrucción social; es decir, saber la forma última de la verdad, que en este caso es la verdad genealógica.

Los pensamientos revolucionarios siempre apostaron (“proustianamente”) a ser hijos de una época antes que de las familias. Y a formar familias alternativas cuyo lazo superior estaba fundado en la emoción histórica, en los nuevos apellidos que ofrecía en su bitácora de adopciones el libre tiempo nuevo. Pero éste es un sentimiento extendido en toda colectividad militante. Entendida en todo su poder de designación, ella establece nuevas familias que aspiran a una superioridad ética respecto de la familia burguesa, que se forja a través de la propiedad, el secreto y una forma menoscabada de la clandestinidad pulsional. Todo esto protege o le da un encuadre verosímil a las luchas por la herencia (concepto que el anarquismo quiso eliminar de la legislación, opinando que era la piedra basal del capitalismo). El peronismo llegó a llamar la atención de los jóvenes existencialistas de fines de los años ’50, que en su entusiasmo copiativo quisieron ver a Perón y Evita como personajes sartreanos, con potencialidad socialmente transformadora debido a los rasgos de bastardía en sus linajes familiares, esto es, a través de las transgresoras realidades en su ascendencia. De una manera u otra, el llamado de la política como potencial generador de familias opcionales está en correlación paradójica con el rasgo actual que permite definir una verdad familiar identitaria a través de Bancos de Datos que acumulan señales genéticas.

El caso de la familia Noble Herrera es específico del momento de conmoción que vive la sociedad argentina en relación con las filiaciones. Los desarrollos de la ingeniería genética durante todo el siglo XX pusieron en un lugar predominante al descubrimiento del ADN, molécula vinculada a la transmisión hereditaria celular abarcando secuencias intergeneracionales. La hipótesis de que esas células almacenan “información” no sólo la convierten en un acontecimiento paralelo al desarrollo de las ciencias de la información o a las tecnologías comunicacionales, sino a la investigación de enfermedades e identidades genéticas de los seres vivos. No se puede disimular la radical importancia que tiene esta intervención de la ciencia contemporánea en los más delicados problemas vinculados a un desciframiento social donde verdad, patrimonio y herencia son conceptos que se desplazan desde la biología a la política. Si en el juego político la verdad está en disputa, en su contraparte biológica está fijada en códigos genéticos patrimoniales.

Y si por la cualidad histórica, por inferencias de cuño epocal y la específica naturaleza de los hechos se puede decir que aquellas personas adoptadas son hijos de desaparecidos en los años del terrorismo de Estado, el veredicto científico puede arrojar por muchas razones, tanto esa como otras conclusiones. Por primera vez, un obvio corolario histórico-político podría no ser corroborado por la inevitable –y en este caso saludable, si no se dudara de su motivación profunda– decisión de confiar al aparato de la ciencia más especializado, elementos para un dictamen que encierra una potencial conmoción capaz de arrojar una luz adicional sobre un pasado inmediato, vejatorio de la condición humana.

Por su parte, Hebe de Bonafini, a partir de un razonamiento sobre sus hijos desaparecidos, llevó más lejos que nadie la idea de una familia no sanguínea basada en acciones de reconquista de las conciencias que buscaron en el horror y la desgracia familiar un motivo de inenarrable violencia. O bien, buscando en la estirpe de los desfallecidos, un motivo de nueva filialidad. Eran riesgosas situaciones que pueden conjugar ciertos rasgos de salvacionismo con floraciones profundas del alma colectiva popular, cual es la adopción filial in extremis. A la inversa que los Noble Herrera. Aquí es probable que el gesto adoptivo expresara la supuesta superioridad de un sector social para reconocer, adherir y a la vez desculpabilizarse del horror y carnicería sabidamente producidos en las tinieblas y socavones del país. Había un gesto de aristocrática concesión hacia el otro lado de la frontera, a través del gesto majestático y empresarial de torcer destinos, de inventar vidas sobre las vidas de otros.

En cambio, Hebe arriesga nuevas filialidades arrojando una atrevida mirada sobre todas las grietas de la sociedad, viéndolas como potenciales habitáculos de un crimen primitivo, a redimir. Pensamiento transpolítico o impolítico, que se entremezcla a la difícil coyuntura y mostrando que en los momentos de máxima tensión social, siempre se discute sobre relaciones de parentesco. Amplificadas o metaforizadas, implican proseguir la historia a partir de gestos últimos a ser revelados en una sociedad que intenta exonerarse de un crimen primordial. Hebe jugando en los confines de un difícil rescate. Los otros, promoviendo un folletín que –salvo juicio científico: he aquí lo curioso de la situación–, quiere reproducir el origen oscuro de la propiedad buscando la alteridad de la sangre para reeducarla.

Se desea ahora dar un golpe mortal al gobierno hablando de aciaga cooptación, la facultad de traer hacia sí al que estaba destinado a otra cosa, por medio de un poder ilícito que alteraría lo virtuoso. ¿Cómo así? ¿No es que la cooptación es un caso de construcción asociativa artificial que exige el secreto de un procedimiento antes que la módica astucia de los convocantes? ¿No se ve que este mal concepto para entender lo que pasa está en un lugar en el que debería haber una consideración profunda sobre una sociedad que llegó al difícil punto de tener que pasar a través de la verdad de la ciencia, para perfeccionar su conocimiento de la verdad? ¿No son los que parecen almas libres, errantes en sus pobres certezas, los que no saben que están cooptados? Definición para esta actualidad en curso: la política, entendida como autónomas filiaciones electivas, es lo contrario a la cooptación.

* Director de la Biblioteca Nacional.

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Imagen: Télam
 
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