EL PAíS › EL DEBATE SOBRE LA PROTESTA

Después de las cacerolas

El análisis de la movilización contra el Gobierno. La consigna del miedo. La “distorsión” de la idea de libertad. La espontaneidad y la organización. La necesidad de “no desdeñar” lo ocurrido.

Por Eduardo Jozami *

El discurso antipolítico

Se oían desde la calle ruidos más leves que los que habitualmente identifican los cacerolazos y mirando a los edificios no se veía nadie en las ventanas. ¿Por qué se ocultaban, cuando otras veces, como el 19 de diciembre –frente a un gobierno que había declarado el estado de sitio y al día siguiente mataría 40 manifestantes–, aparecían orgullosos y sin temor en los balcones? Todavía no encuentro respuesta para esta curiosa actitud que observé en la zona de Palermo, pero que, me dicen, se repitió en muchos otros lugares. ¿Los ocultos caceroleros tendrían miedo?

Tanto se instaló la idea de que este gobierno generaba miedo, utilizando una frase de la Presidenta que –afortunada o no– estaba destinada a la relación con sus propios funcionarios, que es posible que algunos lo hayan creído. Esta fábula del miedo venía bien también para valorizar la presencia de la gente. Esos miles de personas, decía el canal de noticias que alentaba la movilización, vinieron porque vencieron al miedo. Podría pensarse, entonces, que también expresaban a otros tantos, menos decididos, que no se atrevieron a salir.

El discurso del miedo está inescindiblemente ligado al que afirma que vivimos en una dictadura. Ninguno de los dichos que se escucharon en la marcha podrían fundar esa afirmación, porque –además– el argumento se refuta al mismo momento de expresarlo: las dictaduras no han permitido que sus opositores los insulten en la calle y por los medios, sin ser molestados, como ocurrió esta vez.

En la historia argentina, algo similar ocurrió siempre que asumió un gobierno popular. En 1930, durante la gestión de Hipólito Yrigoyen, a quien en realidad sólo podía reprochársele su dificultad para controlar a su propio partido, la oposición calificaba al presidente como antidemocrático y autoritario y, muchos, reclamaban su renuncia. Después, conocerían efectivamente lo que era una dictadura, cuando con Uriburu se introdujo la represión más salvaje –es entonces que aparece la picana eléctrica– y se retrocede a los tiempos del fraude.

Nada diferente ocurrió con Perón, jaqueado desde su asunción en 1946. Su triunfo en las elecciones de ese año fue inobjetable y la dirigencia de la Unión Democrática, que creía haber ganado la elección, se apresuró a reconocer que en los comicios no había nada que impugnar. Sin embargo, cuando meses después Perón asumió el gobierno, los legisladores radicales se retiraron del recinto en actitud de repudio. Es demasiado ingenuo pensar que, naturalmente, consideraron al nuevo gobierno antidemocrático porque había derrotado a la Unión Democrática. Sin embargo, desde entonces siempre funcionó esa simplificación. Los sectores altos de la sociedad, los grupos del poder económico y una parte considerable de la clase media siempre entendieron que sólo ellos constituyen el verdadero país y que, por lo tanto, si un gobierno no contempla sus intereses eso prueba que las instituciones no están funcionando bien.

Es notable que esto ocurra también con los sectores medios porque estos gobiernos, y en particular el actual, están lejos de haberlos afectado en sus ingresos, como se advierte en el boom de consumo en los años kirchneristas, del que estos grupos fueron actores importantes. Buena parte de los concurrentes a la movilización eran gente de clase media que no se queja por su nivel de vida sino que rechaza, en principio, todas las políticas sociales que se destinen a mejorar la situación de los más pobres. El incremento de la Asignación Universal por Hijo, medida muy importante adoptada en los días previos, lejos de favorecer una mirada más positiva sobre la acción de gobierno, parece haber aumentado el descontento de los manifestantes: “Prefiero ser gorila y no planero”, decía una de las consignas que en Facebook convocaba a la marcha y, después, pudo verse por TV algunas señoras que protestaban contra la asignación que estaría favoreciendo la “procreación irresponsable”: bandadas de jóvenes adolescentes estarían redoblando su disposición a tener hijos, alentadas por el incremento de la asignación. En esta idea tan ridícula que, sin embargo, circula de un modo inquietante, subyace algo más que un absurdo cálculo económico, se expresa una mirada sobre los pobres, sobre el valor que para ellos tiene la llegada de un hijo, que linda con el racismo y muestra que estos grupos de clase media siempre celosos del ascenso social de los que menos tienen, no les reconocen a éstos el derecho de ciudadanía.

No es la primera vez que los manifestantes del jueves pasado aparecen en escena. Son los que acompañaban a Blumberg, constituyen también una parte de los que salieron a la calle en el 2001. La consigna “que se vayan todos” no tuvo esta vez la adhesión masiva de entonces, quizá porque se rescata algunas figuras políticas del arco opositor. Sin embargo, el discurso antipolítico es el dominante, lo que no impide llegado el caso la identificación con un partido, como se advierte en el caso del PRO. Cuando ese discurso antipolítico no aparece, como en el 2001, confundido con otro que se le parece, pero es muy distinto porque ataca a la vieja política reivindicando la participación y la solidaridad social, manifiesta su carácter profundamente reaccionario y amenazador.

Aunque pueda haber algunos confundidos, la mayoría de los que salieron a la calle pertenecen a ese espacio de centroderecha más reacio al kirchnerismo. Sin embargo, no estamos diciendo con esto que no haya que tomar nota del episodio. No como ya lo ha han hecho algunos que –portadores del mismo sentido común reaccionario sobre el tema de la inseguridad– se manifiestan con falsa ingenuidad dispuestos a tomar “las acciones necesarias para satisfacer las expectativas de la sociedad”, como si no supieran que las expectativas de los manifestantes no van precisamente en el sentido de consolidar este proceso de transformación.

De todos modos, aunque hayan estado, más o menos, los que tenían que estar, es bueno preguntarse qué fue lo que permitió esta irrupción que hace unos meses no parecía posible. Es innegable que el plazo del 7 de diciembre exaspera al monopolio mediático y jugó como acelerador de esta protesta, pero quizás lo más importante sea ver qué podemos hacer nosotros para hacer más difíciles estas maniobras, para aislar a las voces de la derecha, para seguir ganando aliados. Por supuesto, habrá que mostrar en la calle que somos muchos más los que sostenemos a Cristina y que estamos dispuestos a redoblar nuestra militancia, pero esto no es contradictorio con la disposición al diálogo y la explicación más completa de las medidas de gobierno que pueden afectar a los sectores medios.

Entre ellas, la restricción de moneda extranjera es, probablemente, la que ha tenido más influencia para enrarecer el clima político. Será necesario explicar más por qué la preservación de las reservas es una tarea prioritaria para garantizar la viabilidad y el sostenimiento de la actual política económica cuyos beneficios en materia de empleo e ingresos alcanzan a los sectores medios y a la inmensa mayoría de la sociedad. También debe explicarse que ciertos objetivos como la pesificación del mercado inmobiliario, lejos de atacar a los sectores medios, facilitarían en el mediano plazo, el acceso a la propiedad. Por otra parte, será más fácil aceptar las restricciones, en la medida en que resulten más previsibles y sean adecuadamente informadas. Por supuesto que si uno pone en un platillo de la balanza las grandes transformaciones del período kirchnerista y en el otro, las restricciones al uso de divisas, resulta imposible y hasta casi mezquina la comparación, pero sería un error subestimar los inconvenientes que la cuestión cambiaria está provocando hoy.

Se ha dicho que la marcha interpela tanto al Gobierno como a la oposición. Pero quienes dicen esto, generalmente apuntan a la necesidad de unificar el frente antikirchnerista. Este discurso, claramente impulsado por la corporación mediática, está destinado a apretar a la oposición de centroizquierda para que disminuya sus coincidencias con el Gobierno en el Parlamento y adopte el discurso de la oposición más dura. Actitudes como las de las senadoras María Eugenia Estenssoro y Norma Morandini, negándose a repudiar la tapa incalificable de la revista Noticias, muestran que esta estrategia avanza por los bordes del FAP, la fuerza que conduce Hermes Binner. No será fácil, sin embargo, que quienes apoyan la política de derechos humanos, la ley de medios y la Asignación Universal se sumen al discurso destituyente que demoniza a la Presidenta y quiere volver al orden neoliberal de los ’90. El kirchnerismo puede hacer su aporte a este debate de la oposición y, en la incierta perspectiva del 2015, sería torpe decir que no nos interesa.

La inmensa mayoría de quienes votaron a este gobierno sigue celebrando medidas como la recuperación de YPF o la política de derechos humanos que acaba de anotarse otro éxito con las condenas a prisión perpetua de los represores de Bahía Blanca, una ciudad sometida, hasta no hace mucho, al rígido control ideológico de la Marina y el diario La Nueva Provincia. Es esta confianza que se funda en las grandes transformaciones que vivimos la que nos permita imaginar las calles del 27 de octubre, cuando un pueblo entusiasta –sin odios porque vive la alegría de esta hora de transformaciones– acompañe a la Presidenta en la evocación de Néstor Kirchner.

* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Miembro de Carta Abierta.

Por Agustín Rossi *

Violenta y organizada

Pasadas algunas horas de la protesta del jueves por la noche, considero oportuno hacer algunas reflexiones que contribuyan al análisis de la situación. Se dijeron muchas cosas por estos días. Entre ellas, los medios hegemónicos se encargaron de resaltar el carácter “espontáneo”, “pacífico” y “sin banderas partidarias”. Valdría la pena analizar cada una de estas cuestiones.

La protesta tuvo una alta dosis de organización. Desde comienzos de septiembre se venía convocando a la protesta por las redes sociales y por los medios opositores, con la adhesión expresa de dirigentes de partidos de derecha. En el camino a Plaza de Mayo hubo camionetas con equipos de audio que acompañaron la marcha. Hubo cientos de carteles idénticos con la misma consigna. Durante toda la tarde, las radios y los canales opositores no hicieron otra cosa que alimentar la convocatoria. Había cámaras instaladas y periodistas apostados en cada una de las ciudades donde se preveía una buena concurrencia. Los sectores conservadores utilizaron todos los resortes disponibles para garantizar el resultado. Como suelo decir a menudo, parafraseando a Evita, la derecha nunca duerme.

Fue una protesta sin disturbios, pero fue una manifestación cargada de violencia. Para corroborarlo, basta con mirar los videos subidos a las redes sociales, escuchar los testimonios de sus protagonistas y leer las consignas que aparecían en los carteles de la convocatoria. No parece muy republicano y respetuoso de las instituciones pedir que se vaya un gobierno reelegido hace meses o desearle a través de cantos y pancartas la muerte a la Presidenta de la Nación. Muchos se refugiaron, incluso, en el remanido recurso de agredir a Cristina por el sólo hecho de ser mujer. Tampoco faltaron las descalificaciones a los argentinos que cobran la Asignación Universal por Hijo. Los discursos escuchados fueron profundamente violentos.

A su vez, fue una protesta con un fuerte contenido político-ideológico, aunque la mayoría de los manifestantes (y los medios) se encargaron de negarlo. La mayoría de los que fueron al cacerolazo tenían una clara posición tomada en contra de nuestro gobierno. No había ciudadanos indefinidos: estuvieron en la manifestación los que están en contra de las políticas de nuestra Presidenta, aunque no portasen banderas partidarias.

En este marco, la protesta del jueves a la noche fue la clara confirmación de que en la Argentina –en contra del discurso dominante en los medios de comunicación hegemónicos– todas las libertades están plenamente vigentes. En nuestro país existe la más absoluta libertad de prensa. Esto lo podemos corroborar cotidianamente en los diarios, las radios y los canales de televisión. Del Gobierno –y muy especialmente de la Presidenta de la Nación– se puede decir lo que se quiera, desde los análisis más sesudos hasta las bajezas más extraordinarias, como la reciente tapa de la revista Noticias. Hay que recordar que fue la mismísima Cristina Fernández de Kirchner la que impulsó cambios en la tipificación del delito de calumnias e injurias.

Además, los argentinos pueden movilizarse y protestar por los motivos que crean oportuno. Hay plena libertad para expresar y peticionar lo que se considere necesario. Cuando Néstor Kirchner empezó a sacar a la Argentina “del infierno”, había un promedio de cuatro cortes de rutas por día. Durante la 125, la Mesa de Enlace organizó casi 3000 piquetes en menos de cinco meses. Los trabajadores organizados pueden plantear con libertad sus pretensiones, más allá del encuadre ideológico de la organización gremial que lo impulse. Como vemos, en la Argentina hay un pleno derecho de los argentinos a expresarse cuando quieran, cómo quieran y por lo que quieran, y el jueves quedó demostrado nuevamente.

Los medios de comunicación hegemónicos, de alto protagonismo en la convocatoria del jueves pasado, fueron los encargados de describir e interpretar los hechos construyendo un relato destinado a menoscabar a nuestro Gobierno y descalificar a la Presidenta.

Los que votamos a Cristina, el jueves no estuvimos en el cacerolazo ni nos sentimos representados por el relato hegemónico de los hechos acontecidos. Sí nos representa, en cambio, cada una de las medidas tomadas por la Presidenta en estos diez meses de su segundo mandato. Avanzamos con el nuevo Estatuto del Peón Rural, con la ley que limita la extranjerización de tierras, la modificación de la Carta Orgánica del Banco Central y la nacionalización de YPF. A pesar de la crisis mundial, garantizamos la continuidad de las negociaciones paritarias, la vigencia de la movilidad de los haberes jubilatorios y el aumento de la AUH y las asignaciones familiares. Implementamos políticas anticíclicas para que podamos sostener la actividad económica y el empleo. Protegimos a la industria nacional, apoyamos crediticiamente a proyectos de inversión y seguimos impulsando la obra pública local. A esto sumemos Pro.Cre.Ar para construir 100.000 nuevas viviendas en el próximo año. Seguimos ampliando derechos a través del nuevo Código Civil que estamos debatiendo y la ampliación del voto a los 16 años. Llevamos a todos los foros internacionales la causa Malvinas y seguimos trabajando por la integración latinoamericana.

Como vemos, Cristina obtuvo el 54 por ciento de los votos en octubre de 2011 a partir de un programa de gobierno que estamos ejecutando a pesar de las turbulencias que nos impone la economía mundial. Lo ha dicho muchas veces: “Soy la Presidenta de los 40 millones de argentinos”. Por eso, nuestro Gobierno piensa siempre en el bienestar general, con un especial compromiso con los sectores más vulnerables de la sociedad. Seguiremos caminando en este sentido: más crecimiento, más inclusión, más igualdad, más justicia social, posibilidades de progreso para todos, movilidad social ascendente, distribución de la riqueza. Nada nos va a apartar de este rumbo.

* Presidente del bloque de Diputados del FpV.

Por Horacio González *

¿El medio pelo en la calle?

Hay un mercado de imágenes y una ideología que pertenece al mercado de imágenes. Podemos darles nombre: inseguridad urbana, inflación económica y corrupción política. ¿Es que no existen estas cuestiones? Por supuesto que existen. Tienen su grado empírico y efectivo de existencia en todos los grandes tráficos entre economía pública, vida urbana, instituciones públicas y privadas. Son características de toda vida metropolitana no sólo moderna –de las megalópolis contemporáneas–, sino de las que ya retrataban los grandes tratadistas políticos del siglo XVI, la Florencia de Maquiavelo, por ejemplo. ¿Cuál es la diferencia entre la existencia real de estas dimensiones oscuras de la vida social –siempre hay ilegalidades diversas, las ilegalidades son un percutor de la reproducción del capitalismo– y lo que aquí llamamos el mercado de las imágenes? La diferencia es que todos esos temas reales que las democracias progresistas deben resolver con políticas renovadas, cuando ingresan al mercado de las imágenes se convierten en cuestiones autobiográficas, en efigies e iconografías de un sistema de ideas. La conocida propensión de los grandes medios del todo el mundo es haber logrado, gracias a tecnologías expositivas que antes fueron patrimonio de las vanguardias, que un caso o varios casos, incluso numerosos casos de cada uno de estos nuevos flagelos aparezcan como arquetipos de una genérica institución política, considerada como un nuevo Leviatán. Siempre se pensó que un puñado de casos eran un tema estadístico. En el mercado de imágenes, todo ello tiene rango ideológico y furtivo.

Serían ciertos Estados que por cualquier razón, especialmente si hay políticas de cuño popularista o de énfasis social de por medio, los contemplados por una razón potencial que los cuestiona señalando elementos que afectan al existir profundo, todo lo que responde al orden de la securitas, la inflatio y la corruptio. Sí, dicho en latín, porque estas nociones ya están en los autores más antiguos. Sólo que ahora, presentadas como tejidos mentales, urdimbres subyacentes del alma colectiva e interpelaciones a la condición ciudadana, han rehecho en todo el mundo la noción misma de clase media con disponibilidad para las grandes maniobras morales. Es correcto el nombre si se las quiere ver como un mundo difuso, cuya armazón interna son esos arquetipos que a menudo son invisibles, pero que apuntan a la definición existencial del hombre medio, no el homo cualunque ni el medio pelo, sino el que se define por sus condiciones exteriores de vida segura, mundo social límpido y carencia de reflexión sobre las biografías profesionales. La clase media es la más creyente en su autodeterminación –suele salir a las calles con la bandera de la libertad– y es también la más teledirigida en sus prácticas políticas. Consigue la hazaña de llamar libertad a una tautología que se mueve como giróscopo interno de sus propios temores. Así, la libertad puede ser sinónimo de su misma pérdida.

¿Hay que condenarla por eso? Sí, porque en nombre de la libertad del mercado de las imágenes, frustran la comprensión de la libertad que laboriosamente descubren las sociedades en la construcción real de sus derechos. Tal distorsión de la idea de libertad puede ser condenada en el tribunal severo de las filosofías de la emancipación. No obstante, como también se emplea la palabra, aunque sea de modo literal, la cuestión de la libertad nos reclama atención y más aguzados análisis de movilizaciones como la ocurrida el jueves pasado en las grandes capitales del país.

No es necesario pasar nuevamente por la trilla de tópicos no desdeñables, pero que son los más visibles, vituperables y aprehensibles de lo que ya se ha dicho una y otra vez. No trivialicemos la cuestión, aunque sea necesario decir que hay en esos sectores movilizados resurrectos catafalcos de ultraderecha, póstumos gozadores de los bombardeos del ’55, señoras que acaban de salir del shopping con la bolsita de compras que se suman sin ningún distanciamiento gramatical al carrusel rimbombante de los juglares caceroleantes, el personal estable de la 125, el hombre o mujer popular que hizo entrar desdichadamente en su ácido anecdotario conversacional las palabras “populismo”, “negros de porquería” o “cepo cambiario”. No obstante, no parece adecuado desdeñar lo ocurrido ni a través de cómputos ceñidos de manifestantes ni por medio de comparaciones con capítulos ancestrales o más recientes de la vida nacional. Lo que ocurrió, ocurrió de sorpresa aunque con un clima preexistente –perfectamente intuible– y en perfecta retroalimentación circular con la malla intensa de enunciados que sale de la conocida aparatología comunicacional.

Todo ello merece una reflexión profunda que es el cuño último de la vida política, pues en ella, nada en verdad redunda, sino que todos son hechos nuevos. Cierto que éstos tienen molduras, playas naturales de estacionamiento, sumas y picos estadísticos que el buen analista recopila. Pero no es posible dejar de comprender, y hay que hacerlo sin lamentar, sin lanzar invectivas y sobre todo sin creer que el mundo ya está interpretado. Jauretche escribió el Mediopelo preocupado por el hecho de este gran sector de la población no se animara a recorrer caminos comunes con los sectores que asumen con mayor decisión un ánimo popularista, le falte o no mayor precisión en sus proclamas y mensuras.

No escribió ese mentado libro Jauretche para condenar a un gran manchón social y simbólico, sino para estudiar –como lo hicieron y lo hacen sociólogos académicos de todo tipo de orientación– a un sector ambiguo –que hace de esta noción su fuerza– tanto en sus formas de circulación económica como de consagración de prestigios, consumos culturales, formas de certificación honorífica y simbologías que sitúan el ser en el mundo. Los libros de Jauretche son contemporáneos de las obras de Vance Packard sobre la publicidad y el prestigio como orden clasificatorio de las personas, también relacionados, con obvias diferencias que no vienen al caso ahora, con la obra de Pierre Bourdieu sobre el modo en que se reproducen los símbolos distintivos en el poder de las aristocracias y mesocracias. ¿No convendría revisar ahora estas nociones antes de echar mano a lo que ya sabemos para cuestionar a estos sectores que –para decirlo rápido– presentan una gran cantidad de prejuicios sociales e incluso étnicos, como formas de conocimiento?

Siento que no hemos hecho lo necesario para abordar más resueltamente (esto es: más imaginativamente) esta crucial cuestión cultural, que posee manifestaciones nuevas y largas tradiciones que la cimentaron. No son necesarias las pedagogías quejosas, las reeducaciones soberbias ni mucho menos el abandono de la cuestión por ser un arduo acertijo político. Lo político consiste en anotar todo signo novedoso de la vida en común en un cuadernito invisible, que al fin de cuentas es la conciencia social de los representantes del pueblo. Esto que ocurrió, ocurrió. Y no se puede desdeñar su gravosa repercusión. Y ocurrió también en los planos soterrados de toda la conciencia social del país. Es un fenómeno riesgoso, con potencial desestabilizador; así se lo quiere y así se quieren. Saber de que todo esto ocurre en el Hotel del Abismo impone menos señalar a los que medran con el espectáculo –sábese quienes invisten o se invisten en ese rol– que buscar en el trasiego y legado democrático del país nuevas razones que hagan de lo ocurrido un síntoma también de reflexión para los que pisaron el pavimento –de Santa Fe y Callao, sea–, para posibilitarnos decir lo que quizá no se quiera oír, para que acaso la historia pase de creer que algunos hacen lo que deben a que se tome conciencia de que en general no saben lo que hacen. Frase dura del decir político y definición última de la conciencia. Si la decimos, es porque es necesario que crezca en nosotros una crítica más sabia sobre lo que los otros hacen. Y al poder decir que hacemos política porque siempre es bueno transitar el camino que nos permita saber que los que criticamos a “los que lo hacen pero no lo saben”, estamos pugnando para mostrar también un saber que valga la pena ser sabido.

* Director de la Biblioteca Nacional.
Miembro de Carta Abierta.

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