EL PAíS › RETRATO DEL SUR DEL SUR DEL PAIS, PATRIA CHICA DEL PRESIDENTE

Todos somos patagónicos

Después de muchos kilómetros de camino patagónico, el autor encontró algunas claves del lugar: que es un desalojo lleno de misterio, un símbolo medio irreal, un lugar más grande en la mente que en el ojo. Es decir, un lugar para ser abordado desde la literatura, que es lo que él hace.

 Por Mempo Giardinelli

Durante toda esta semana, mientras muchos inocentes ciudadanos despedían por las radios a Eduardo Duhalde como si fuese un prócer, y muchos otros ignoraban totalmente al hasta hace poco Villano de la Película, el vocablo Patagonia resonó en todo el país con una sonoridad nueva, diferente y, en cierto modo, esperanzada. Y esto merece, creo, una reflexión.
La Patagonia es el Sur del Sur de nuestra América pero es, también, una región desconocida para la gran mayoría de los argentinos, una verdadera región mítica. Más fabulada que recorrida, más imaginada que real, con la Patagonia sucede como con las Islas Malvinas: simboliza un inmenso afecto a algo que se siente y se sabe propio, pero que es desconocido.
Y en estos días, cuando por primera vez los argentinos tendremos un Presidente nacido, criado y vivido en esa vasta y aislada inmensidad planetaria, yo prefiero en esta nota ignorar al sujeto del que todo el país habla y en quien se depositan tantas esperanzas, para reflexionar sobre ese finisterre nacional, esa casi mitad de la Argentina que se conoce tan poco, ese límite final de nuestra misma geografía, que, paradójicamente, está en emergencia como nunca pero a la vez –ojalá– en vísperas de una extraordinaria oportunidad.
Al contrario de la rica y húmeda porción de nuestros hermanos chilenos, la Patagonia argentina es una inmensidad vacía, casi un desalojo universal lleno de misterio. Quizá porque ellos han tenido, históricamente, una relación mucho más íntima con su delgada porción de Patagonia, o quizá porque del lado del Pacífico los Andes reciben muchas lluvias y la estrechez territorial entre la montaña y el mar les ha permitido una mirada menos dispersa sobre el mundo, lo cierto es que para nosotros el Sur ha sido siempre, en los hechos, casi una no-parte de la Argentina. Y eso explicaría su absurdo vacío humano, pero también la presencia tenaz del sentimiento de propiedad instalado en los corazones y las mentes de millones de argentinos de casi todas las generaciones.
De ahí que la presencia textual, la existencia literaria de este gigantesco y maravillante páramo, ha sido y es mucho mayor que su importancia político-económica. La Pampa y el Desierto (que es como se llamaba antiguamente a la Patagonia) son nuestra tierra literaria por antonomasia. Así como el poema “La Araucana” de Alonso de Ercilla es fundacional de la literatura chilena, a nosotros, los argentinos, el mandato nos viene desde el poema “La Argentina” de Martín del Barco Centenera (1535-1605) y sobre todo desde el poema “La cautiva” de Esteban Echeverría (1805-1851), que junto con su cuento “El matadero” son textos fundacionales de nuestra literatura. Y por supuesto también nos lo impone el Martín Fierro, la saga poética de José Hernández (1834-1886) que se constituyó velozmente en nuestro poema nacional, sea emblemático de lo mejor de nosotros o anticipo involuntario de mucho de lo peor.
He viajado varias veces a, y por, la Patagonia. Puedo decir que la conozco casi tanto como al Chaco y mi Nordeste, porque recorrí su piel rugosa, sus costas y sus montañas, y conozco muchas de las gentes admirables que la habitan. Tierra fabulosa y entrañable, para quienes vivimos en tierras subtropicales es la antítesis perfecta porque tienen todo lo que nosotros no tenemos: mar, montañas, frío, nieve, riquezas subterráneas y submarinas. Y ha sido la literatura, siempre, la que erigió todos los mitos patagónicos.
Como cualquiera, yo también construí una Patagonia ficcional en textos y películas. Todos los infaltables lugares comunes patagónicos se formaron a partir de la lectura –o el conocimiento indirecto– de textos clásicos de la región como las Aguafuertes patagónicas de Roberto Arlt (publicadas en 1934 en el diario El Mundo de Buenos Aires); la memorable novela Los dueños de la tierra, de David Viñas (de 1958); la imprescindible La Patagonia rebelde, de Osvaldo Bayer, llevado al cine en 1974 por HéctorOlivera en una extraordinaria producción; y más recientemente La ruta argentina, la estupenda compilación de textos de los Siglos Dieciocho y Diecinueve realizada por Christian Kupchik en 1999, y entre ellos el de Charles Darwin sobre su viaje por la boca del Río Negro. Por supuesto, hay que mencionar también la viva impresión que todavía causa la lectura de El origen de las especies, un libro que, aunque no se refiere específicamente a la Patagonia, la contiene y la alude. Y desde luego es inevitable mencionar el de Bruce Chatwin (En la Patagonia, de 1975) y la ya célebre Patagonia Express del chileno Luis Sepúlveda.
La bibliografía patagónica es vasta y bien nutrida. Destacan –aunque se los conozca relativamente poco– algunos escritores patagónicos notables, como el santacruceño Asencio Abeijón, autor de cuentos, relatos y poemas que a todo lo largo del siglo pasado sentaron una verdadera jurisprudencia literaria. Y también los chubutenses David Aracena y Juan Carlos Moisés, y muchos más como Diego Angelino, Aquilino Elpidio Isla, Luisa Peluffo y Gerardo Burton, entre otros. Y caben también, si ampliamos la mirada, las novelas del inolvidable Osvaldo Soriano y su Colonia Vela, ese pueblo literario que perfectamente puede ubicarse en los límites de la Pampa y la Patagonia, en el borde mismo de la realidad y la parodia.
Por el lado del cine, cualquier argentino o argentina guarda las emociones y hermosos planos de muchas películas rodadas en los últimos años con temas patagónicos: La película del rey (de Carlos Sorín), La nave de los locos (de Ricardo Wülicher), El viaje (de Pino Solanas), El faro (de Eduardo Mignogna), Flores amarillas en tu ventana (de Víctor Jorge Ruiz), La vida según Muriel (de Eduardo Milewicz), Caballos salvajes (de Marcelo Piñeyro) y Mundo grúa (de Pablo Trapero), todas las cuales rinden homenaje, en cierto modo, al gran clásico del cine argentino que es La Patagonia rebelde.
Entonces, me parece, se explica perfectamente cómo y por qué los argentinos sentimos como propio ese territorio fantástico que empieza donde termina la pampa húmeda, esa gigantesca y misteriosa superficie escarpada y completamente árida de 787.291 kilómetros cuadrados sólo en territorio continental. Más de dos veces la Alemania unificada, por ejemplo; o la mitad de todo México; o la Gran Bretaña, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Portugal, Austria y Alemania juntas. Pero habitados por apenas un millón y medio de personas, y con una densidad poblacional de apenas 1.88 habitante por kilómetros cuadrado (dato de 1995), lo cual, además de subrayar nuestro orgullo y pertenencia, se constituye en factura a pagar porque es también una de nuestras grandes deudas como sociedad.
En esta nota que se empecina en no mencionar lo obvio del recordatorio patagónico de estos días, me parece que no sobra recordar que políticamente estamos hablando de cinco extensas provincias: Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, Malvinas e Islas del Atlántico Sur. Pero también hablamos, si se hace caso de algunas interpretaciones, incluso de la Provincia de Buenos Aires entre Bahía Blanca y Carmen de Patagones. De hecho la Ruta 3, en el cruce del río Colorado, tiene un cartel que anuncia: Aquí comienza la Patagonia y eso está en territorio bonaerense. Otras interpretaciones sugieren que la mitad sur de la Provincia de La Pampa, por su topografía, sus interminables salinas y su pampa árida también pertenece a la vastísima región patagónica. Y hay quienes sostienen que se podría sumar otra superficie colosal: más de 1.200.000 kilómetros cuadrados contando las islas argentinas al este del Cabo de Hornos (incluyendo las Malvinas y la Isla de los Estados), así como la península antártica y las llamadas Antillas del Sur, que integran las Islas Orcadas del Sur, las Sandwich del Sur, las Georgias del Sur y las primitivas Islas San Pedro, descubiertas en 1756 por el buque español “León”. Como fuere, lo que caracteriza y unifica políticamente a todas estas provincias es –en veloz síntesis– la lejanía del poder y el tenaz olvido, en los hechos, de la mayoría de los argentinos. Por generaciones. Y por encima, claro, de todo lo declamado y legislado.
Y ahí está otra inmensa paradoja: desde la perspectiva económica la Patagonia es nuestro territorio más rico en petróleo y posibilidades mineras, las cuales, en parte aún inexploradas, parecen infinitas. En la superficie, ese viento mitológico que lo barre todo podría generar, con poca inversión, electricidad ecológica para todo el continente. Y el impresionante litoral marítimo que se supone es nuestro Mar Argentino, es uno de los yacimientos ícticos más ricos del planeta, pero, en este mismo minuto, está siendo devastado por la explotación comercial más irracional y feroz.
La Patagonia es mucho más que vientos y soledad. Es también el tesoro de su gente y la inexplicable miseria de Sierra Grande, hoy una patética Comala Patagónica. Es la artesanía y la vitalidad de las comunidades originarias, pero junto a las industrias abandonadas de Puerto San Julián, Caleta Olivia y Río Mayo, con sus absurdos bolsones de pobreza absurdos. Es la mugre de los tiraderos de basura que revuelve el viento, y es la potencialidad detenida de Comodoro Rivadavia y Puerto Madryn dando bofetadas a los discursos mentirosos de la política nacional. Y es Esquel y su admirable resistencia a la voracidad contaminante de los intereses del oro, y es el Alto Valle del Río Negro y su productividad arruinada durante el menemismo.
Es un país, la Patagonia, es un continente. Y es nuestro, y es hora de que lo descubramos. Ojalá que este nuevo presidente, que de allá viene, sea capaz de no desperdiciar esta oportunidad, ésta sí, de oro. Y si no que la Patria se lo demande. Implacablemente.

* Autor de Final de novela en Patagonia, Premio Grandes Viajeros 2000.

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