EL PAíS › OPINION

Cuánto costaría una malvinización torpe

 Por Martín Granovsky

El discurso del canciller Rafael Bielsa fue contundente en sus términos sobre las Malvinas. Mucho más duro que, por ejemplo, Guido Di Tella, reclamó la soberanía argentina sobre las islas y sobre todo dejó en claro a los británicos que la victoria en la guerra de 1982 no da derecho a eliminar toda negociación. Pero el discurso no permite presumir que las Malvinas estarán en el centro de la política exterior de Bielsa y el Presidente Néstor Kirchner. Por suerte.
Bielsa no habló en la Asamblea General de las Naciones Unidas sino en el Comité de Descolonización. Es un ámbito más pequeño y específico donde la cuestión de Malvinas figura en la agenda junto con otras del mismo tipo –la autodeterminación de Puerto Rico, la soberanía sobre Gibraltar– y donde la victoria argentina está asegurada. Los votos siempre son a favor del país que eleva un reclamo de soberanía.
La Asamblea General es un sitio más complicado. Aprobar una resolución exige conseguir antes una mayoría heterogénea que se negocia voto por voto y habitualmente con contrapartidas hacia cada país que compromete su apoyo. Es casi automática la obtención de los votos de América latina. El resto no está garantizado.
Históricamente las resoluciones sobre Malvinas en la ONU fueron cambiando. Entre 1982 y 1989, la Argentina logró que la Asamblea General aprobara todos los años una resolución a la que, sin embargo, modificó el contenido. La primera versión mencionaba sin vueltas la existencia de una disputa sobre la soberanía entre la Argentina y el Reino Unido por las Malvinas. La segunda versión, más light, llamaba a las partes a negociar. Como la convocatoria pedía discutir todos los temas los diplomáticos entendían que la soberanía estaba comprendida en esa agenda. Como, además, se aprobaba un reclamo de la simultaneidad, eso significaba que la soberanía no era un tema que quedaba eternamente postergado, luego de las comunicaciones, los vuelos, el petróleo o la asistencia humanitaria.
En 1989 Carlos Menem resolvió a la vez normalizar las relaciones con Londres, rotas desde la guerra, y terminar con los planteos en la Asamblea General. “No quiero más torneos”, fue su instrucción al primer canciller, Domingo Cavallo. Y el sucesor de Cavallo, Guido Di Tella, optó por la política de seducción de los kelpers. Consistía en tener en cuenta los deseos que expresaban y no solo sus intereses tal cual los interpretaba la Argentina. Di Tella pensaba que jamás habría negociación con Londres sin un visto bueno de los isleños.
Di Tella dedicó una energía extraordinaria a las Malvinas. Después del mantenimiento de la maquinaria de relaciones carnales con los Estados Unidos, el tema de las islas ocupaba el segundo lugar, por delante de la relación política con Brasil. Para Menem, además, era el nombre de un sueño: quería pasar a la historia como el presidente capaz de sentar a los británicos a una mesa de la cual se levantarían sólo para declarar que la soberanía volvería a ser ejercida por la Argentina. Menem incluso imaginó ganar el Nobel por esa tarea que veía como parte de su camino a la posteridad.
Tanto esfuerzo fue, sin embargo, contradictorio. En 1995, aprovechando los 50 años de las Naciones Unidas, Menem se encontró con el primer ministro británico de entonces, el conservador John Major, en un hotel de Nueva York. Al ver un número apabullante de reporteros en la calle, Major lo recibió con una ironía que Menem tomó como un deseo. “¿Se imagina, señor presidente, un mundo sin periodistas?”, preguntó el sucesor de Margaret Thatcher. Lo que vino después fue una reunión muy amable en la que Menem ni pronunció la palabra “soberanía”.
Más tarde, Fernando de la Rúa hizo lo mismo en sus contactos con los británicos. Preocupado por sus obsesiones –el déficit fiscal, por caso– se abstuvo de incomodarlos con el vocablo maldito.
¿Qué hará Kirchner? Un indicador es si promueve la vuelta a la Asamblea General de una resolución sobre las islas. A juzgar por lo que sucedió ayer, no lo hará. Por lo que pudo establecer Página/12, el canciller notocó el tema Malvinas ante el secretario general de la ONU, Kofi Annan. Y tampoco los diplomáticos argentinos recibieron instrucciones de ponerse en campaña para juntar voto a voto. Más aún: Kirchner lo obvió en la agenda de trabajo con Luiz Inácio Lula da Silva.
Sacar la palabra soberanía de todo encuentro con los británicos suena a relaciones carnales. Pero malvinizar toda la política exterior en un sentido tradicional sería negativo. Significaría que cada uno de los amigos y los aliados deberían tener el tema como punto número uno en cada encuentro que mantuvieran con otros países. Que deberían enarbolarlo por encima de, por ejemplo, prioridades como buscar mejores condiciones para renegociar la deuda con el Fondo Monetario o para discutir las tarifas con las empresas privatizadas de origen europeo. Malvinizar de una manera tosca supondría también poner un obstáculo delante de las relaciones con la Unión Europea, justo cuando la Argentina necesita tanto reconstruir el Mercosur y utilizar luego la relación Mercosur-Unión Europa como un contrapeso frente a los Estados Unidos en la negociación por el Area de Libre Comercio de las Américas.
Hoy no existe mayor objetivo de política exterior que integrar a la mitad de los argentinos que están por debajo de la línea de pobreza, e integrarlos sin que todo el país deba sentirse indigno. Dentro de esa meta, el costo de una malvinización torpe sería mayor que el beneficio.

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